13 de noviembre 2022
A mediados de octubre, aproximadamente, el criminal Vladimir Putin puso en marcha una amplia operación militar, esta vez dirigida en contra de la población civil: destruir el sistema eléctrico de Ucrania. Se propone conducir ese país a un apagón total, de duración indefinida, bombardeando centrales eléctricas y grandes centros de distribución de energía y líneas de transmisión, cuyo restablecimiento por parte de Ucrania tomaría años y un costo inadmisible en las condiciones actuales de país en guerra.
A diferencia de lo que ocurre en Rusia, pero sobre todo, en las propias fuerzas militares de ese país, donde la mayoría de sus miembros están, razonadamente, en contra de la guerra, en Ucrania el apoyo a la lucha en defensa de la nación es casi unánime: entre 95 y 96% de la población apoya la posición del ejército de Ucrania, la defensa activa de pueblos y ciudades, los esfuerzos por expulsar al invasor del territorio, el liderazgo de Volodímir Zelenski como factor de unidad ante el poderoso enemigo. Este apoyo ciudadano, lo saben los expertos de todas partes, es la diferencia más sustantiva entre el poderío militar ruso y la astucia táctica y estratégica que los ucranianos han demostrado hasta ahora.
La destrucción del sistema eléctrico ucraniano es el medio. Un eficaz medio. Su objetivo real es minar la moral de la sociedad ucraniana. Erosionar y hasta romper el pacto activo y solidario que existe entre la sociedad ucraniana y su ejército. Putin sabe que al destruir la capacidad de generación y distribución de energía, el espíritu y la disposición de las familias ucranianas, con el paso de los días y semanas, comenzará a debilitarse. Todo ello sin contar con las dificultades reales que para la operación militar de Ucrania representa actuar sin el apoyo de sistema eléctrico que, en principio, crea enormes dificultades para el funcionamiento de internet y las telecomunicaciones.
Toda destrucción de un sistema eléctrico tiene como víctima a las personas y las familias: su estado de ánimo, el funcionamiento de su vida cotidiana, su posibilidad de estudiar, trabajar, informarse y entretenerse. Cuando se dice que el colapso del sistema eléctrico debe computarse como la falla de un servicio público, se afirma una verdad a medias.
El colapso del sistema eléctrico tiene un resultado como el que hemos conocido en Venezuela y como el que han comenzado a padecer los ucranianos: quirófanos y centros hospitalarios que cesan de funcionar, paralización de los medios de comunicación, rompimiento de los mecanismos que permiten que cada ciudadano tenga cómo conectarse con las autoridades, cese del funcionamiento de los equipos que mantienen refrigerados alimentos, medicamentos y otros bienes, interrupción de las operaciones de fábricas y otros centros de trabajo. En una frase: la paralización de casi todo.
Como sabemos, la destrucción del sistema eléctrico venezolano ha sido una de los más tozudos propósitos del régimen de Chávez y Maduro. Se le ha sometido a un programa de desinversión; se ha convertido a sus instituciones en mecanismos para la corrupción; se ha permitido que el deterioro actúe sobre generadores y transmisores; una sucesión de incompetentes han sido designados en las distintas responsabilidades -varios de ellos militares-, como si la dirección del sistema eléctrico fuese una prebenda más a repartir, como se reparten cajas de alimentos, contratos de obras públicas o cargos diplomáticos. El sistema eléctrico venezolano ha sido uno de los botines del socialismo del siglo XXI, como ha sido Petróleos de Venezuela, las obras de infraestructura o la importación de alimentos.
Hay que advertir a la sociedad venezolana, y esto es algo que lamento escribir, que lo ocurrido en el 2019, fue solo el pico de una crisis que está lejos, muy lejos, de haber finalizado. Desde entonces, la recurrente sucesión de cortes eléctricos en todo el país -incluso en Caracas- no ha cesado. Los accidentes, tampoco: no hay semana en la que no ocurra una explosión, una falla de envergadura, alguna incidencia producto de la lluvia o de nada, es decir, el fruto del deterioro, la falta de mantenimiento, la inexistencia de programas de cuidado del servicio.
Pero todavía hay algunas cuestiones fundamentales que debo mencionar aquí, aunque sea de modo muy breve. Y es que las consecuencias de la guerra eléctrica, que es el de un sistema eléctrico obsoleto, carcomido, ruinoso y en permanente estado de fragilidad, tienen otras graves secuelas, proyectadas hacia el presente y el futuro del país.
En primer lugar, en tanto que se ha permitido que el sistema eléctrico venezolano alcance un estado de ruindad generalizada, el monto de la inversión que se requeriría para que alcance una condición de prestar un servicio básico estable y garantizado, es cada día más alto. Algunos expertos han señalado cifras que oscilan entre 15 y 22 mil millones de dólares, solo para una primera etapa, cuyo resultado sería nada más que crear condiciones para reducir las fallas y amenazas que penden sobre casi 90% de las infraestructuras eléctricas.
Lo otro que debo mencionar aquí, es lo perverso y antihistórico que resulta la obligación de hacer tales inversiones, para poner al día una red obsoleta y renqueante, cuando otros países están avanzando en el salto a las energías sostenibles. En vez de concentrarse en la transformación enérgica, Venezuela estará obligada a invertir en una estructura que, inevitablemente, volverá a colapsar porque, en rigor, lo que habría que hacer no es otra cosa que remplazarla en alrededor de 90% del total de su infraestructura.
Cierto es que lo sucedido entre los dos países no admite comparaciones. Pero en sus resultados hay alguna semejanza: lo que Putin ha estado reventando a base de bombardeos en las últimas cuatro semanas, Chávez y Maduro lo han ejecutado por más de dos décadas, con su guerra de baja intensidad contra la sociedad venezolana, que a esta hora vive bajo la amenaza del próximo apagón, del próximo capítulo de la crisis.