25 de marzo 2017
A un año del viaje de Barack Obama a Cuba, con Donald Trump en la Casa Blanca y en medio de la evidente reacción contrarreformista y represiva de La Habana, los extremos cubanos restan importancia a ese histórico acontecimiento. El oficialismo insular dice que la pasada administración hizo poco por desmantelar el embargo comercial —que a tono con la era de la “postverdad” llama “bloqueo”— o que Obama puso rostro amable al intervencionismo de Washington. El exilio tradicional y sectores de la oposición interna coinciden con Trump en que Obama cedió mucho a cambio de nada.
Ambas percepciones se equivocan al subestimar la trascendencia del cambio en las relaciones entre Estados Unidos y Cuba que operó el gobierno de Obama. A unos y otros les resulta imperceptible el efecto de ese cambio porque lo buscan en el lugar equivocado. En el conflicto cubano predomina un enfoque inmediatista, que aspira a la ganancia máxima en el plazo más corto. Pero en el siglo XXI, las relaciones internacionales no se rigen por esa lógica. El objetivo del cambio de política hacia Cuba no era reforzar ni derrocar el régimen sino facilitar su transición democrática.
El viaje de Obama formó parte de una sostenida aplicación de medidas y acciones ejecutivas, entre 2014 y 2016, destinadas a normalizar diplomáticamente los vínculos entre la Unión Americana y la nación caribeña. La racionalidad que siguió la administración demócrata podría enmarcarse en una variante radical de la “coexistencia pacífica” con China y la Unión Soviética en el último tramo de la Guerra Fría. Obama y su equipo se convencieron de que dos vecinos estratégicos, como Estados Unidos y Cuba, debían relacionarse con apego a las normas de la diplomacia global, con independencia de quien gobernara en La Habana o en Washington.
Ese desplazamiento —que no desaparición— del diferendo dentro del vínculo bilateral tiene, además de múltiples ventajas prácticas (aumento de remesas, regularidad del flujo migratorio y los contactos familiares, colaboración en áreas de interés común, protocolos de seguridad regional, mejores condiciones para acceder a créditos e inversiones, intercambio cultural y académico…) un significado profundo para la historia de Cuba y de América Latina. Reabrir las embajadas en La Habana y Washington fue una decisión de un valor extraordinario, que difícilmente pueda ser revertida, incluso por un presidente tan torpe como Trump.
La normalidad diplomática ayuda a colocar la solución del problema cubano donde debe estar: en la transformación pacífica de las instituciones, las leyes y los liderazgos de ese país caribeño por obra de sus propios ciudadanos. No quiere esto decir que la comunidad internacional y, especialmente, América Latina, deban desentenderse de la falta de democracia en Cuba. Pero la política de Obama ha contribuido a poner las cosas en su sitio y a distinguir las demandas internacionales de respeto a los derechos humanos de las prioridades de la Casa Blanca.
Publicado en Prodavinci