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Capítulo XXIV: El expediente

Colaboración Confidencial

4 de febrero 2018

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Más que político, el caso de Somoza frente a todo su pueblo era personal, porque personalmente había perseguido y matado, sembrado la semilla de un desenlace que tenía irremediablemente que ser también personal... como fue el atentado que le costó la vida... La narración del expediente del atentado a Somoza García

Pedro Joaquín Chamorro


El expediente que entregaron a nuestros abogados era un legajo de casi quinientas páginas a máquina, copiadas en mimeógrafo, que comenzaban con esta frase escrita en mayúscula:

GUARDIA NACIONAL DE NICARAGUA. CUARTEL DEL QUINTO BATALLÓN, GUARDIA NACIONAL, León, Nicaragua, 17 de octubre de 1956. (Sus hojas divididas en capítulos marcados con letras del alfabeto, estaban numeradas así:)

Primer Día

Mañana

  1. La Corte se reunió a las 09:00 horas.
  2. Presentes... (y luego la lista de los militares que integraban el tribunal).
  3. El fiscal militar anunció que el sargento Hurtado R. Leonardo No. 8710, Guardia Nacional, asumirá los deberes de estenógrafo.
  4. El sargento Hurtado R. Leonardo No. 8710 Guardia Nacional, se presentó y tomó asiento como tal.
  5. El precepto u orden de reunión fue leído por el fiscal, cuyo original ha sido prefijado a este registro con la marca "A", y la corte acordó proceder en pleno tribunal.

Era una orden militar que daba la sensación de oscilar entre lo pueril y lo serio, un método de acuerdo con el carácter sajón, generalmente detallista, y que, aplicado a la realidad nicaragüense, solo representaba una fachada. Efectivamente, dentro de las numeraciones que se iban sucediendo para tratar de ordenar las actuaciones de la Corte, y las declaraciones de testigos y procesados, estaba palpitante la tragedia.

Abierta, amplia como la vida misma, acompañada de todas las pequeñeces que rodean los sucesos trascendentales y que forman alrededor de ellos un escenario preciso y actual, se cubría con la formalidad estricta y seca de los números.

El expediente historiaba la muerte de Somoza, daba cuenta de sus últimos momentos; recogía observaciones femeninas de la fiesta en que había perdido la vida un hombre que gobernó 20 años su país; contaba el terror de los presentes al momento de los disparos, y el servilismo de quienes lo acompañaban. Presentaba después la historia de cada una de las tragedias particulares de los acusados por el magnicidio. Frases mal dichas, narraciones contradictorias, rectificaciones, careos dramáticos, y las decisiones de tal tribunal.

Revelaba el hálito mismo de la vida nicaragüense en un momento culminante, el pensamiento del jornalero estrechado por una investigación que sofocaba, la defensa del hombre humilde a quien tomaban como sospechoso, simplemente porque comentó con un amigo la muerte del Dictador, o porque dijo que alguien se parecía a Rigoberto López Pérez. La justificación de un militar que al ser preguntado sobre qué medidas había tomado para asegurar el orden en la ciudad después del atentado dijo:

—Yo supe que había venido un telegrama tal como usted dice (telegrama ordenando que se apresara a todos los opositores de la ciudad de León), y entonces procedí a ello. Al primero que capturé fue a mi yerno Ramiro Gurdián...

Era la vida, con sus angustias y sus servilismos, traducida en preguntas y respuestas.

La fiesta

La fiesta en que estaba Somoza era alegre, y la entrada prácticamente libre, porque vendían intransmisibles en una habitación contigua al edificio del Club de Obreros; Somoza bailó con su esposa y después se instaló en el lugar que le tenían designado, al centro de una extensa mesa...

El general estaba muy contento —dice un testigo— platicaba mucho, platicábamos de política, de su programa de gobierno y de varias cosas más, de mi abuelo y de mi abuela. Al rato llegó un obrero y lo saludó diciéndole:

—¡Hola general!— Dándole la mano fuertemente; entonces mi hermana dijo: —Qué violencia, general... —Así son ellos... contestó él.

Habla una mujer, una mujer que recuerda la expresión al pie de la letra y que teje el cuadro vivo de aquellos instantes con otro recuerdo parecido y femenino:

Después llegó —dice— una señora vestido floreado que usaba un predendor de oro con el nombre grabado de ella, pero no pude leerlo. Habló con el General diciéndole:

—Vengo temblando ante usted, y no sé qué más hablaron.

El Dictador tenía un genio especial que lo hacía pasar de la pose paternalista y bonachona a la terrible; a veces reía, y cuando estrechaba las manos de los obreros o campesinos, procuraba ponerse en el carácter de buen abuelo, o viejo compadre. Pero también era hombre de contestaciones fulminantes y de amenazas que se cumplían. Por eso quizá la mujer del prendedor de oro le dijo: Vengo temblando ante usted..., y después hablaron de negocios.

Somoza había llegado tarde a la fiesta, porque venía de otra que, en ocasión de su nueva candidatura, le dieron en el Club Social. Sus programas en esa clase de giras incluían diez o doce "agasajos", como los llamaba siempre el periódico oficial.

Copas de champaña, cócteles, bailes, banquetes, y después del último banquete, otra copa de champaña, o un nuevo coctail; era "fiestero" por excelencia y sus giras políticas se agotaban en dos o tres discursos adornados con innumerables comilonas organizadas "voluntariamente" por los empleados públicos, a quienes se exigía una cuota bajo pena de perder el puesto si no la entregaban.

A la entrada de esta última fiesta había mucha gente. Yo me escapé de caer ­dice una de las invitadas­ y sentí que alguien me agarraba por detrás, y era el coronel Somoza (Luis), quien me dijo: —No tenga cuidado, negrita, que cae en buenas manos. Los Somoza estaban contentos y el presidente, candidato vestido esa vez de civil, color azul pálido, recibía las felicitaciones de sus amigos, y entre todas ellas, el regalo de un hombre pobre: una funda de cuero para guardar pistolas.

Esto es lo que me emociona ­dijo­ y casi fue lo último, porque un rato después, mientras leía un periódico que le enseñaba el doctor Rafael Corrales Rojas, sonaron los disparos... funda para pistolas y pistola desenfundada, extraño contrasentido de una casualidad que tenía conexión íntima con su vida y con su muerte. Entre pistolas había vivido y tenía que morir entre pistolas.

Los balazos

Rigoberto López Pérez vestía pantalón azul y camisa blanca. Su revólver 38 sonó en el salón de la fiesta rítmico y seguro como una pequeña carga cerrada de triquitraques. Se oyeron unos triquitraques ­dice un testigo­. El general sacudió el periódico, se fue para atrás y dijo: ¡Ay Dios mío Y otro agrega: Me encontraba platicando con el teniente coronel Humberto Cervantes, cuando bruscamente fue interrumpida la conversación por estallidos como de cachinflines; inmediatamente me volví para atrás y alcancé a ver a un hombre de pie frente al señor presidente, que en ese momento todavía disparaba, me parece que con su mano izquierda apoyada a la derecha.

Fue una escena rápida que se borró en el recuerdo de todos los presentes por la corriente de sucesos instantáneos que la siguieron: primero los disparos de los escoltas de Somoza, después el temor esparcido por toda la sala, las salpicaduras de sangre en los ladrillos antes limpios y brillantes, y la confusión de todas las mentes. El caos.

A Somoza lo dejaron solo.

Yo fui a parar como a cuatro metros de la pared sur del edificio ­dijo el alcalde de León­; de allí! me volví donde ocurría la escena, y que todas las personas que estaban alrededor del señor presidente habían desaparecido. Se separaron de la mesa antes deseada del banquete, por temor a que siguieran los disparos, o para evitar que los escoltas armados de ametralladoras hicieran fuego sobre ellos, creyéndolos cómplices en el atentado.

“Me has matado a mí, y has matado al General”, cuentan que gritó una señora a quien las balas de los guardaespaldas del Dictador dieron en un pie, y agrega: —Vi a mi hermana que me dijo: Estás muerta. Yo solo daba gritos y nadie me hacía caso; después llamé a mi marido, pero estaba con el señor presidente; pero alguien me llevó afuera.

Luego del primer impulso dictado por una razón subconsciente que los impelía a salvar su propia vida, los amigos de Somoza regresaban al lugar en que estaba el herido. Uno que todavía tenía su pistola en la mano, le palpó el pecho; otro gritaba que lo rodearan para prestarle seguridades, y un tercero, también revólver en mano, salió a la puerta para pedir una ambulancia y urgir la llegada de los médicos.

En la misma silla en que estaba sentado lo trasladaron a su automóvil y luego al hospital, mientras el cuerpo de Rigoberto López era acribillado a balazos, ya cuando estaba bien muerto.

De los otros heridos hay un pasaje que da una idea del terror y la confusión que reinaron en la fiesta. Está en una frase que el esposo de una estimable dama dijo a un diputado, propietario de una camioneta roja estacionada cerca del lugar de la tragedia:

—Llevá a mi mujer al Hospital, porque si no la llevás, te mato.

 La política

En el expediente estaba descrita también a grandes rasgos la historia del teje y maneje de la política nicaragüense en los últimos años de los Somoza; el servilismo desenfrenado, el espíritu de represión que siempre animaba a los gobernantes contra sus opositores, y la lucha de los paniaguados del tirano por quedar bien y hundir a quienes les hacían sombra. La intriga, hasta en el momento mismo de la muerte de Somoza, está viva en una respuesta que dio el alcalde de León, cuando le preguntaron por el somocista doctor Corrales Rojas, a quien los investigadores querían hacer aparecer como sospechoso:

Ha pasado por ser somocista decidido —dice— pero yo personalmente le había señalado al propio general Somoza en varias conversaciones tenidas con él, que si es verdad que el periódico "El Cronista" alababa a la persona del señor presidente, constantemente atacaba a la Alcaldía, la Departamento de Carreteras, a la Guardia Nacional, y a todos los elementos del Gobierno, que en mi concepto necesitábamos un periódico nuestro, para lo cual el General me había ofrecido ayuda...

Este testigo estaba haciendo el testamento del muerto. Destruyendo a su enemigo dentro de la organización de poder que sucedía a Somoza y congraciándose con los jueces que conocían la causa, que eran miembros de la Guardia Nacional, institución a la cual, según el alcalde, atacaba al periodista. Era una maniobra como tantas otras, una acción que de acuerdo con el conjunto general de todo el juicio demostraba cómo la política y la venganza privaban allí sobre la justicia.

Y cómo se hacía política...?

El oficial que estaba de guardia en el cuartel de León cuando los acontecimientos, lo dice claramente:

—¿Puede decirme si vio usted en el cuartel al comandante Departamental el día 21 de septiembre...?

R.— Lo vi cuando el general Somoza venia del apartamiento donde estaba alojado hacia el Teatro González; él venía adelante con el General. Más tarde, a eso de las 13 horas, antes que terminara la convención, se apareció en un camión de coca—cola con el objeto de que fueran repartidas a los manifestantes. El jefe de la fuerza pública repartiendo coca—cola...

Así era siempre: la fuerza pública (apolítica conforme a la Constitución del país), era la que repartía los refrescos y aún el alcohol consumido por los manifestantes que llegaban a vitorear al eterno candidato.

El mismo oficial de guardia dijo también recordar que la noche del atentado se recibió de Managua un telegrama de Anastasio Somoza Debayle, ordenando la captura de todos los opositores del departamento de León. Telegramas similares cruzaron al mismo tiempo otras partes del territorio nacional, y mientras Somoza herido era trasladado en un helicóptero a la ciudad capital, las cárceles de la República repletaban sus dependencias hasta llegar a la suma de 5.000 hombres.

La muerte de Somoza se utilizó desde el comienzo para poder consolidar los intereses políticos de quienes podían sucederle en el mando.

Los humildes

En la fabulosa pesca de gente cayeron grandes y pequeños, ricos y pobres, viejos y jóvenes.

La sencillez de muchos de ellos dejó en el expediente una prueba de cómo actuaba el tribunal, aún en los momentos en que trabajaba prescindiendo de las declaraciones sacadas con tortura.

Cristian Toruño se llama un hombre que dice haber ido a la plaza principal de León a festejar, como se tituló allí, la enorme plataforma, rimbombante título dado por Somoza a su último documento público; un discurso en el cual prometía nuevamente al pueblo de Nicaragua lo que venía ofreciendo sin cumplir desde hacía 20 años. Toruño festejó la plataforma, bebió alcohol en grandes cantidades, discutió sobre temas musicales y se fue a su casa después de una interminable procesión de cantinas.

Al día siguiente le dieron la noticia del atentado contra Somoza y poco tiempo después lo llevaron al tribunal con el pretexto de que había dicho a un amigo que este se parecía a Rigoberto López.

—¿Por qué lo dijo...?

La contestación fue clara y categórica: Porque se lo habían dicho.

—¿Quién se lo había dicho...?

—Un amigo.

—¿Conocía éste a Rigoberto López...?

—No lo sé.

Y Toruño volvió a contar su historia y recordaba las cantinas en que había estado, para concluir que ya tarde de la noche alguien lo dejó en su casa el 21 de septiembre.

—¿Quién lo acompañó a usted a su casa cuando se fue a acostar?

—José Jirón me dijo que él me había llevado en su jeep.

— ¿Cree usted que llegó solo a su casa...?

—No lo sé.

Y así centenares de historias como ésta; comentarios nacidos de la noticia del atentado, deducciones comunicadas a los amigos se convertían en verdaderos embrollos que mantuvieron durante toda la primera parte del proceso las cárceles llenas de gente.

¿Cómo podía explicar el jefe de la comunidad indígena de Sutiaba una visita hecha a los Somoza la tarde del 21...?

Porque tenía dos años de estar luchando por la comunidad —contestó— y el general Somoza nos había prometido una audiencia para ayudarnos.

—¿Puede decirnos en qué consiste la comunidad...? —preguntó la Corte

Contestó textualmente el testigo:

Sí, el primer terrateniente de Nicaragua, cuyas propiedades pasan de quinientas solo en el departamento de Managua, había llevado su propaganda hasta el extremo de hacer creer a los humildes miembros de una comunidad indígena que él era el origen de su propiedad. Se hacía aparecer como regalando títulos que tenían cientos de años de existir, y cuando sus paniaguados intentaban arrebatar las tierras a los miembros de las comunidades que las ostentaban, él arreglaba el asunto... a veces.

Por eso había que visitarlo, que pedirle, que ir a los festivales dados en su honor, para conseguir que sus voraces amigos o él mismo, dejaran siquiera un poco de tierra para el pueblo.

Pero, ¡ay de los que llegaran a visitarlo el 21 de septiembre, porque éstos tenían que explicar sus motivos, sus intenciones, justificar su posición de amigos del régimen...! Llegaban temblando como la mujer del prendedor de oro, y salieron de las cárceles luego del atentado temblando también.

Los más afectados fueron los residentes del departamento de León, sometidos a la sospecha de la autoridad desde el primer momento, encañonados en las calles de la ciudad por la guardia presidencial, y llevados a un procedimiento de justicia en donde solo el aparato exterior de los tribunales era capaz de producir temor.

Así fue que dejaron allí constancia de la humildad de la familia de Rigoberto López los vecinos de su casa, y cómo la Corte, tratando de buscar elementos que los presentaran como un hombre desequilibrado, o como un hombre lleno de vicios, se encontró con el reverso de la medalla: Rigoberto no tenía novia, no tenía amante, y no bebía.

Las preguntas de la Corte eran imperiosas y sin límite; sobre costumbres, acerca de parentescos, sobre fechas concretas que se remontaban a varios años de distancia, sobre relaciones sexuales... y siempre había que contestarlas.

¿Cómo fue posible el atentado...?

¿Qué medidas de seguridad se tomaron con la llegada del presidente...?

En el expediente constaba que se había cerrado la sucursal de un Banco, que se enviaron soldados de refuerzo a la plaza de León, que la Oficina de Seguridad había mandado a sus sabuesos días antes a hacer toda clase de pesquisas. Señalaron a Somoza los lugares donde podía ir y asientos en que debía sentarse, emplazaron ametralladoras pesadas en los cuarteles, no se confiaron de los soldados acantonados en el destacamento de León y ordenaron que fueran sustituidos por la guardia personal de Somoza. El celo de los esbirros íntimos del Dictador llegó al colmo de que, según dijo a la Corte el propio comandante de la localidad: había echado a empujones, o mejor dicho a culatazos, a un cabo de apellido Obando, que vigilaba a la gente que se acercaba al presidente. El cabo conocía a todo el mundo en León... y quizá hubiera visto a Rigoberto López antes de los disparos.

El sistema cesarista de Somoza contribuyó a causar su muerte, porque desconfiaba hasta de los oficiales del Ejército que no vivían en las inmediaciones de su palacio; sabía que la distancia aleja del corazón del hombre el temor y hace que ya sin este, los ojos se abran a la verdad. Por eso cuando iba de viaje, llevaba sus propias escoltas, como también sus licores y sus cantineros. Nadie se acercaba a él sin que estos perros de presa pudieran antes olfatearlo.

Pero el error estuvo en que a Rigoberto López Pérez no lo conocían y por eso les resultó imposible levantarle la huella. Hombres fieles y conocedores del lugar, como el que capturó a su propio yerno, fueron apartados; militares como el comandante de la plaza en que ocurrió el atentado, fueron puestos a un lado por los científicos de los Somoza, que habían aprendido del F.B.I. la técnica de seguridad personal de un presidente, y la quisieron aplicar a la protección de un hombre que debía un centenar de vidas y haciendas.

No era la solución. Más que político, el caso de Somoza frente a todo su pueblo era personal, porque personalmente había perseguido y matado, sembrado la semilla de un desenlace que tenía irremediablemente que ser también personal... como fue el atentado que le costó la vida.

Si no se confiaba del Ejército, ¿cómo iba a confiar de su pueblo...?

Contra el designio de la Providencia, que por boca de Dios mismo escribió en las páginas del tiempo la sentencia: "el que a hierro mata, a hierro muere", no hay tecnicismos que valgan. En los pequeños detalles de la vida diaria que siempre rodean los acontecimientos trascendentales, está clara esa conclusión.

En el expediente de la Corte, ella se ordena en preguntas numeradas con minuciosidad sajona, y respuestas extraídas con una brutalidad primitiva, hija del temperamento indohispano, tantas veces cruel y despiadado.


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