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Los eslabones más débiles en el ocaso de la dictadura

La resistencia de monseñor Álvarez y los presos políticos, la crisis de sucesión del régimen familiar, y el malestar de los altos funcionarios públicos

Daniel Ortega y Rosario Murillo en la inauguración del nuevo período legislativo de la Asamblea Nacional, en el Centro de Convenciones Olof Palme, el 9 de enero de 2023. // Foto: CCC

Carlos F. Chamorro

10 de enero 2023

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El 10 de enero de 1978, durante la dictadura de Somoza, el asesinato de mi padre Pedro Joaquín Chamorro, periodista, director del diario La Prensa, y luchador político antisomocista, marcó un antes y un después en la historia de Nicaragua. La indignación generalizada que provocó el magnicidio en todos los sectores del país y el reclamo de justicia, desembocaron en un estallido de protesta nacional, que desató la insurrección popular contra el régimen de Somoza.

Cuarenta y cinco años después, en el ocaso de otra dictadura, el legado democrático de un hombre que predicó con la coherencia de su ejemplo: la democracia plena y elecciones libres; pluralismo político y rendición de cuentas; no reelección; separación de la cosa pública de los intereses privados, y lucha contra la corrupción; reformas con justicia social; libertad de prensa y libertad de expresión; representa una hoja de ruta para que Nicaragua vuelva a ser República.


Daniel Ortega inicia hoy dieciséis años consecutivos en el poder: primero, encabezando un régimen autoritario (2007-2017); después, como una dictadura familiar sangrienta (2018-2020); y los últimos dos años (2021-2022) como una dictadura totalitaria. En el siglo XX, durante la década de la Revolución Sandinista, Ortega gobernó como coordinador de la Junta de Gobierno de Reconstrucción Nacional (1979-1984) y como presidente del Gobierno revolucionario (1985-1990).

Sin contar con el intervalo de los 16 años de transición democrática (1990-2006) cuando “gobernó desde abajo” con asonadas y chantajes, desplegando una estrategia de captura del Estado con una poderosa red de tráfico de influencias, Ortega ha controlado el Ejecutivo y los demás poderes del Estado, el Ejército y la Policía, durante 27 años en sus dos etapas como gobernante. Su longevidad en el control del poder total sobrepasó los casi 17 años de Anastasio Somoza García (1937-1947 y 1950-1956), y como el “viejo Tacho” ahora intenta perpetuarse en el poder a través de una sucesión dinástica. Sin embargo, pese a que su esposa Rosario Murillo ya está colocada en la línea de sucesión constitucional como vicepresidenta, la sucesión dinástica del régimen familiar, fuente permanente de fisuras, tensiones y contradicciones, es uno de los eslabones más débiles de la dictadura.

A diferencia de los regímenes de Cuba y Venezuela, que se sustentan en un proyecto político autoritario de Estado-partido, y que lograron traspasar el poder de Fidel Castro a Raúl Castro y a Miguel Díaz Canel en Cuba, y de Hugo Chávez a Nicolás Maduro en Venezuela, la de Ortega y Murillo se distingue por ser una dictadura familiar, un anacronismo en el siglo XXI, que sin apelar a un proyecto político o una ideología, depende cada vez más de la represión, el culto a la personalidad del “comandante y la compañera”, y su discurso de odio y venganza.

Aún bajo la simplificación maniquea de la “troika de la tiranía” de la era Donald Trump –Cuba, Venezuela, y Nicaragua– la mayoría de los gobiernos latinoamericanos y europeos, y sobre todo la izquierda democrática, han hecho una distinción marcada entre el régimen Ortega Murillo, en relación con Cuba y Venezuela. El primero es visto como un régimen bandolero, paria, condenado en la OEA y la ONU por violaciones masivas a los derechos humanos, con votaciones altamente mayoritarias. Los segundos, son cuestionados como regímenes autoritarios que restringen las libertades y la democracia, pero que apelan a razones de Estado para promover una estrategia de negociaciones al final del túnel, pues a diferencia de Ortega sí tienen algo que ofrecerle a la comunidad internacional.

Después de masacrar las protestas cívicas y anular las elecciones, Ortega y Murillo ya no pueden gobernar sin estado policial y sin presos políticos, y tampoco ofrecen un proyecto de transición política. La transición democrática fracasó en los dos diálogos nacionales (2018 y 2019) cuando Ortega se negó a negociar una reforma electoral con la Alianza Cívica por la Justicia y la Democracia, e incumplió el acuerdo de suspender el estado policial. En 2021, finalmente, liquidó la última oportunidad de una transición cuando encarceló a los siete precandidatos presidenciales opositores, ilegalizó a dos partidos políticos, y anuló las elecciones al eliminar la competencia política. Lo que queda ahora es el todo o nada, la imposición por la fuerza del proyecto de sucesión dinástica de Rosario Murillo para radicalizar aún más la represión, o la caída del régimen como consecuencia de su propio desgaste, sus fisuras internas, el impacto de la presión política internacional, la resistencia de los presos políticos, y la recuperación del espacio cívico.

Mientras Ortega vive sus horas más bajas en la política, su sucesora Rosario Murillo invoca un liderazgo burocrático que para muchos, en su propio círculo de poder, equivale a una impostura. Un mando omnipotente que genera relaciones de lealtad basadas en el miedo de sus subordinados y en el temor a la venganza contra sus incontables adversarios en el viejo y nuevo sandinismo. Los hijos de Ortega y Murillo, operadores de los millonarios negocios privados de la familia a costa del Estado, funcionan como enlaces con Venezuela, Cuba, Rusia y China, los aliados internacionales del régimen, pero no existe un “delfín” con su propia base política, liderazgo, o carisma, que pueda apuntalar a Murillo en el poder y posicionarse como el “heredero”.

Ortega y Murillo ciertamente pueden prolongar su permanencia en el poder mientras cuenten con estabilidad económica y los recursos para mantener aceitados los canales prebendarios de control político, y sobre todo la lealtad y la tecnología para dirigir el aparato represivo –Policía, Ejército, espionaje, paramilitares, Fiscalía y tribunal de justicia– pero, a mediano plazo, el sistema tiende a agotarse en la medida en que se sigue reduciendo su base de apoyo político, mientras se genera un creciente malestar entre los altos funcionarios públicos.

En 2022, cuando aparentemente ya no quedaban “enemigos” a la vista, con todo el liderazgo político y cívico político en la cárcel, incluyendo a sacerdotes y obispos de la Iglesia católica, surgió un nuevo sujeto político sospechoso: la desconfianza en los servidores públicos, civiles y militares. Después de una ola de filtraciones sobre corrupción, deserciones, y renuncias, los altos funcionarios públicos han sido sometidos a la vigilancia extrema de la pareja presidencial. Como resultado de esta “cacería de brujas”, algunos exfuncionarios están en la cárcel acusados por corrupción y otros incluso por los mismos presuntos delitos de “conspiración” y “propagación de noticias falsas” que el régimen atribuye a los opositores acusados de “golpismo”.

La corrupción y la pugna entre los operadores políticos de Ortega y Murillo por la robadera en la cúpula no tiene cura ni solución, porque la raíz de la degradación moral del Estado está en la confusión de lo público y lo privado que personaliza la misma familia gobernante. Esa es la principal fuente de la corrupción. En consecuencia, el camino hacia la democracia demanda no solo más información para transparentar las denuncias de corrupción, sino, además, acoger la disidencia de los servidores públicos, que no tienen responsabilidades con la represión y la corrupción, con la garantía de que después de Ortega y Murillo, sí hay futuro como parte de una solución nacional.

La resistencia de monseñor Rolando Álvarez y de los presos políticos también tiene un impacto decisivo en la crisis de sucesión de la dictadura. Ellos representan la esperanza de un cambio democrático. El obispo de Matagalpa, Rolando Álvarez, está preso y hoy será enjuiciado por el presunto delito de “conspiración contra la soberanía nacional” porque no aceptó el destierro que le ofreció el régimen. Bajo arresto domiciliario, con su dignidad intacta, el obispo está desafiando a la dictadura y apela al Vaticano y a la comunidad internacional, para que cese la persecución contra la Iglesia en Nicaragua. Monseñor Rolando Álvarez sigue siendo la voz profética de la Iglesia que Ortega nunca ha podido callar.

En la cárcel de El Chipote, después varias huelgas de hambre y 85 días de incomunicación total, las tres visitas familiares a los presos realizadas en diciembre, por primera vez en un ambiente de respeto, revelan que el régimen cedió parcialmente a la campaña nacional e internacional para que cese la crueldad y el aislamiento en la cárcel. Ortega ha buscado mejorar su imagen y mitigar su aislamiento internacional, sin embargo, aún mantiene el régimen de confinamiento solitario contra Dora María Téllez, la prohibición de lectura y escritura para todos los presos políticos, y el derecho a una visita normal se administra como chantaje. Su pretensión es “normalizar” la condición de los reos de conciencia y silenciar el reclamo de sus familiares, mientras se autoerige en juez y ofrece “cadena perpetua” contra los presos políticos que demandaron elecciones libres. En cambio, la demanda nacional, que ahora debe ser asumida con más fuerza por los defensores de derechos humanos y la comunidad internacional, sigue siendo la anulación de los juicios espurios y la libertad de todos los presos políticos, para iniciar la liberación de toda Nicaragua.

En 2022 hubo un éxodo masivo a Estados Unidos y Costa Rica de más de 328 000 nicaragüenses por razones económicas asociadas a la crisis política, en un país donde no hay salida ni futuro. El crecimiento de la migración representa 3000 millones de dólares en remesas familiares, 17% del PIB, lo cual favorece la estabilidad económica que propugna Ortega. Sin embargo, en 2023 se debilitará el crecimiento económico con menos empleos, más empobrecimiento y encarecimiento del costo de la vida.

La economía seguirá decreciendo, sin colapsar, mientras el liderazgo empresarial está sometido por la extorsión política y económica, y desconectado de cualquier intento de cambio democrático. Ni los empresarios, ni la institución militar, que ha permitido la creación de un ilegal ejército paramilitar, representan factores de cambio.

La resistencia de monseñor Álvarez y los presos políticos, la crisis de sucesión del régimen familiar, y el malestar de los altos funcionarios públicos, son los eslabones más débiles de la dictadura, aunque, a corto plazo, no son suficientes para activar una salida política. Para viabilizar las posibilidades del cambio político, es imperativa también una presión política internacional sostenida en el mediano plazo, incremental, en correspondencia con la magnitud de la represión, para debilitar de forma efectiva los pilares represivos de la dictadura.

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Carlos F. Chamorro

Carlos F. Chamorro

Periodista nicaragüense, exiliado en Costa Rica. Fundador y director de Confidencial y Esta Semana. Miembro del Consejo Rector de la Fundación Gabo. Ha sido Knight Fellow en la Universidad de Stanford (1997-1998) y profesor visitante en la Maestría de Periodismo de la Universidad de Berkeley, California (1998-1999). En mayo 2009, obtuvo el Premio a la Libertad de Expresión en Iberoamérica, de Casa América Cataluña (España). En octubre de 2010 recibió el Premio Maria Moors Cabot de la Escuela de Periodismo de la Universidad de Columbia en Nueva York. En 2021 obtuvo el Premio Ortega y Gasset por su trayectoria periodística.

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