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¡Tropeles y tropelías!

Guillermo Rothschuh Villanueva

5 de febrero 2017

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Donald Trump prometió desde un principio comportarse como un bad boy y lo está cumpliendo. Desde que lanzó sus aspiraciones para sentarse en la Casa Blanca, puso a disposición de los ojos del mundo su libreto y lo está cumpliendo a cabalidad. Muchos creyeron que se trataba de bravuconadas. Entre más díscolo se comportaba, mayor atracción ejercía. El chico ideal para ganar rating. Sabía cómo lograrlo. Su paso por la TV había sido fructífero. Contaba con muchas lecciones aprendidas y empezaba demostrar lo bien que las había asimilado. Su larga carrera —asiduo de las pantallas, patrocinador y conductor de programas— le había enseñado que los estadounidenses sienten especial atracción por los reality show. Una propuesta que les agrada y subyuga.

Para atraer la atención denostó a diestra y siniestra, cuidándose de no ofender al target que tenía en mente. Todos sus disparos eran calculados. Puso su empeño para que los medios acogieran sus desfachateces. Se dedicó con paciencia y esmero a reeditar el aforismo: Bad news are good news. Entre más chabacano y grosero, mayores perspectivas de entrar en la agenda mediática. Comenzó a ganar más y más espacio. Los medios —con excepción de la prensa escrita— acogían sus diatribas. Se atenían a que no llegaría lejos. No pasaría de las primarias. El Partido Republicano contaba con candidatos más experimentados. Terminarían a echar por tierra sus aspiraciones. Los sondeos y encuestas eran lo suficientemente elocuentes. Marco Rubio o Jeb Bush ganarían.


Nunca ocultó que libraba la contienda al margen de las estructuras partidarias, con suficiente antelación se definió como un candidato anti establishment. Su discurso fue endureciéndose. Despotricó contra negros, latinos y musulmanes. Con desconsideración inaudita culpó a mexicanos y migrantes de ser responsables de los bajos salarios y verdaderos agentes de la desocupación. Más duro fue contra los indocumentados, llegaban a ocupar los puestos de trabajo que por derecho propio correspondían a los blancos. Tampoco lo detuvo saber que Columba Garnica Gallo —la esposa del candidato Jeb Bush— tenía raíces mexicanas. Las banderas étnicas y religiosas formaban parte sustantiva de sus ofensas. Mientras las encuestas no se inclinaran a su favor nada pasaba.

Avanzaba impetuoso como un bulldozer, atropellaba, no tenía reparos con nadie. En la acera vecina, Hillary Clinton, debatía su candidatura contra Bernie Sanders, quien seducía a las bases demócratas, por las mismas razones que Trump ganaba adeptos en las filas republicanas. La edad del senador demócrata no era un impedimento. La naturaleza de su discurso y su lejanía con el apparatjik resultaban atrayentes. Al final de una batalla reñida, Clinton fue escogida para representar a su partido. En un gesto noble, Sanders, llamó a sus seguidores a dar el voto a favor de su contrincante. ¿Cuánto caló? Es casi seguro que el endoso fue positivo. Clinton obtuvo una amplia mayoría: tres millones de votos más que Trump. Perdió frente al sistema de votos por delegados.

En una actitud inesperada, Trump celebró las filtraciones de wikileaks. Vio con buenos ojos el hackeo en los archivos del Partido Demócrata. Sus comparsas también celebraron. Julian Assange era rehabilitado por buena parte de los republicanos. Atrás quedaban las condenas, seis años antes —Trump— había dicho que las filtraciones masivas de wikileaks eran una vergüenza. Sarah Palin, entusiasta seguidora de Trump, se había expresado en términos mucho más crudos. Assange era un anti-americano con sangre en sus manos. Todo quedaba en el olvido. ¿Desatendían principios o es que nunca los tuvieron? Mientras abonara a la causa, —Trump y Palin— veían el hackeo como una bendición. La política en Estados Unidos es mucho más ruda que el futbol americano.

La fiesta continuaba, Trump seguía imparable con su sarta de mentiras, la TV hacía caso omiso. Ante tanta impudicia, los diarios estadounidenses asumieron una posición digna: The New York Times y The Washington Post empezaron a desmentirle. En un ejercicio descarado, Trump mentía sin remordimiento. Todos los días a través de Twitter propalaba mensajes cargados de xenofobia e índole misógina. La campaña de miedo se había instalado. Tocaba las fibras más íntimas de un electorado que daba por ciertas sus aseveraciones. Los bulos se desplazan a la velocidad de la luz. Su batalla era de lo más simplista pero muy efectiva: como salvador del país, él encarnaba el bien. Los señalados por su dedo acusador eran los malos. Su plan mesiánico rendía frutos.

Estados Unidos vivía las siete plagas de Egipto, había llegado el momento de redimir a los estadounidenses y liberarlos para siempre del mal incubado. Los infieles debían de pagar cara su osadía. La construcción del muro en la frontera mexicana era para atajar a vándalos y criminales. Los musulmanes también tenían que ser confrontados y él estaba dispuesto hacerlo. La globalización era una especie de anticristo. Las empresas estadounidenses se replegaban hacia su país o serían objeto de grandes aranceles. Las amenazas iban y venían. Diario acosaba y maldecía. Algunas estaciones televisivas mostraron preocupación. Ya era tarde. La postverdad —ese eufemismo convertido en la palabra del año 2016— habían brotado en suelo fértil, germinaban a su favor.

Las agresiones verbales, las exageraciones, acusaciones contra-acusaciones y escándalos, forman parte de ritual electoral de Estados Unidos. Un mal del que han contagiado a buena parte del planeta. Dick Morris, hábil y astuto, estratega y asesor político victorioso de al menos 24 candidatos, en su carrera hacia el senado y para gobernadores, dedica un capítulo especial en El nuevo Príncipe (2002), al recurso del escándalo como parte del arsenal discursivo. Trump lo utilizó sin ambages. Acusaba, vociferaba amedrentaba, arremetía con fuerza, mentía, mentía, sabiendo de antemano que sus narrativas calaban en un sector al que había estudiado previamente, conocía sus debilidades, azuzaba sus miedos y ofrecía la cura. Era salvador que estaban esperando. ¡Les cumpliría!

Encajado en la presidencia de la potencia más grande del mundo, pretende convertir sus dislates en realidad. Ejerce el poder a golpe de decretos. El muro va, vetó temporalmente el ingreso de ciudadanos de 7 países musulmanes, los ataques contra la prensa se han arreciados, había expulsado el español de la página Web de la Casa Blanca y eliminó las secciones destinadas a la comunidad LGBT, los empresarios lucen miedosos, descreyó de los informes de los aparatos de espionaje, su conducta es reactiva: quien opine en su contra es vituperado a través de Twitter. No hay espacio para la disidencia. Mantiene en vilo al mundo y las protestas en su contra prosiguen. ¡Los contrapesos al poder presidencial funcionan! Saben que si no lo paran ahora, ¡mañana podría ser tarde!


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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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