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Un cuento infantil de abril

Desde aquel abril funesto, ella perdió la fe. Perdió hasta la fe en Dios y se vengó contra Dios atacando a sus curas y a su iglesia

Managua Nicaragua de noche

Foto: Archivo | Confidencial

Gioconda Belli

1 de abril 2025

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Había una vez un rey y una reina que tan satisfechos se sentían de su reinado que, cuando les llegó el turno de ceder la corona, pensaron que no había nadie en su país que pudiese gobernar tan bien como ellos. Se coronaron dos veces, tres veces, y como se sentían tan capaces e inteligentes decidieron que todos sus súbditos debían obedecerles a pies juntillas, sin rechistar y convertirse en dóciles ovejas que cumplieran sólo sus órdenes. Al pueblo le decían que debían sentirse felices de tener dos personas tan competentes a cargo de los negocios del estado. Llenaron el país de sus símbolos y sus imágenes sonrientes. Pusieron por todas partes el estandarte del que se habían apropiado tras una guerra cruenta. Despacharon a las mujeres y hombres con cuyo esfuerzo se había construido una paz muy costosa y así se libraron de quienes podían reprocharles sus acciones y gobernar a su lado. A los fieles cortesanos que los adulaban y se empeñaban en cambiar leyes y arreglarlas para que la pareja pudiese fingir que respetaba ciertos límites, los premiaban. A estos leguleyos duchos en maniobras oscuras, los hicieron grandes artífices de las leyes del país y capataces de sus designios en todos los poderes de su reino.

Llegó el día en que no se movía una hoja sin la aprobación del rey o la reina. Llegó el día en que, por fin, ellos se hicieron del poder absoluto. Resignada, la gente vivía su vida cada día más reducida a sus negocios o trabajos. Se preguntaban cuándo lograrían que hubiese un cambio, pero veían cerradas todas las alternativas. Muchos hicieron lo de los tres monos: No ver, ni oír, ni decir. Ese estado de cosas tenía muy contenta a la pareja real. La reina, que era muy ambiciosa, empezó a prepararse para llegar a sustituir al rey, cuya salud y lucidez empezaba a declinar. Ella no cesaba de alabar al Dios que se había inventado a su imagen y semejanza. Bendecía su suerte y hacía alarde del control que tenía hasta de los fenómenos celestes, huracanes y terremotos.

Una tarde de abril, le llegaron sus cortesanos a informar que un grupo de sus súbditos se había atrevido a manifestarse en su contra. Ella sacó su espejo mágico y le preguntó: Espejito, espejito, ¿quién es más fuerte que yo? Y el espejo le dijo: Te has dormido sobre tus laureles y pronto te verás rodeada de leones. Enfurecida, ella quebró el espejo y gritó: ¡Nunca! Nunca nadie tendrá más poder que yo. Llamó a sus leales sirvientes, les habló de terribles consecuencias que sobrevendrían si el rey y ella dejaban de gobernar esa tierra bendita, siempre libre. “Vamos con todo”, ordenó, que sepa este grupo de enanos lo que es el poder de mi mandato. Vayan y salven la Patria.

Sus leales sirvientes, hechizados por sus palabras inflamadas de ardor, montaron en sus caballos y a galope salieron a descargar toda la furia de la reina sobre los que se atrevían a desafiarla. El rey, que estaba ausente, regresó y se alarmó porque la gente, viendo cómo los sirvientes vapuleaban a jovencitos y ancianos, se empezó a manifestar en todo el país. Mi reina, un momentito, le dijo él, tratemos de solucionar esto. Ella que siempre le rendía pleitesía para que se sintiera poderoso, tuvo que aceptarlo. De nada va a servir, le dijo. Esta gente sólo entenderá por mal. Se reunieron con los descontentos y ya cuando el rey iba a decir uno de sus muchos aburridos discursos, dos jovencitos lo interrumpieron y le pidieron que se marchara. No podía seguir gobernando tras que sus fuerzas en esos días no sólo habían vapuleado, sino que ya habían matado a 23 compañeros de ellos. Nunca el rey la reina se habían topado con quien les hablara así. Se levantaron y salieron indignados con el pequeño ejército que los acompañó por tierra y aire. 


Con el pasar de los días, más y más personas, se unieron a la protesta de los estudiantes. Más y más jóvenes fueron atacados y asesinados. El rey y la reina pensaron que un castigo ejemplar los haría retroceder. Pero no fue así. No señor. La rebelión se extendió como el fuego. La reina se desesperaba. Sus sirvientes se desesperaban. Viejos militares llegaron a aconsejarles mano dura. La reina no dudó y convenció al rey. Vamos con todo. Nada de compasión. Niños, mujeres, bebés, fueron muriendo en aquella contienda desigual de las huestes armadas del reino contra sus habitantes. Cientos de personas, cientos de jóvenes fueron muriendo por las balas de los ejércitos reales. La reina diseñó su estrategia: “¡Llamaremos a esto un golpe de Estado y sacudiremos la memoria de esta gente acusando a nuestro ancestral enemigo, el imperialismo yanki”. No son ellos, los muertos, las víctimas; somos nosotros! castiguemos a todo el que proteste, acusémoslos de terroristas, encarcelémoslo, rodeémoslos, que no salgan más, que no marchen más, aplastémoslos. Un silencio de muerte se empezó a extender por el reino. El miedo se apoderó de sus pobladores. El miedo y los castigos silenciaron las protestas. Pero el miedo también se apoderó de la reina y el rey. Decidieron que no habría más reconciliación, ni comprensión. ¡O ellos mandaban, o nadie!

Vos no te preocupes, dijo la reina al rey. Vos tranquilo. déjame a mí.

Ya viejo y cansado como un león de caminar lento, el rey prefería quedarse en su casa y dedicarse a las noticias de otros países que le distraían de los problemas locales. La reina se ocupaba de todo. Él admiraba su energía. No paraba. Estaba enamorada del poder, de hacer lo que quería. La soñaba vestida como la Maléfica de las películas. Y eso le gustaba. Hasta él lo prefería. Las veces que se había atrevido a contradecirla, como cuando osó ir a ver a su hermano enfermo, ella se echó a llorar, enfurecida y lo amenazó con dejarle todo el pastel a él. A ver cómo te las vas a ingeniar sin mí, le dijo. A mí que estoy de tu lado en este país donde todos conspiran contra nosotros, aunque no se les note. Ella tiene razón, pensaba el rey. Lo mejor era no volver a confiarse con que la gente los quería. Nunca más. El poder se defendía así tuvieran que usar todas las armas.

En unos años, el país se fue quedando solo. No había crítica que no enfureciera a la reina de tal modo que cortaba fondos, cortaba vidas, cortaba relaciones con sus antiguos amigos. Poco a poco la gente se iba yendo o ella no los dejaba volver. Cualquier asomo de descontento era válido para pasarle la cuenta a los que se atrevían. Un país de cantos y arte se iba convirtiendo en un desierto de alegría verdadera. Ella inventaba ferias y bailes y concursos, pero se sabía que lo hacía para crear la ilusión de un país feliz en un país desgraciado y aterrado.

Con el paso de los años, el miedo y las angustias fueron cambiando los rostros de los reyes. La reina perdió los dientes, su piel se puso amarilla, perdía el pelo y estaba cada vez más flaca. Lo disimulaba envolviéndose en faldas y chales coloridos. El rey salía a dar discursos que ya se sabía desde su primer gobierno. Repetía y repetía. Su voz sonaba cada vez más cascada. Sus lentos pensamientos hacían que la gente contara, divirtiéndose calladamente, el tiempo que pasaba entre una y otra palabra.

¡Pobre reina! A medida que el rey perdía facultades, ella no dormía pensando en todas las hormiguitas -como llamaba a los que la rodeaban- que cuando él se fuera, querrían comérsela por temor a sus artilugios y a su manía mesiánica de creerse Diosa todopoderosa. Y así fue urdiendo una red para protegerse erigiendo a su alrededor un ejército de soldados creados por ella, miles de encapuchados que la defendieran, soldados inventados en la policía y en el ejército porque ella no creía que su poder se mantuviera por la voluntad de sus súbditos. Desde aquel abril funesto, ella perdió la fe. Perdió hasta la fe en Dios y se vengó contra Dios atacando a sus curas y a su iglesia. Casi se había liberado de esos desgraciados y se había liberado de quienes sólo le eran fiel al rey y que ella conocía porque así había sido desde el principio. Cuántos no estaban con él, pero no con ella, a pesar de lo mucho que ella trabajaba, cualquiera podía traicionarla. Ella lo sabía.

A pocos de que los aires de abril le refrescaran la memoria de su “annus horribilis” convenció a su rey de que no esperaran más para hacerla a ella presidenta. Lo puso a trabajar en una fórmula con algo que él dijo al descuido una vez, eso de que ella era copresidenta y que él era tan feminista que ella tenía el 50% del poder.

¿Dormía más tranquila o estaba presa también de sus miedos ahora que ya no le quedaban tuercas que mover para quedarse en el poder?

A la todopoderosa no le quedaba más que esperar.

(Continuará)

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Gioconda Belli

Gioconda Belli

Poeta y novelista nicaragüense. Ha publicado quince libros de poemas, ocho novelas, dos libros de ensayos, una memoria, y cuatro cuentos para niños. Su primera novela “La mujer habitada” (1988) ha sido traducida a más de catorce idiomas. Ganadora del Premio La Otra Orilla, 2010; Biblioteca Breve, de Seix Barral (España, 2008); Premio Casa de las Américas, en Cuba; Premio Internacional de Poesía Generación del ‘27, en España y Premio Anna Seghers de la Academia de Artes, de Alemania; Premio de Bellas Artes de Francia, 2014. En 2023 obtuvo el premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana, el más prestigioso para la poesía en español. Por sus posiciones críticas al Gobierno de Daniel Ortega y Rosario Murillo, fue despatriada y confiscada. Está exiliada en Madrid.

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