20 de agosto 2018
El ataque virulento lanzado por la cancillería nicaragüense contra la Comisión Interamericana de Derechos Humanos de la OEA, equivale a una declaratoria de guerra contra esa institución, cuyo informe sobre las graves violaciones a los derechos humanos en Nicaragua tiene el respaldo de veintiún países del continente. Por el “delito” de documentar la peor matanza perpetrada por el Estado en un país latinoamericano --donde no hay una guerra civil, ni un conflicto armado-- el Gobierno acusa a la CIDH de parcialidad, sesgo político, manipulación de los hechos, y complicidad para justificar una intentona “golpista”, que únicamente existe en las burdas maquinaciones de la propaganda oficial.
El propio presidente Daniel Ortega inició esta escalada de ataques en una entrevista con CNN al calificar de “mentiroso” al secretario ejecutivo de la CIDH Paulo Abrao, cuando intentaba descalificar los informes de este organismo que han constatado 322 muertos, como resultado de la violencia estatal y paramilitar.
Unos días después, el Gobierno presentó su informe oficial sobre la violencia, según el cual en 98 días murieron 198 personas, admitiendo, implícitamente, que bajo el mandato de Ortega se ha registrado la peor masacre de la historia de Nicaragua en tiempos de paz. Ni siquiera el hecho de que el Gobierno pretende ocultar 124 muertos, registrados en los informes de la CIDH, le resta gravedad a la matanza oficial que están reconociendo. Pero resulta insólito que se pretenda borrar de la faz la tierra a estas 124 víctimas, cuyas identidades han sido corroboradas con nombre y apellido por la CIDH, y por instituciones nacionales como el Centro Nicaraguense de Derechos humanos (CENIDH) y la Comisión Permanente de Derechos Humanos (CPDH).
La dictadura Ortega-Murillo ha urdido una versión aún más perversa de los “falsos positivos”, que cobraron notoriedad durante el gobierno de Alvaro Uribe. En Colombia, los abusos del Ejército y las fuerzas de seguridad con el asesinato de civiles inocentes, se hacían pasar como si fueran guerrilleros muertos en combate, en el marco de la lucha contra grupos armados irregulares. En Nicaragua, el régimen de Ortega pretende ocultar los asesinatos y las ejecuciones extrajudiciales de más de un centenar de civiles que participaron en la protesta cívica, como si fueran el saldo de homicidios causados por la delincuencia común y accidentes de tránsito. Y lo más deleznable es que se pretende matar otra vez a las víctimas de la represión, al negarles el derecho a una identidad y reducirlos a una cifra.
Cuatro meses después de que se inició la matanza de abril, el régimen de Ortega se niega a presentar una lista de las víctimas de la masacre: los muertos, heridos, presos políticos, y desaparecidos. Los únicos muertos cuyas identidades ha revelado públicamente son 21 policías, mientras oculta los nombres de más de 300 ciudadanos.
De manera que si existiera alguna discrepancia entre la evaluación oficial y la de la CIDH, y si como alega el Gobierno esas personas murieron como resultado de la delincuencia común, y no de la matanza perpetrada por los paramilitares y policías, entonces el régimen debería presentar su lista, con nombres, apellidos y cédula de identidad, para que sean cotejadas con las listas de la CIDH, el CENID, y la CPDH. Ahí están también sus familias, que en medio de la burla y el dolor han enterrado a sus muertos, que ahora el gobierno pretende revictimizar.
Con la llegada de la CIDH y posteriormente del Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI), en Nicaragua se gestó la esperanza de que al menos se lograría el reconocimiento de la verdad, entendiendo que la justicia tendría que esperar una profunda reforma de la Fiscalía y el sistema judicial, con apoyo internacional, bajo un nuevo gobierno democrático tras la salida de Ortega. Pero ahora estamos ante una operación de ocultamiento masivo de las víctimas, orquestada por el Estado, para matar la verdad. Y para no dejar ninguna duda de que la masacre quedará en la impunidad, o en último caso negociada en una amnistía para cubrir a los verdaderos culpables, en el sistema judicial de la dictadura están siendo acusados por “asesinato, crimen organizado y terrorismo” 132 ciudadanos --todos ellos protestantes o simpatizantes de la rebelión cívica--sin que algún policía, paramilitar, o agente del Estado, perpetrador de la represión, haya sido detenido o esté siendo procesado.
A pesar de la represión paramilitar, los juicios amañados contra los presos políticos, las invasiones de propiedades, los despidos en el Estado, las amenazas, y la persecución contra los participantes de las protestas, el pueblo autoconvocado sigue luchando en las calles, demandando elecciones anticipadas y el fin de la dictadura Ortega-Murillo. Solamente con la presión cívica nacional y la condena internacional, ambas al máximo nivel y al mismo tiempo, se podrá alcanzar una salida política en las urnas, con Ortega fuera del poder, en esta lucha por la democracia y la justicia.
Más temprano que tarde, también el secretario general de la Organización de Estados Americanos (OEA), Luis Almagro, tendrá que reconocer que el régimen de Ortega, es una dictadura, igual o peor que la de Venezuela, y actuar en consecuencia. Entonces, esperamos que haga valer lo que dijo ante el Consejo Permanente de la OEA el 11 de julio. Es hora de pasar de las palabras a los hechos.