24 de noviembre 2024
El dictador Daniel Ortega presentó el miércoles 20 de noviembre a su dócil Asamblea Nacional un aberrante proyecto de masiva reforma de la Constitución que, entre otras cosas, convertirá a Nicaragua, oficialmente, en un régimen de familia única. De este modo, superará en brutalidad y retroceso a los de partido único prevalecientes en los regímenes totalitarios, y dará un salto de varios siglos hacia un modelo con ecos medievales.
No sorprende: de facto, esa es la modalidad de gobierno prevaleciente. Sin embargo, otorgarle carácter constitucional, junto con otras atrocidades incorporadas a la propuesta, constituye una auténtica monstruosidad y retrata con impúdica crudeza la regresión a la que se ha precipitado su dictadura.
La iniciativa incluye cambios en más de cien artículos de la Constitución, transforma por completo el modelo de Estado de forma que contradice principios esenciales de los regímenes republicanos y toca derechos fundamentales. Por esto, al contrario de lo que aduce el dictador, no se trata de una “reforma parcial”, sino de un nuevo texto que, para tener algún viso de legitimidad jurídica, requeriría convocar una asamblea constituyente. Pero en el país dominado por Ortega, su esposa y vicepresidenta, Rosario Murillo, y algunos de sus hijos, la legitimidad no cuenta. Y como su órgano legislativo es una simple correa de transmisión de esta oscurantista dinastía, la aprobación será expedita.
Entre los cambios más reveladores y consecuentes, el artículo 133 establece que “la Presidencia de la República está integrada por un copresidente y una copresidenta”. Ambos, según el 135, “ejercerán sus funciones por un período de seis años” (actualmente son cinco) contados a partir de la toma de posesión, y tendrán el derecho a la reelección indefinida. La más elemental doctrina jurídica implica que la extensión del mandato no puede ser retroactiva, pero como en la Nicaragua actual cualquier cosa es posible, se aplicará a la pareja gobernante.
Según el artículo 2, la soberanía nacional reside en el pueblo, “a través de un instrumento de democracia directa”, pero el 8 lo contradice, al disponer que ese mismo soberano “ejerce el poder del Estado a través de la Presidencia de la República que dirige al Gobierno y coordina a los órganos Legislativo, Judicial, Electoral y de control de la Administración Pública y Fiscalización y los entes autónomos”. De esta forma, se borra todo atisbo de separación de poderes. De nuevo, es algo que ya ocurre, pero darle rango constitucional traspasa cualquier asomo de pudor.
Lo que pronto será la nueva Carta Fundamental oficializa la privación de la nacionalidad por disposición del régimen y crea una “policía voluntaria como cuerpo auxiliar de apoyo a la Policía Nacional, integrada por ciudadanos y ciudadanas nicaragüenses” dispuestos a prestar sus servicios. El cambio otorga carta de legalidad a los grupos paramilitares como fuerza represiva, como ocurrió de hecho para frenar las protestas populares de abril del 2018.
A pesar de que define al Estado como “revolucionario, socialista y cristiano” (extraña mezcla) prohíbe que personas u organizaciones “al amparo de la religión” realicen actividades que “atenten contra el orden público”, y las obliga a “mantenerse libre de todo control extranjero”, una medida encaminada directamente contra la Iglesia católica. Además, establece que “el Estado vigilará que los medios de comunicación social no sean sometidos a intereses extranjeros ni divulguen noticias falsas”, es decir, que sigan sometidos al control férreo de la dictadura, sin reglas claras ni debido proceso.
Como si lo anterior fuera poco, el travestismo constitucional también se dirige contra los símbolos patrios. Ya no serán solo el himno, el escudo y la bandera azul y blanco, sino también la rojinegra del Frente Sandinista de Liberación Nacional. La fusión entre Estado, partido y familia se incorpora así a la iconografía oficial.
El alto comisionado de las Naciones Unidas para los derechos humanos, Volker Türk, declaró que las reformas “supondrán el golpe de gracia para las libertades fundamentales y el Estado de derecho en Nicaragua, y mermarán aún más los frágiles controles y equilibrios que quedan sobre el Ejecutivo”. Por su parte, el secretario general de la Organización de los Estados Americanos, Luis Almagro, caracterizó los cambios como ilegítimos tanto en la forma como en el contenido, es decir, “una aberrante forma de institucionalización de la dictadura matrimonial en el país centroamericano" y una “agresión definitiva" al Estado de derecho democrático.
Pareciera que el clan dictatorial se siente tan cómodo con su poder omnímodo, que ya no solo lo ejerce, sino también lo estatuye oficialmente sin recato. Es una nueva señal de la perversión que lo caracteriza, pero en sí mismo no puede asegurar su permanencia. Por el momento, parece segura; sin embargo, hasta los reyes del medioevo debieron, a menudo, enfrentar rebeliones.
*Editorial publicado en La Nación de Costa Rica