4 de diciembre 2018
Nicaragua nunca ha vivido en su historia un periodo de violencia de Estado tan brutal, en tan breve espacio de tiempo, como el que vivimos desde el 19 de abril. Daniel y Rosario superaron las más diabólicas representaciones que del terror y del crimen político pudimos tener, como pesadilla, los nicaragüenses. Estos siete meses mancharán de sangre inocente la memoria, el alma y la mente del pueblo por generaciones. Nunca, nunca habrá olvido para los crímenes cometidos, como tampoco lo habrá para la usurpación por la fuerza de las armas de todos los derechos cívicos y políticos de nuestros ciudadanos. El Carmen perdurará como el sitio desde donde se ordenó el terror y el horror. Quedará como la referencia de la traición a la nación.
En los momentos más críticos de esta historia y en medio del desconcierto y la desesperanza, en muchas comunidades de nuestro territorio, sacerdotes y obispos se pusieron al frente para proteger y salvar la vida de los insurgentes cívicos.
Desprendidos y heroicos, sin más armas que su fe y amor por el prójimo, los pastores caminaron de día y de noche en medio de disparos, barricadas, amenazas y agravios, sin pensar en proteger sus vidas y sus templos. En medio de la muerte, se abrieron paso, muchas veces solos, desafiando el terror en defensa del pueblo. Por su valentía y arrojo, las turbas organizadas por la dictadura les ofendieron, les agredieron y les insultaron, pero los pastores se mantuvieron firmes. Eso nunca lo olvidaremos. Nadie lo olvidará en Nicaragua.
Pero nuestros sacerdotes y sus jefes los obispos no son ángeles. Son pecadores como todos nosotros, digo, a la luz del Evangelio. Son de carne y hueso. Son parte viva y común del cuerpo mismo de nuestra sociedad; de esta Nicaragua, con sus luces y sombras; con su terrible dolor sin olvido, con su rabia y frustración por falta de justicia.
Los obispos son también parte a tiempo completo de lo terrenal de nuestra vida política. Están subsumidos, como todos, en el drama cotidiano de la patria empantanada; en la desesperanza de una aparente situación sin salida, y en la pugna de intereses de grupos que desde fuera no cesan de presionar y halagar. Y ¿por qué no? también son víctimas de sus propias diferencias, de sus lecturas encontradas sobre la misma realidad y de las mismas debilidades internas, que de ordinaria vemos, en los ámbitos de todos los colectivos humanos. Ellos simplemente, como todos, forman parte integrante de nuestra sociedad, tal cual es. No están humanamente por encima, ni fuera de ella. Ellos, como todos, reflejan también esperanzas y desesperanzas, fe y vacilaciones frente al potencial del pueblo para superar, por su propia capacidad de resistencia y lucha, los obstáculos que parecen hoy insuperables.
Es natural que con la innegable confianza y credibilidad ganada por sacerdotes y obispos, todos esperemos de ellos una voz que aliente la confianza en que pronto vendrán tiempos de justicia, verdad y paz. Esperamos que nos digan que de lo que se trata es de resistir y perseverar, y sobretodo, que nada o muy poco puede esperarse del régimen actual.
Muy pocas cosas podrían ser más dañinas para la voluntad y aspiraciones del pueblo que poner en duda la consistencia de sus pastores. Por ello, separar a los obispos del pueblo es objetivo principal y prioritario del poder. Sembrar la duda sobre su lealtad en medio de la opinión de la gente es una tarea cotidiana del régimen. Alentar las diferencias en el seno de la Conferencia Episcopal, marginar y silenciar aquellas voces más escuchadas por el pueblo es su empeño. Porque debilitar, crear la desconfianza en y entre los obispos es hoy debilitar uno de los flancos más importantes de la resistencia popular. Por ello, no debemos caer en la peligrosa manipulación de los sinceros deseos de diálogo y paz de obispos y sacerdotes.
Por otro lado, para la búsqueda de apresuradas y falsas salidas a la crisis se argumenta como crucial el descenso de las movilizaciones populares. Es vital que se entienda que las multitudes no pueden ni aquí ni en ningún lado marchar masivamente todos los días. Eso no ha ocurrido nunca en la historia. A su vez, la ausencia de manifestaciones diarias tampoco es evidencia de la debilidad de la resistencia popular. El éxito de la insurrección del 79 no se explica sin el ensayo de la “frustrada” insurrección del 78. Debemos reconocer que las pausas son necesarias para el balance, para aprender lecciones y afinar estrategias, para reagruparse y organizarse mejor para la oleada definitiva. Es en estas últimas tareas que debe concentrarse todo el potencial, creativo, organizativo y espiritual del pueblo. Confiar primero y por último en su propia fuerza, persuadidos que el llamado ‘empantanamiento’ lo que realmente indica es que la dictadura, a pesar de haber desplegado todo su terror, no logra ni logrará vencer al pueblo. En estas circunstancias, el tiempo es una guillotina para el régimen, no una fortaleza.
Así como el pueblo, lo mejor de sacerdotes y obispos tendrá por tanto que perseverar en la confianza de los patrióticos objetivos planteados por la gran mayoría; en la justeza de sus gritos y reclamos. La lealtad con la verdad y la justicia deberá prevalecer sobre la melosa y engañosa voz del poder y, sobretodo, de las propuestas de diálogo sin transparencia, sin justicia, sin verdad ni democracia.
Cierto, los obispos no son ángeles. Por tanto, de lo que hoy se trata es de no dejarlos solos a la influencia de los poderosos de dentro y de fuera. Insistimos en lo importante de preservar en la confianza ganada porque ésta es necesaria para triunfar. Y por tanto debemos confiar, pero también debemos estar atentos para demandar de los pastores su apoyo a la resistencia cívica popular y a sus justas exigencias. Que los pastores sigan formando parte, como ayer, del azul y blanco de la patria, es esencial. Pero sobretodo debemos estar claros que, en estos asuntos terrenales, solo el pueblo salva al pueblo.