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Un país roto que la dictadura es incapaz de recoser

El país que se rebeló en 2018 no parece dispuesto a deponer las banderas del cambio, del derecho a la esperanza invicta cada día

También el Gobierno argentino afirmó que está en condiciones de otorgar la ciudadanía a los nicaragüenses declarados "apátridas"

27 de abril 2022

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Franco... tuya es la hacienda...
la casa, el caballo y la pistola...
Mía es la voz antigua de la tierra.
Tú te quedas con todo
y me dejas desnudo y errante por el mundo...
mas yo te dejo mudo... ¡mudo!...
¿Y cómo vas a recoger el trigo
y a alimentar el fuego
si yo me llevo la canción?
León Felipe

Hace cuatro años Nicaragua estalló como sociedad y como Estado en muchos pedazos. Una vez más el país sufrió una dolorosa ruptura que esta vez causó el desplome de todo cuanto había acumulado al menos durante 28 años. Desde entonces, miles de nicaragüenses erran por el mundo, empujados por la persecución oficial, casi 200 son rehenes políticos en las mazmorras de la dictadura, miles sufren secuelas de heridas y torturas, y más de 350 asesinados y sus familiares claman justicia. Cada víctima arrastra su dolor, cada dolor encierra una historia de desgarramientos y cada desgarramiento individual entraña la terrible fractura de todo un país que la dictadura, su causante, nunca será capaz de reparar.


La Nicaragua del 18 de abril de 2018 ya no existe más: feneció, sucumbió, colapsó por agotamiento. Lo ocurrido aquella tarde cambió todo para siempre. Como después de un terremoto, desde entonces nada ha vuelto a su sitio anterior. Ni el Estado como organización jurídica y administrativa, ni la sociedad como organización de la vida cotidiana; ni el aparato represivo, ni la población reprimida, han vuelto a ser las mismas. Pese a todos los esfuerzos invertidos, las fuerzas reaccionarias del orteguismo han fracasado en el intento de resetear ambas esferas para volver al punto de partida, al modelo de diálogo y consenso con los empresarios, a la apatía alimentada por los conciertos de música y los estadios virtuales, y al control del conflicto social a través de las organizaciones corporativas del partido.

En otras palabras, el 18 de abril de 2018 se ha convertido en una especie de eje de lucha política entre las fuerzas conservadoras, que tratan de volver atrás, y las opositoras, que intentan seguir hacia adelante por el camino que abrió la rebelión. Las primeras llevan cuatro años intentando borrar lo ocurrido con escaladas represivas y discursos negacionistas; las segundas queriendo –hasta ahora en vano- cuajar una alternativa para el cambio político, sin una estrategia clara que permita saber qué quieren cuando sean mayores de edad.

Pese a todo lo ensayado, la dictadura, aun queriéndolo, no ha logrado cerrar las heridas que abrió aquel verano nicaragüense. Al contrario, cada día abre una nueva y hace sangrar más las anteriores. Las veces que ha tenido al alcance de la mano aplicar medidas de mitigación de la crisis que llevaran a una normalización de la situación tan siquiera de fachada, ha optado por recrudecer la represión. Cuando tuvo la posibilidad de facilitar la convivencia post crisis, reabriendo las válvulas al disenso y a la tolerancia política, dictó leyes punitivas que criminalizaron los últimos resquicios de libertad que quedaban; cuando pudo organizar elecciones competitivas que de antemano no ponían en riesgo su régimen de dominación, desató una feroz cacería en contra de todos sus competidores potenciales y de los medios de comunicación independientes; una vez consumado el fraude electoral, en vez de abrir un período de pax domine, como lo proclamara después de autoungirse como dictador en enero de 2022, ordenó condenar a presas y presos políticos en juicios paródicos, endureciendo aún más las ya inhumanas condiciones de encarcelamiento; pero tampoco paró allí: por si no tenía suficiente, terminó de aplastar el derecho de asociación ilegalizando ONG, sindicatos, asociaciones humanitarias y organizaciones comunitarias; y cuando se creyó que nada peor podía pasar, la dictadura mandó a cerrar universidades privadas, incluso aquellas cuyos propietarios eran afines al  régimen. Las que no cerró, como la Universidad Centroamericana, las excluyó de la partida del Presupuesto de la República asignada a la educación superior.

Pero tampoco paró allí. Como la vida cotidiana tiene esferas infinitas y es menester de los regímenes totalitarios tratar de controlarlo todo, acto seguido la emprendió en contra de los pocos músicos que quedaban en el país, incluidos algunos hijos de la burocracia orteguista. Por el mismo precio, la dictadura demostró que está dispuesta a llegar a extremos inimaginables como desterrar (sí, sí, expulsar a quien ha nacido en su país, una práctica de los siglos XIX y XX que se creía extirpada para siempre) a quienes, si no podía encerrar por prurito político, tenía que encontrar una manera de dar un escarmiento. Es la misma saña mostrada en contra de miles de exiliados a quienes se niega todos los días el derecho elemental a tener un pasaporte.

No puede la dictadura sanar las heridas porque cada día inventa una causa para hacerse acreedor al castigo supremo. No puede porque no quiere, y no quiere porque su voluntad está alimentada por el instinto profundo de causar daño, de someter y de anular al máximo cualquier expresión de la vida cotidiana que no cuente con su aprobación. Así se ha vuelto delito pensar, opinar, escribir, estudiar, trabajar, querer, viajar… cantar.

Todo ello alimentado por la incertidumbre, la misma enfermedad que padecen todas las dictaduras, cuando, encerradas en sus paranoias, empiezan a ver amenazas hasta debajo de las piedras. Entonces la cacería se traslada a terrenos de sus propias filas. Cada nuevo suceso fomenta las sospechas hacia un colectivo social. La renuncia de un embajador provocó la desconfianza en los funcionarios públicos, las canciones que hablaban de abril arrojaron sombras hacia todos los músicos, y los videos y mensajes de viejos militantes del FSLN hicieron sospechoso de traición a todo el autodenominado “sandinismo histórico”. Como una boa constrictora, la dictadura se cierra cada vez más sobre sí misma, y en sus espasmos oprime a quienes hace cuatro años le sacaron los pies de la hoguera de la rebelión social.

Es inevitable, para conjurar las incertidumbres, el régimen necesita aplastar, depurar, expulsar. Con un país prácticamente paralizado por el temor, con más de 150 000 compatriotas exiliados, sin partidos de oposición y con los liderazgos sociales y políticos en prisión, resulta inexplicable que la dictadura tenga necesidad de inventarse enemigos todos los días, incluso entre sus cómplices, para poder sobrevivir.

Un régimen despótico que solo vive para destruir y permanecer anclado en el pasado, mudo, sin poesía ni canto, no puede recoser un país roto por los cuatro costados. Solo puede aspirar a la pacificación resignada de la sociedad; pero después de cuatro años de resistencia, el país que se rebeló en 2018 no parece dispuesto a deponer las banderas del cambio, del derecho a la esperanza invicta cada día de estos cuarenta y ocho meses de lucha.

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Silvio Prado

Politólogo y sociólogo nicaragüense, viviendo en España. Es municipalista e investigador en temas relacionados con participación ciudadana y sociedad civil.

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