18 de julio 2015
A mediados de 1973 me ofrecieron una beca para estudiar la licenciatura en Chile. No me acuerdo de qué carrera se trataba, pues para mí era un asunto absolutamente secundario. Lo importante era vivir lo que se llamaba “la experiencia chilena”, solidarizarse con la izquierda de ese país que, contra viento y marea y cada vez con mayores tropiezos, intentaba gobernar. El día que tomé el vuelo a Santiago los rumores a todo hervor pronosticaban desastres —un golpe de Estado contra el presidente Salvador Allende, una cacería de brujas a los integrantes de su gobierno, tal vez hasta una masacre indiscriminada de izquierdistas— y al despegar el avión luché por liberarme de una especie de terror premonitorio. A la mitad del vuelo el sistema de sonido irrumpió en zumbidos y truenos. De la borrasca eléctrica se desprendieron, como piedras, algunas palabras: Capitán… Santiago… Fuerzas Armadas… Allende…
—¿Qué dijo? —le pregunté angustiada a la aeromoza de Braniff.
—Que ha habido un golpe y que Allende se suicidó —respondió tranquila—. Vamos a aterrizar en Buenos Aires.
Acto seguido se repartió champán, y el avión estalló en aplausos y risas. Haciendo la fila de la aduana en Buenos Aires aquel 11 de septiembre, por única vez en la vida me desmayé.
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Cinco años después, en México, un enamorado me regaló un televisor. Yo prefería la lectura, pero para complacer a mi generoso amigo prendí el aparato un par de veces a la hora del noticiero. A la tercera, quedé hechizada por imágenes que de tan regocijantes parecían aumentar el brillo de la pantalla: una veintena de jóvenes macilentos, vestidos de verde olivo y estallando de euforia, asomaban por las ventanillas de un bus amarillo, puño en alto. El bus escolar recorría lo que evidentemente era la carretera muy mala de una ciudad muy pobre, y la cámara mostraba los besos y los vivas que lanzaban al paso de los guerrilleros hombres y mujeres casi en harapos, y casi tan felices como ellos. Desde el golpe en Chile me encontraba sumida en la desidia, decepcionada, incapaz de desear nada serio, pero esa noche cuando apagué la televisión no logré dormir. Demoré apenas tres días en conseguir dinero prestado, un boleto de avión, y una visa para viajar a Managua, Nicaragua, donde un grupo guerrillero casi desconocido acababa de inaugurar la revolución.
Retrocedo un poco para explicar que el evento que acaparó los noticieros esa noche, había comenzado dos días antes, por la mañana del 22 de agosto de 1978: en Managua, un comando de guerrilleros del Frente Sandinista de Liberación Nacional, disfrazado de integrantes de la Guardia Nacional del dictador Anastasio Somoza, irrumpió en el Palacio Legislativo, tomó como rehenes a cientos de empleados y visitantes y a todos los congresistas, y exigió la liberación de medio centenar de sus compañeros presos. El operativo era audaz y su ejecución absurdamente deficiente –meses después, uno de sus comandantes me contaría, entre carcajadas, como habían pintado de color verde perico el camión supuestamente militar en que viajaron, porque no habían conseguido pintura verde olivo– y a pesar de las prisas y la improvisación, triunfó. Cuando quedó claro que los guerrilleros tenían bajo su total control a los rehenes (de los cuales los más interesantes para Somoza eran un sobrino y un primo suyos) el dictador cedió a las demandas rebeldes en menos de 48 horas. La guerrilla sandinista llevaba años enmontañada predicando revolución o muerte, pero el operativo urbano contra un Congreso que, gracias a su larga complacencia con el dictador, era conocida popularmente como “la chanchera” (criadero de puercos) cambió la relación de los rebeldes con la población. En el recorrido del Palacio Legislativo al aeropuerto se dio la aclamación espontánea que vi por televisión en México. Se trataba apenas del inicio de una gran gesta –o por lo menos, eso deseábamos ardientemente los que soñábamos con revoluciones y despertamos de nuevo a la ilusión ese día.
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En la sala de aduana el calor era como una bestia encerrada que respiraba incendios. Aparte de los guardias nacionales y sus terroríficos lentes de sol (que no se quitaban tampoco en la sombra), había apenas una docena de pasajeros, una cinta de equipaje, dos o tres burócratas encargados de revisar los pasaportes, y un mapa de relieve del istmo centroamericano. Me apresuré a consultarlo: ¿Nicaragua quedaba antes o después de Costa Rica? Quedaba antes. ¿Y Managua? Un punto negro en un país verde, al borde de un lago azul. Con el corazón en la boca, presenté el pasaporte y la visa: ¿me creerían que era reportera? Pues no era verdad. Si bien era cierto que había escrito uno que otro artículo para una publicación feminista, y algunas reseñas de danza para una revista semanal, me ganaba la vida como intérprete simultánea. Lo más cerca que llegaba al periodismo era un trabajo artesanal que me había ofrecido el año anterior un amigo en Londres, editor de un boletín quincenal, escrito en inglés pero de gran prestigio en América Latina: el Latin American Newsletters. Mi tarea consistía en recortar de los principales periódicos las notas que me parecieran más importantes, y enviarlas por correo a Londres una vez por semana. Resultó, como resultan las cosas que tienen que ser, que el corresponsal del boletín para Centroamérica y el Caribe se había ido de pesca el día que los sandinistas realizaron su operativo genial, y mi amigo editor estaba desesperado por encontrar quién pudiera ir a cubrir en directo la gran noticia. Ya en otras ocasiones me había alentado a lanzarme al periodismo, pero nunca me interesó la idea. Ahora, con tal de ir a Managua, le prometí que le enviaría reportajes desde allá. Contaba con una sola ventaja a la hora de contrarrestar mi perfecta falta de capacitación profesional: gracias a una educación que llamarían ahora multicultural, pensaba en español, pero escribía en inglés. En cuanto a lo demás… ya iría averiguando por el camino cómo se hacía eso.
Sabía por las películas que lo que hacen los periodistas al salir de un aeropuerto es tomar un taxi al hotel donde se encuentran sus colegas (y también por las películas sabía que los taxistas siempre están al tanto de éste y otros puntos de interés).
—Lléveme al hotel donde están los periodistas –dije al subirme al carro.
No hacía falta tanto detalle. En un país de apenas dos y medio millones de habitantes, había un solo hotel al que acudían los extranjeros.
El taxi era un vetusto modelo de aquellos que tenían como colmillos en el frente y aletas de tiburón atrás. Hubiéramos podido caber sin problema ocho personas, pero yo era la única pasajera, y en cuanto arrancamos me sentí muy sola. El áspero terciopelo sintético del asiento me cepillaba los muslos, el carro rebotaba, según los baches, ahora suavemente, ahora con rechinidos histéricos, y el chofer guardaba un silencio negro, feroz, deprimido, que después aprendería a reconocer entre aquellos que han sufrido alguna catástrofe.
Era el final de la tarde, y el sol caía a fuego. Reconocí el paisaje visto en el noticiero, pero por lo pronto de la revolución que había venido a ver no había ni asomo. Vi carretera, polvo, casuchas de tablón, algún carrito con hielo raspado y jarabe de colores, terrenos baldíos, más polvo, una farmacia, un semáforo, casuchas de bahareque, perros flacos. Aquí y allá, los nicaragüenses: gente de piel morena, huesos finos y ojos grandes. Después los descubriría pícaros y coquetos como nadie, y de un arrojo digno de las mejores epopeyas. Por ahora, los veía como los volvería a ver una vez pasados los días de gloria de la insurrección: quietos, con el ceño fruncido por la preocupación del qué comer, y vencidos –hoy por el calor, mañana por algún nuevo fracaso.
Hundida ya de plano en el sudor y la duda, sentí miedo. ¿Dónde estaban las consignas, los gritos, las marchas, la euforia que había venido a compartir? ¿Y dónde estaba el hotel? De un momento a otro se había acabado la carretera: parecía que nos adentrábamos en la ciudad, y sin embargo ahora me encontraba, como en un sueño, en la penumbra, y en unos como pastizales que surgían entre las ruinas de una ciudad fuera del tiempo. Ya no había carros, ya no había gente, sólo el chofer y yo, y por allá, inalcanzables, unas vacas que pastaban entre los muros derruidos. Anochecía muy rápidamente (en el trópico siempre es así) y era evidente que estaba por sufrir un asalto.
—¡Le dije que me llevara a Managua, y al hotel! –grité.
El chofer se volteó hacía mí, y dijo:
—Doña, estamos en Managua
***
Después del terremoto de 1972, que destruyó íntegramente el centro de Managua, Somoza mandó arrasar las ruinas. Llevaba seis años así, sin ningún cambio o mejora que no fuera el manto de enredaderas y pastizales que iban cubriendo suavemente lo que quedó del horror. No creo que nadie haya afirmado nunca que la ciudad anterior al cataclismo fuera bonita, pero tendría lógica y pasado, tradiciones y personajes. Lo que ahora se llamaba Managua –los enormes barrios de invasión, las largas avenidas que atravesaban kilómetros de nada, las direcciones que tenían como punto de referencia algo que ya no existía (“de donde fue ‘El Arbolito’, dos cuadras al lago”) – era más bien una anticiudad con mucho de fantasmal, hecha de desplazados y migrantes. Yo me encontraba en su centro muerto, en los escombros que Somoza le había entregado a las vacas y al tiempo.
Con la barbilla, el taxista señaló lo alto de una suave colina cercana.
—Allá está el hotel.
En dos minutos me depositó frente a la gran pirámide blanca del Hotel Intercontinental, ocupado por Howard Hughes hasta el día del temblor, y ahora, a raíz de la gran travesura sandinista, por los reporteros. Había terminado el viaje.
Mi nueva vida, la que me habría de mantener entretenida y ocupada durante las siguientes tres décadas, empezó a la mañana siguiente. No había despuntado el sol cuando me despertó el teléfono. Rápidamente, mi interlocutor dijo que 1) era un buen amigo de mi amigo en Londres, 2) era el director suplente de la sección de internacionales del periódico londinense The Guardian, 3) compartía con Latin American Newsletters el mismo corresponsal aficionado a la pesca, y por lo tanto el mismo problema de escasez de artículos, 4) nuestro amigo en común le había dicho que yo era una excelente reportera (¡¿?!) y 5) quería pedir el favor de algunas notas para el diario. Lo inverosímil de mi situación entera me autorizó a decirle sin rubor que sí. En compañía de varios colegas –eso eran ahora, pues sin titubear me habían adoptado desde la noche anterior como una más entre ellos– salí a recorrer la ciudad en busca de aventuras y entrevistas. Me pareció entonces (y a decir verdad, hasta la fecha) que el oficio de reportear no encerraba grandes misterios: andar sin destino fijo; detenerse a ver cosas interesantes; hacer preguntas impertinentes sin que nadie reclame; escuchar algún tiroteo por ahí y sentir el relampagazo doble de la adrenalina y la curiosidad; agotarse buscando respuestas sobre temas esenciales; sentirse conectada a las mejores causas… Todo era sencillo y emocionante. Faltaban todavía algunos días para que se declarara la huelga nacional contra Somoza que, con la entusiasta participación de los pobres del país, y con su enorme sacrificio, lograría quebrar la escuálida economía nacional. Faltaban meses para que estallara el levantamiento general en los barrios y barriadas de Managua y surgieran barricadas y héroes en cada esquina. Sería hasta mayo que se daría el bombardeo del dictador a su capital insurrecta. Dar cuenta entonces de los acontecimientos se volvería arriesgado hasta para nosotros, los de la casi siempre protegida prensa extranjera, pero por el momento teníamos sólo la deliciosa ilusión del peligro. Alrededor nuestro, la gran mancha de Managua se convertía en laberinto: ¿qué camino oculto nos llevaría hacia los guerrilleros?
Managua era, tal vez, la ciudad capital más feraz del mundo, y en términos de su perfil urbano, sin duda la más plana (alguna vez conté el número de elevadores en Managua, que es lo mismo que decir que en todo el país: eran diez). Llena de basura, arbolada no por diseño urbano sino por voluntad irreductible de la naturaleza en el trópico, la ciudad vivía a espaldas de un lago que resultó ser no azul sino marrón, el color de la cloaca abierta en que la había convertido el desprecio de los Somoza. A orillas del lago, en barrios silenciosos y aplastados por el sol, pudriéndose en el olor fermentado, vivían los más pobres. Allá fuimos, en búsqueda inútil de los guerrilleros, a quienes no lograríamos entrevistar en Managua sino hasta muchas semanas después.
Lo único que siempre me ha resultado verdaderamente difícil a la hora de reportear es el abordaje inicial, el saludo impertinente del periodista. Va uno con su ropa decente y su reloj de pulso, su cámara y sus dientes completos alineados en sonrisa, y cuaderno en mano, saluda a una víctima del destino. Por cortesía, el incauto infeliz devuelve el saludo, y en premio se ve interrogado, escudriñado, examinado, confesado, y nuevamente abandonado –todo en cuestión de minutos, y para que al final resulte que ni siquiera queríamos hablar con él, sino con cualquier otro damnificado que tuviera más muertos en su familia, o con alguien que pudiera contactarnos con un guerrillero del cual nuestra presa jamás habría escuchado hablar–. Los reporteros, que por regla general no somos malas personas, estamos conscientes del abuso que representa nuestro modo de operar, y sufrimos. Esa mañana nuestro pequeño grupo deambuló por calles y barrios sin atreverse a hacer la primera desfachatada pregunta hasta que, con la amenaza de la hora de cierre encima, y todavía sin nota, nos detuvimos a la entrada de un barrio cualquiera –recuerdo la tiendita de la esquina, pero la placa fotográfica de la memoria no revela más detalles– y, dispersándonos por sus calles, salimos cada quien a buscar suerte.
A pesar de considerarme de izquierda, yo era una más entre los millones de radicales que en el mundo han enarbolado banderas sin gran conocimiento de las clases sociales que pretendían redimir. Hablaba, por supuesto, con la señora del puesto del mercado donde muchas veces comía, o con el que venía a recoger la basura, pero se trataba de diálogos mediados por el intercambio de dinero por servicio. En cambio, en mis primeros días de reportera en Managua, las innumerables excursiones en las que no dimos con un solo guerrillero fueron para mí un devastador acercamiento a un universo cercano e invisible, y el inicio de una larga serie de conversaciones con la pobreza. No recuerdo con precisión qué fue lo que me contaron mis entrevistados en esas primeras jornadas, pero retengo en cambio la presencia espantosa de las moscas; el calor insoportable que se genera bajo un techo de lámina; la asombrosa silueta de las iguanas (dragones en miniatura que, al correr por la lámina, hacían ruido de tormenta); el borde cortante de la cuchara de peltre con que comí un arroz que me ofrecieron; la desesperación de los subempleados (en Nicaragua eran con mucho la mayoría), que habían salido a vender chicles y no habían logrado vender los suficientes para costear el día. Los niños barrigones correteando en el polvo, las mamás ojerosas, con sus vestiditos de tergal y sus manos huesudas… ¿Por qué aceptaban su condición con tanta mansedumbre? ¿Y por qué en unos pocos meses se dispondrían a la rebelión? ¿Por qué en países hasta más pobres que Nicaragua no se darían nunca insurrecciones parecidas? La búsqueda de respuestas a las preguntas que se me presentaron entonces me ha dado material para pensar durante muchos años.
Fue un alivio salir de aquellos barrios. No recuerdo en dónde comimos, pero comimos bien, y con aire acondicionado, como para exorcizar el recuerdo de la basura, el calor, la tierra entre los dientes, y el miedo terrible a llegar a ser algún día así de pobres nosotros también. Debo aclarar una cosa, sin embargo, porque me doy cuenta al leer esto que hasta yo misma podría pensar que detesté Managua: en realidad me iba enamorando perdidamente. Mi vida entera había transcurrido en ciudades enormes –México, Los Ángeles, Nueva York– y se entenderá lo candorosamente urbana que fui si confieso que, en una excursión infantil, me enteré que la leche era algo que salía no de una lata sino de la asquerosa ubre de un animal enorme y babeante. Ahora, en un país que producía vacas y poetas, azúcar y algodón, y poca cosa más, me arrobaba –sólo cabe la palabra de novela rosa– ante sus apacibles volcanes y sus grandes cielos claros, y el escándalo alegre de los loros que lo atravesaban en bandadas, charloteando. Me enteraba, agradecida, de que el acento risueño de los nicas y su vocabulario extravagante, y a mis oídos, infantil, era en realidad el más puro lenguaje cervantino, preservado casi intacto a través de los siglos. Me mareaba con el olor siempre presente de la vegetación, desnudo y brusco como el del sexo, y el de las hornillas de carbón en las que, al amanecer y por las tardes, se cocinaban las tortillas de maíz recién molido. Managua no era, ni remotamente, una ciudad bonita, pero me mantuvo desde el primer momento con toda la piel atenta, la sangre despierta.
Después de la comida de ese primer día, algún reportero me invitó a acompañarlo a la casa en donde todos sabían que se escondía el cura Miguel d’Escoto, integrante de la oposición civil a Somoza y futuro canciller sandinista. Me sumergí con alivio en el ambiente fresco de una típica casa de la burguesía: un árbol de mango en la esquina de un patio de frescas baldosinas, rodeado por un corredor tejado amoblado con lo indispensable; materas, un ventilador, varias mecedoras, y una hermosa hamaca bordada. ¿Por qué, si todo el mundo sabía dónde estaba escondido el cura, no lo sabía Somoza también? Supongo que la respuesta tendrá algo que ver con la embajada de Estados Unidos, que en ese momento representaba al anómalo gobierno de Jimmy Carter y transmitía al dictador la recomendación de que se abstuviera de resolver la crisis a punta de asesinatos. El tema principal de la entrevista de mi colega, de hecho, fue seguramente la relación sandinista con Estados Unidos, pero a esas alturas, y a pesar de que el cura d’Escoto era vivaz y ocurrente, y recibía y rebotaba las preguntas como si fueran pelotas de ping pong, lo que él dijera era lo de menos para mí. Lo importante era que yo (¡yo!) me encontraba a años luz de mi casa y de mi vida tranquila, metida en una entrevista con un personaje clandestino, en un país tropical en el que se cocinaba una revolución. Y lo verdaderamente importante era que, en esas circunstancias, no me perseguían ni el miedo a la vida, ni a los demás: fatalmente tímida desde siempre, acababa de descubrir el alivio. Un cuaderno de apuntes y un bolígrafo eran mejor escondite hasta que los lentes oscuros detrás de los cuales se parapetaban los matones de la Guardia Nacional.
Unos meses después, ya en plena insurrección, se racionaría el agua en el hotel, y me tocaría salir con los colegas a buscar no sólo noticias sino también frijoles, y con suerte arroz y algún plátano maduro, o yuca, para que el personal siempre leal y amable del Intercontinental nos pudiera preparar la magra cena colectiva. Por ahora, felizmente, el Intercontinental todavía ofrecía agua en abundancia, y un remedo de glamour en su bar de espejos y cuero negro. Allí me senté por la noche de ese largo primer día, a fingir que tomaba algún cóctel (entre las muchas habilidades periodísticas que todavía me faltaban estaba la de saber beber), y a someterme al interrogatorio entre burlón y afectuoso de varios reporteros que no habían visto otro caso como el mío (por lo menos desde que ellos mismos se iniciaron en el oficio).
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Uno recuerda las cosas como cree que fueron (y, las más de las veces, como quisiera que hubieran sido) y luego las cuenta como mejor puede. La realidad, sin duda, fue mucho más enredada de lo que se puede contar en el ámbito de esta crónica. Los días se sucedieron uno a uno, al azar, y sólo es a la distancia de treinta años que parecen ser los primeros giros lentos de una rueda que está por precipitarse cuesta abajo en una dirección inevitable. A los once meses de la toma sandinista del Palacio Legislativo, los nicaragüenses –y yo entre ellos, yo también– vivimos la euforia total del triunfo de la insurrección contra Somoza. Fue quizás el último momento inocente en mi vida y en la de muchos de los que estuvimos allí. Entre los días de aventura, adrenalina y dicha vinieron días aciagos. Ya había visto a mi primer muerto, y luego, conforme fueron creciendo los conflictos y las guerras centroamericanas, vería a muchos, cientos, demasiados más. Después de Nicaragua viajaría a nuevas ciudades desconocidas, y después de ésas, a otras más. El hecho de subirme a un avión con rumbo a un nuevo destino perdería hasta la más pequeña connotación de aventura, exotismo o glamour (y a cambio, me llegaría a sentir en todo un continente como en mi casa, llena en cualquier parte de amigos y recuerdos). He visto y contado tantas historias que tengo la impresión de haber olvidado las más importantes, mientras que hay otras que no me gusta repasar. Managua es hoy una ciudad de casi dos millones de habitantes, con más pobreza y seguramente también más elevadores que antes, a la que no he vuelto en veinte años. La decepción que eventualmente nos produjeron los sandinistas a casi todos los que los vimos triunfar fue quizá la más amarga de las tantas decepciones parecidas que nos aguardaban a los izquierdistas por el camino. Pero aquella no-ciudad brutal, caótica y conmocionada, tomada por la violencia y la ilusión, permanece prístina en mi recuerdo y en la piel.
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*Este texto ha sido publicado con la autorización de la autora.
Alma Guillermoprieto es autora, entre otros, de los libros: “Al pie de un volcán de escribo”, “El año en que no fuimos felices”, “Las guerras de Colombia”, “Desde el país de Nunca Jamás”, “La Habana en un espejo”.