13 de noviembre 2016
NUEVA YORK – Ahora que contra todos los pronósticos Donald Trump ganó la presidencia de los Estados Unidos, la duda es si gobernará según el populismo radical de su campaña o adoptará un enfoque pragmático de centro.
Si Trump gobierna en sintonía con la campaña que le valió la elección, podemos esperar agitación en los mercados (de Estados Unidos y el mundo) y perjuicios económicos potencialmente serios. Pero hay buenas razones para esperar que su gobierno será muy diferente.
Los planes de un Trump populista radical incluirían descartar el Acuerdo Transpacífico (ATP), derogar el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (NAFTA) y aplicar altos aranceles a las importaciones chinas. También construir el prometido muro en la frontera con México; deportar a millones de trabajadores indocumentados; restringir la concesión de visas H1B para trabajadores cualificados, necesarios en el sector tecnológico; y derogar la Ley de Atención Médica Accesible (Obamacare), dejando a millones de personas sin seguro médico.
En términos generales, un programa radical llevaría a un importante aumento del déficit estadounidense. Se reduciría sustancialmente el impuesto a la renta de las corporaciones y los ricos. Y pese a la ampliación de la base tributaria, el aumento de impuestos a los gestores de fondos de inversión y el estímulo a la repatriación de ganancias corporativas en el extranjero, el plan radical no estaría exento de costo fiscal, ya que aumentaría el gasto militar y el gasto público en áreas como la infraestructura, y las rebajas impositivas para los ricos reducirían la recaudación unos nueve billones de dólares a lo largo de una década.
Un plan de gobierno radical también supondría cambiar drásticamente el modelo de política monetaria actual; en primer lugar, reemplazar a la presidenta de la Reserva Federal, Janet Yellen, con un halcón monetarista, y luego cubrir las vacantes actuales y futuras de la junta directiva con más de lo mismo. Además, Trump trataría de derogar en su mayor parte las reformas financieras introducidas por la ley Dodd-Frank de 2010; quitar poder a la Oficina de Protección Financiera de los Consumidores; reducir subsidios a la energía alternativa y normas medioambientales; y eliminar cualquier regulación supuestamente perjudicial para las grandes empresas.
Finalmente, una política exterior radical desestabilizaría las alianzas de Estados Unidos y aumentaría las tensiones con los rivales. Su postura proteccionista podría generar una guerra comercial global, y su insistencia en que los aliados se hagan cargo de sus gastos de defensa podría llevar a una peligrosa proliferación nuclear y restar liderazgo internacional a Estados Unidos.
Pero en realidad es más probable que Trump aplique políticas pragmáticas de centro. Para empezar, es un hombre de negocios adepto al “arte del acuerdo”, así que por definición es más un pragmático que un ideólogo con anteojeras. Su decisión de hacer una campaña populista fue táctica y no refleja necesariamente convicciones arraigadas.
Trump es un acaudalado magnate inmobiliario que se pasó la vida entera rodeado de otros empresarios ricos. Es un comerciante astuto, que explotando el clima político de la época buscó congraciarse con los trabajadores republicanos y los “demócratas de Reagan” (votantes demócratas más conservadores, algunos de los cuales tal vez hayan apoyado a Bernie Sanders en la primaria demócrata). Esto le permitió destacarse del pelotón de políticos tradicionales con posturas favorables a las empresas, Wall Street y la globalización.
En cuanto asuma, Trump hará algunos gestos simbólicos para complacer a sus simpatizantes, pero volverá a las tradicionales políticas económicas de derrame orientadas a la oferta que los republicanos han favorecido por décadas. El elegido de Trump para la vicepresidencia, Mike Pence, representa al establishment republicano, y los asesores económicos de la campaña de Trump fueron empresarios ricos, financistas, constructores y economistas ofertistas. Además se dice que analiza designar un gabinete de figuras ortodoxas del partido, entre ellos Newt Gingrich (ex presidente de la Cámara de Representantes), Bob Corker (senador por Tennessee), Jess Sessions (senador por Alabama) y Steven Mnuchin (ex ejecutivo de Goldman Sachs y también asesor durante la campaña).
De modo que los colaboradores probables de Trump (republicanos tradicionales y dirigentes empresariales) definirán sus políticas. El ejecutivo sigue un proceso de toma de decisiones por el que los departamentos y agencias que corresponden a cada caso determinan los riesgos y beneficios de diversas alternativas y luego ofrecen al presidente un menú de políticas limitado para elegir. Y la inexperiencia de Trump lo volverá mucho más dependiente de sus asesores, como también lo fueron los expresidentes Ronald Reagan y George Bush (hijo).
Otro factor que empujará a Trump al centro será el Congreso, con el que deberá negociar cada ley que quiera aprobar. El actual presidente de la Cámara de Representantes (el republicano Paul Ryan) y el liderazgo republicano en el Senado tienen ideas partidarias más convencionales que Trump en temas como el comercio internacional, la inmigración y el déficit. Y la minoría demócrata en el Senado puede apelar a maniobras dilatorias legales (el “filibusterismo” legislativo) para impedir la votación de propuestas de reformas radicales, especialmente si se meten con el gran tabú de la política estadounidense: la seguridad social y Medicare.
Trump también estará controlado por la separación de poderes del sistema político estadounidense, la relativa independencia de organismos públicos como la Reserva Federal y una prensa libre y muy activa.
Pero la mayor restricción para Trump será el mercado. Si intenta aplicar políticas radicales populistas, el castigo no se hará esperar: se derrumbarán las acciones, caerá el dólar, los inversores se refugiarán en los bonos del Tesoro de los Estados Unidos, el precio del oro se disparará, etcétera. Pero si Trump mezcla políticas populistas más moderadas con medidas convencionales promercado, no enfrentará consecuencias negativas en los mercados. Ahora que ya ganó la elección, no tiene razones para preferir el populismo a la seguridad.
Los efectos de una presidencia pragmática de Trump serán mucho más limitados que en el supuesto radical. Lo de descartar el ATP se mantiene (pero Hillary Clinton también lo hubiera hecho). Trump prometió derogar el NAFTA, pero es más probable que trate de hacerle modificaciones como un gesto dirigido a los trabajadores fabriles estadounidenses. E incluso si un Trump pragmático quisiera limitar las importaciones chinas, sus opciones estarían limitadas por un reciente dictamen de la Organización Mundial del Comercio contra la aplicación de aranceles por “dumping selectivo” a productos chinos. Los candidatos extrasistema suelen hablar pestes de China durante la campaña, pero una vez en el cargo comprenden pronto las ventajas de cooperar.
Es probable que Trump construya el muro en la frontera con México (a pesar de que el ingreso de inmigrantes se redujo). Pero en relación con los indocumentados, lo más probable es que sólo caiga sobre los que cometan delitos violentos, en vez de tratar de deportar a entre cinco y diez millones de personas. Y es posible que limite las visas para trabajadores cualificados, lo que puede restar dinamismo al sector tecnológico.
Un Trump pragmático también generará un déficit, aunque menor al del supuesto radical. Por ejemplo, si sigue el plan impositivo propuesto por los congresistas republicanos, la recaudación sólo se reducirá dos billones de dólares a lo largo de una década.
Es verdad que el programa político de un Trump pragmático será ideológicamente incoherente y moderadamente perjudicial para el crecimiento. Pero será mucho más aceptable para los inversores (y para el mundo) que la agenda radical que prometió a sus votantes.
Nouriel Roubini es director ejecutivo de Roubini Macro Associates y profesor de economía en la Escuela Stern de Administración de Empresas de la Universidad de Nueva York.
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