8 de enero 2016
Washington, DC.– El pasado abril, el Fondo Monetario Internacional proyectó que la economía mundial crecería el 3,5 % en 2015. Durante los meses siguientes, fue reduciendo continuamente su pronóstico hasta llegar al 3,1 % en octubre. Pero el FMI continuó insistiendo —como lo viene haciendo con una predecibilidad casi banal en los últimos siete años— que el año que viene será mejor, aunque con casi completa seguridad se equivoca una vez más.
Para empezar, la tasa de crecimiento del comercio mundial es de un anémico 2 %, frente al 8 % registrado entre 2003 y 2007. Mientras que el crecimiento del comercio durante esos años vertiginosos superó con creces al del PIB mundial —cuyo promedio fue del 4,5 %— últimamente las tasas de crecimiento del comercio y el PIB han sido aproximadamente iguales. Incluso si el crecimiento del PIB supera al del comercio este año, probablemente no vaya más allá del 2,7 %.
La pregunta es: ¿por qué? Según Christina y David Romer de la Universidad de California, Berkeley, los temblores posteriores a las crisis financieras modernas —es decir, desde la Segunda Guerra Mundial— se desvanecen pasados 2 o 3 años. Los economistas de Harvard Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff dicen que son necesarios cinco años para que un país se recupere de una crisis financiera. Y, de hecho, los trastornos financieros de 2007-2008 han desaparecido en gran medida. ¿Cómo se explica entonces la lentitud de la recuperación económica?
Una explicación popular reside en la confusa noción del «estancamiento secular»: la depresión de la demanda de bienes y servicios a largo plazo está socavando los incentivos para invertir y contratar. Pero la demanda solo será débil si la gente carece de confianza en el futuro. La única explicación lógica para esta continua falta de confianza, como lo ha documentado y sostenido meticulosamente Robert Gordon, de la Northwestern University, es el lento crecimiento de la productividad.
Antes de la crisis —y especialmente entre 2003 y 2007— el lento crecimiento de la productividad quedó oculto tras una ilusoria sensación de prosperidad en gran parte del mundo. En algunos países —especialmente en Estados Unidos, España e Irlanda— la suba de los precios de los inmuebles, la construcción especulativa y la toma de riesgos financieros se reforzaban entre sí. Simultáneamente, los países amplificaban el crecimiento de los demás a través del comercio.
China fue crucial para esta bonanza mundial: el gigante en ascenso inundó el mundo con exportaciones baratas y limitó la inflación global. Igualmente importantes fueron las gigantescas importaciones chinas de materias primas —que impulsaron a muchas economías africanas y latinoamericanas— y su compra de automóviles y máquinas alemanes, que permitió a la mayor economía europea mantener en vibrante actividad a sus cadenas regionales de aprovisionamiento.
Esta dinámica se revirtió alrededor de marzo de 2008, cuando EE. UU. rescató del colapso a su quinto mayor banco de inversiones, Bear Sterns. Con los bancos de la zona del euro también profundamente involucrados en el desastre de las hipotecas de alto riesgo y desesperadamente necesitados de dólares estadounidenses, tanto Estados Unidos como gran parte de Europa comenzaron a deslizarse implacablemente hacia la recesión. Mientras que en los años de bonanza el comercio mundial difundió la prodigalidad, ahora diseminaba el malestar. Con la baja de las tasas de crecimiento del PIB de los distintos países cayeron también sus importaciones, y eso llevó a que sus socios comerciales también redujeran su crecimiento.
La economía estadounidense comenzó a salir de su recesión en el segundo semestre de 2009, en gran parte gracias a una política monetaria agresiva y a medidas para estabilizar el sistema financiero. Los responsables de las políticas en la zona del euro, por el contrario, rechazaron los estímulos monetarios e implementaron medidas de austeridad fiscal mientras ignoraban las crecientes dificultades que atravesaban sus bancos. La zona del euro empujó así al mundo hacia una segunda recesión mundial.
Justo cuando parecía que la recesión había terminado, las economías emergentes comenzaron a desmoronarse. Durante años los analistas habían promocionado las reformas en el gobierno y para mejorar el crecimiento que supuestamente habían introducido los líderes de esos países. En octubre de 2012 el FMI celebró la «resiliencia» de las economías emergentes. Como a propósito, la fachada comenzó a resquebrajarse y revelar una verdad inconveniente: ciertos factores, como los elevados precios de las materias primas y los masivos ingresos de capitales, habían estado ocultando graves debilidades económicas, mientras legitimaban una cultura de ostensible desigualdad y rampante corrupción.
Estos problemas ahora se amplían debido a la desaceleración del crecimiento en China, el fulcro del comercio mundial. Y lo peor aún está por llegar. Hay que solucionar el enorme exceso de capacidad industrial y oferta inmobiliaria en China; hay que poner freno al orgullo desmedido que impulsa sus adquisiciones globales y desmantelar sus redes de corrupción.
En pocas palabras, los factores que debilitaron la economía mundial en 2015 continuarán —y en algunos casos pueden incluso intensificarse— en el nuevo año. Las economías emergentes mantendrán su debilidad. La zona del euro, después de disfrutar un aplazamiento temporal de la austeridad, se verá limitada por la apatía del comercio global. La suba de las tasas de interés de los bonos corporativos presagia un menor crecimiento en EE. UU. El colapso del valor de los activos chinos podría disparar turbulencias financieras. Y los responsables de las políticas van a la deriva, con poca capacidad política para poner freno a esas tendencias.
El FMI debiera dejar de pronosticar más crecimiento y alertar sobre la debilidad de la economía mundial, que continuará siendo vulnerable a menos que los líderes del mundo actúen enérgicamente para impulsar la innovación y el crecimiento. Se trata de un esfuerzo que debiera haberse hecho hace ya mucho tiempo.
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Traducción al español por Leopoldo Gurman.
Ashoka Mody, ex jefe de misión para Alemania e Irlanda del Fondo Monetario Internacional, se desempeña actualmente como profesor invitado de Política Económica Internacional en la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales Woodrow Wilson de la Universidad de Princeton.
Copyright: Project Syndicate, 2016.
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