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Primer, segundo y tercer paraíso

Leí complacido El tercer paraíso. Disfruté la complicidad que me deparó su lectura. Me permitió viajar en el tiempo, a mi niñez y adolescencia

Guillermo Rothschuh Villanueva

4 de septiembre 2022

AA
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I

A Hortensia Galeano, Mina Suárez,

Amadita Meza y María Elba Villanueva


Procuro adentrarme en la lectura sin recurrir a juicios que terminen imponiéndose, sin antes haber sido yo quien gozase o padeciese sus grandezas o debilidades. Me introduzco al paraíso libre de prejuicios o alabanzas, prevenciones que no restan mérito a los críticos. Especialmente cuando trato de conocer cómo supieron a su paladar, autores de mi predilección. Casi siempre prefiero leerlos a posteriori. Hay quienes objetan esta decisión. Los críticos prestan enormes servicios. Jamás lo pondré en duda. No caeré en el despropósito de que alguien quiera decirme qué sabor tiene la menta que me apresto a masticar. Sería darle poder de vida o muerte sobre mis gustos y preferencias.

Recorrer los jardines plantados por Cristian Alarcón, (El tercer paraíso, Premio Alfaguara de Novela, 2022), tomado de su mano, me llevó a rememorar el infinito amor que mi madre profesaba a su jardín. Me produjo regocijo. Estoy seguro que la lectura de su novela le hubiera encantado. Encontraría justificados los centenares de horas que dedicó a diseñar, rediseñar, plantar y trasplantar rosas, flores y claveles, convirtiendo nuestra casa en Palo Solo, en un inmenso vergel. Empeñada en contar con rosas exóticas, su entusiasmo era único. Las perseguía. Se esmeraba por sembrar cerca de nuestras habitaciones las más sugestivas y atrayentes. Una provocación para nuestros ojos.

Sometí la novela de Alarcón —de principio a fin— a una lectura cautiva. Al meterme en sus entrañas tuve como único referente las peripecias de mi madre por contar con las mejores rosas. Doña María Elba involucró a sus dos hijos mayores —Guillermo y Jorge Eliécer. Mis preferencias eran otras. La lectura llegaría hasta después de manos de mi padre; cuando cifraba catorce. Contagió a Jorge Eliécer. El inmenso amor que este guarda por rosas, flores y árboles frutales, es una herencia materna. Yo participaba a medias de esta pasión envolvente. Argumentaba que tenía manos calientes. El pretexto me libraba de plantar nuevas adquisiciones o tener que podarlas. Podía quemar su tesoro.

El narciso creció a su gusto al final del patio, pocas veces fue podado, sus flores rosadas eran un destello dentro del verde follaje. En la pileta teníamos un pequeño cuajipal. No pude librarme de sostener la escalera para que Jorge Eliécer hiciera las podas. Se realizaban a entrada y salida del invierno. Corrían peligro —objetaba— para no involucrarme en la hermosa afición de mi madre. En poco tiempo el patio se convirtió en centro de atracción para quienes llegaban a visitar nuestra casa. Imposible que dejara de provocar admiración. En Juigalpa doce o trece familias disponían de jardines repletos de rosas amarillas, rojas, rosadas y blancas. Negras y azules, casi ninguna.

Mi madre hubiera gozado con las críticas que llovieron a Linneo, acusándolo de vulgar, morboso y pecador. Como resultado de sus investigaciones, clasificó las flores como hermafroditas o poligámicas. Una analogía sexual. No sé cómo hubiera reaccionado al saber que a Linneo gustaban hombres y plantas por igual. El sueco se embarcó en el estudio concienzudo de hierbas y plantas. Atraído por el mundo natural, dedicó sus mejores años a completar su clasificación botánica. Mi madre se hubiera entregado a la lectura de la obra de Plinio el Viejo, citada por Alarcón, para mejorar su jardinería. Mi padre la hubiera secundado. El italiano estaba presente entre sus autores predilectos.

En la medida que avanzaba entre el verdor de las plantas, siembra de hortalizas y exuberancia de colores, Alarcón continuaba embrujándome. Iba en crescendo. La limpieza de su prosa y culto a la familia, no menos intenso que su larga disertación sobre plantas y jardines. Se extasió evocando a distinguidos botánicos: Teofrasto, Plinio el Viejo, Linneo, Clément y Humboldt. Muestra de la sutileza de un escritor que conjuga sensibilidad poética y jardinería, con hechos políticos ocurridos en Chile. El ascenso de Allende y su decapitación por Augusto Pinochet, siendo tangenciales en la novela, adquieren otro relieve por la manera que afectan las vidas de Alma, Elías, Nadia y Pedro.

II

Todavía percibo alborozado la llegada de una araucaria. Mi padre la trajo de Managua. Una muestra de complicidad con su mujer. ¿Se la llevarían de regalo matagalpinos o jinoteganos? El ritual comenzó desde muy temprano. Para sembrarla se escogió el centro del primer jardín. Alcanzó la altura prodigiosa que estas llegan a tener al sur del continente americano. Mi padre saldaba el pinchazo recibido por don Eudoro Suárez. Una mañana lo mandó a llamar al Instituto Nacional de Chontales (INCh). Era su director. ¿Cómo se llama esta planta profesor? Mi padre no supo el nombre. Don Eudoro, vanidoso, le dijo que se llamaba araucaria. La primera en Chontales.

Los fines de semana durante nuestros paseos en La Mula, una planta de verdor encendido, llamó la atención de mi padre. Nos detuvimos y nos acercamos a verlas. Construyó dos jardineras en el contorno norte del corredor. Una mañana nos invitó a que fuésemos por ellas. El potrero del doctor Miguel Durán Zamora, estaba plagado de “Meleros”, una planta chaparra, descollaba por su eterno color brillante. Nos pagaría un córdoba de entonces, por cada plantita que lográramos sacar sin dañar sus raíces. Luego las trasplantamos en las dos jardineras. Tierra de primera, abonos y riegos no fueron suficientes. Se secaron. El intento resultó fallido. Mi madre solo sonreía.

Vista del jardín de la vivienda de la familia Rothschuh Villanueva en Juigalpa. Foto: Cortesía

El trueque de rosas con Amadita, doña Hortensia Galeano y doña Mina Suárez, un intercambio provechoso para todas. Amadita prefería venderlas. Tenía un vivero en su patio. En el viaje hacia donde doña Hortensia y doña Mina, le hacíamos compañía. Jorge Eliécer ponía atención y mostraba interés por conocer los secretos de la jardinería. Las rosas negras escaseaban. Tenerlas constituía signo de distinción. Junto con las azules, eran las más apetecidas. Pocos hogares en Juigalpa contaban con estos colores. Doña Mina tenía un jardín prodigioso. El patio estaba sembrado de rosas, orquídeas, gladiolas, violetas, araucarias y veraneras. El de doña Hortensia era igual de imponente.

En la parte central del tercer jardín, mi madre sembró un laurel de la india, en Chontales se contaban con los dedos de las manos. Junto con la araucaria, fueron distinguidos. A su alrededor levantaron jardineras de ladrillos. En la parte este del muro del patio sembró una amapola. Con sus florecillas rojas, preparaba por las mañanas refrescos para Luzana y luego para Vladimir. Los gorriones se aparecían veloces a chupar su néctar. Como todavía andaba colgada la tiradora en el pecho, mi más grande desafío fue un gorrioncillo tornasol. Desconozco cuántas tejas quebré en el vecindario en mi afán de cazarlo. No me dejaba acercarme. Tuve que dispararle más de veinte veces para poder abatirlo.

Una plaga de zompopos empezó a arrasar con las rosas, en un intento por mitigar la desgracia, mi madre les declaró la guerra. Ante la imposibilidad de terminar con el desastre, se encendieron las alarmas. Los insecticidas no funcionaron. Su agresividad era única. Construyó en la parte alta de las jardineras canales con agua. Debían estar siempre llenos y limpios de las hojas que caían sobre ellos. Encontraban la manera de atravesarlos y colarse en el jardín. Ganaron la partida. Mi madre desistió de las rosas, siguió plantando jazmines, coludos, limonarias, resedas, floripones, lirios, veraneras, azucenas, gardenias, etc., después sembró un árbol de limón. Una delicia. Permanecía cargado.

Doy gracias a Cristian Alarcón, no voy a enzarzarme discutiendo si su obra era o no merecedora del Premio de Novela Alfaguara 2022. Así lo dictaminó el jurado. Leí complacido El tercer paraíso. Disfruté la complicidad que me deparó su lectura. Me permitió viajar en el tiempo, a mi niñez y adolescencia. Todavía veo a mi madre dando órdenes a Felito, conduciéndolo para que pudiese sembrar las rosas que adornaban nuestra casa. Otros habrán recorrido sus páginas para elogiar su arte narrativo y su enorme pasión por un arte en expansión. Producen ganancias millonarias en Holanda, Colombia y Ecuador. Con las rosas no todo es poesía. También son un gran negocio.

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Guillermo Rothschuh Villanueva

Guillermo Rothschuh Villanueva

Comunicólogo y escritor nicaragüense. Fue decano de la Facultad de Ciencias de la Comunicación de la Universidad Centroamericana (UCA) de abril de 1991 a diciembre de 2006. Autor de crónicas y ensayos. Ha escrito y publicado más de cuarenta libros.

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