25 de noviembre 2017
Sergio Ramírez recibió el Premio Cervantes 2017. Ramírez es un latinoamericano tranquilo. A diferencia de muchos intelectuales precipitados y vocingleros, este nicaragüense de 75 años acostumbra meditar antes de hablar con calma y en voz baja. Escuchar y pensar lo escuchado son procesos tan importantes como los propios pronunciamientos. Ramírez sabe que la palabra justa nace de un silencio sereno. Quizás es por eso que, cuando él habla, sus palabras tienen una contundencia sin altisonancia que también es escasa en el mundo de habla hispana.
Esa ecuanimidad pausada de Sergio Ramírez me sorprendió gratamente desde que lo conocí. Hace casi dos décadas coincidimos durante unos meses en Alemania. Durante algunas semanas asistí como oyente a su curso sobre literatura latinoamericana en la Freie Universität de Berlín. Ramírez daba sus lecciones sin énfasis ni adornos. Por el contrario, este narrador reconocido por la riqueza de su prosa, hablaba con deliberada sencillez. A menudo detenía su discurso en mitad de una frase que le venía saliendo redonda, para buscar otra forma de expresarse aún más directa y sencilla. Durante estos instantes de silencio era notorio, para mí, que Ramírez estaba afilando mentalmente su “navaja de Occam”: la mejor idea es la que puede expresarse del modo más simple. Al final de cada lección los alumnos lo aplaudían con auténtico entusiasmo, a la manera germánica: golpeando con los nudillos la cubierta de sus pupitres.
Es posible que esa reposada mesura de Ramírez provenga, paradójicamente, de su vida agitada. Nacido y criado en la Nicaragua tiranizada por los Somoza, Sergio Ramírez quiso ser escritor de ficciones desde muy joven. Sin embargo, su época y su país complotaron para alejarlo de su verdadera vocación. Con una voluntad no menos tiránica que la de “Tachito” Somoza, la liberación de su patria exigió el compromiso de Ramírez.
No sé si se habrá reflexionado lo suficiente sobre las dictaduras como escuelas de “ardiente paciencia”. Durante los largos años de resistencia y revolución en Nicaragua, Ramírez se comprometió con un ideal colectivo, postergando pacientemente su compromiso literario personal.
El sacrificio de su vocación no terminó con el triunfo sandinista. Por el contrario, después Ramírez asumió pesados deberes en el gobierno para ayudar en el salto, aún más difícil, de la revolución a la democracia. No pocos talentos literarios han sido destruidos por los deberes y las tentaciones del poder. Se requiere de una excepcional entereza y honestidad para apartarse de esas tentaciones y volver al camino solitario del arte.
Cuando por fin pudo hacerlo, Ramírez redimió todos esos años de autopostergación precisamente mediante el arte. Las experiencias triunfantes y amargas de la política fueron tema para algunas de sus obras. En novelas, cuentos y ensayos ha narrado la historia reciente con esa imparcialidad que Tácito exigía al historiador: sine ira et studio. Ecuanimidad más meritoria todavía porque Ramírez padeció y protagonizó esa historia que luego se ha esforzado en relatar sin ira y con conocimiento.
Esa escuela de ardiente paciencia también parece haber dejado su marca en el estilo de Sergio Ramírez.
Quien lea detenidamente las novelas de Ramírez notará, seguramente, que su lenguaje literario es de una apasionada precisión. Su estilo es rico, variado, plástico y musical a un tiempo. Ocurre a veces que los narradores criados en países de fuerte tradición poética tienen un excelente oído para la música del idioma. Ramírez es heredero de Darío. Su fraseo melódico describe las cosas y los seres logrando que estos “suenen” a lo que son.
Un estilo literario “sonoro” entraña sus peligros. Es como esas sirenas que tentaron a Ulises y sus marineros. Si se deja embelesar por su propia canción el novelista corre el riesgo de que su narración naufrague. Sergio Ramírez se ata al mástil de su oficio para resistirse al embeleso de su propia habilidad. Con disciplina encauza su pasión por el lenguaje poniéndola al servicio de la precisión narrativa.
Abro al azar una novela de Ramírez y encuentro, de inmediato, un pequeño ejemplo de su estilo apasionado y preciso como una navaja (de Occam). En La fugitiva describe un viejo cementerio de Costa Rica: “en las lápidas de mármol, marcadas por las huellas de herrumbre de los tarros de conserva usados como floreros, hay letras de bronce perdidas en los nombres, y fechas borradas, obra de vándalos, podría alegarse, pero los peores entre ellos, conocidos por su inclemencia, son Tiempo y Olvido.”
El Cervantes concedido a Sergio Ramírez premia a un luchador paciente y tranquilo contra el tiempo y el olvido.