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Las apariencias en la era de la posverdad

Una parte sustancial de la desinformación contemporánea está marcada por elementos reaccionarios, misóginos, racistas, homófobos y neofascistas

Imagen de memyselfaneye, de Pixabay

Marco Schneider

3 de marzo 2023

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Dice el refrán que las apariencias engañan. Pero no siempre. No hace falta ser científico para sospechar que algo se está quemando cuando se ve humo. Sin embargo, corresponde a la ciencia explicar no solo las causas y los efectos, sino por qué las cosas suceden de una manera u otra. Según Marx, si la apariencia y la esencia de las cosas coincidieran directamente, la ciencia sería innecesaria. Para él, la ciencia significa el conocimiento efectivo de la realidad, más allá de las apariencias, sin que por ello las ignoremos. Así, más que suponer que las apariencias (siempre) engañan y buscar la verdad en una esencia que no aparece, se trata de desvelar la razón y el movimiento por el que las cosas aparecen como aparecen, a veces engañando, a veces no, a veces ambas cosas a la vez. A propósito o sin querer.

La esencia de las cosas, en este enfoque, no tiene nada de ultramundano. Solo se refiere a lo que efectivamente es, y eso incluye lo que parece ser, lo que nos parece a nosotros que la observamos. Los charlatanes y los estafadores tienen éxito porque parecen dignos de confianza, pero una persona puede parecer honesta y, de hecho, ser esencialmente honesta.

¿Cómo distinguirlo?


Mucho antes de la aparición del lenguaje, incluyendo sus mil formas de mentira (engaño, patraña, timo, charlatanería), la propia naturaleza ya disponía de un riquísimo arsenal de trucos que confundían esencia y apariencia, al menos desde el reino vegetal. Pensemos en las plantas carnívoras y en sus estratagemas para atraer a los insectos, para los que son esencialmente mortales, aunque (a)parezcan atractivas e inofensivas.

Las telarañas son redes muy finas, pero proporcionalmente muy fuertes, y los camaleones saben ser maestros del camuflaje para defenderse o para atacar. Y hay tortugas de río que permanecen inmóviles bajo el agua, con la boca abierta, de la que emerge un apéndice en forma de gusano para atraer a los peces incautos. La apariencia del apetitoso gusano oculta a la voraz tortuga, que los devorará.

En los mares también hay delicados caballitos de mar que se asemejan a las algas en medio de las cuales se esconden y protegen. No obstante, nadie supera a los moluscos, calamares, sepias, pulpos, que cambian de color, forma y textura según quieran esconderse de sus depredadores o engañar a sus víctimas.

Pero nadie antes que los humanos.

La desinformación es tan antigua que es anterior a la propia especie humana, mas es la desinformación humana, probablemente tan antigua como la propia humanidad, la que nos interesa aquí. Se trata de un juego de apariencias y esencias, desde su modalidad más burda, la mentira pura y dura, hasta la más sutil, hecha de medias verdades, descontextualizaciones y otros recursos.

Sin embargo, a pesar de ser tan antigua, no siempre es la misma, ya que presenta matices y modulaciones históricas, geográficas, retóricas y sociotécnicas que nos impiden afirmar que nada ha cambiado. Y hay, en los últimos años, nuevos movimientos en marcha: el radio de alcance de las redes sociales digitales (desde que se popularizaron), su capilaridad y la velocidad de sus operaciones no tienen precedentes.

Los costes de dinamización de los mensajes son relativamente modestos en comparación con la prensa y la radiodifusión. La precisión comunicacional es, a su vez, mayor, debido a la capilaridad mencionada y al conocimiento de los gustos del público por parte de emisores y mediadores, gracias a la vigilancia de la navegación de todos, omnipresente en las redes. Este conjunto de factores ha alterado sustancialmente el ámbito comunicacional conocido, pero con consecuencias aún imprevisibles, dada la relativa novedad del fenómeno.

Al conjunto de modalidades desinformativas contemporáneas que nacen, fluyen, se desbordan, riegan, alimentan el escenario de la posverdad y se retroalimentan de él lo denomino desinformación digital en red (en adelante, DDR). La noción de DDR se refiere al conjunto de acciones de desinformación transmitidas en las distintas redes digitales existentes, como Facebook, Twitter, Instagram, YouTube, WhatsApp, Telegram, TikTok y similares. No se refiere, por tanto, a las conversaciones cara a cara, a la vieja prensa o a la radiodifusión, aunque ciertamente se nutre y se nutre de ellas.

Es importante señalar esta especificidad porque el coste relativamente bajo de sus operaciones en comparación con los medios tradicionales, su alcance inmenso y personalizado, además de la escasa y difícil regulación de estas acciones en términos técnicos y jurídicos, han favorecido el que el DDR se convierta, en casi todas partes, en un elemento muy influyente de la superestructura ideológica que emerge dentro de la infraestructura de la red digital y, al mismo tiempo, en una inversión (¿marginal?) en ella. Esta infraestructura, a su vez, es un producto precioso y propiedad de la fracción principal del gran capital actual (junto a las finanzas y los sectores armamentista, farmacéutico y energético).

Los límites entre legalidad e ilegalidad se difuminan en este ambiente hasta el punto de que el Parlamento británico, que, en rigor, no puede caracterizarse como expresión de un pensamiento crítico radical, acusó a la empresa de Mark Zuckerberg de actuar como un gangster digital.

La publicidad en torno a las acciones de DDR que comprendieron a Cambridge Analytica, tanto sobre el Brexit como sobre la elección de Donald Trump, ciertamente contribuyó a la popularización de los términos fake news y posverdad. De hecho, en medio del universo de la DDR, uno de los aspectos más delicados es el impacto de las fake news en la formación de la posverdad, en un círculo vicioso o, mejor dicho, en una especie de espiral viciosa de retroalimentación, aparentemente centrífuga.

Una parte sustancial de la desinformación contemporánea está marcada por elementos reaccionarios, misóginos, racistas, homófobos y, en el límite, neofascistas. La movilización de miedos y prejuicios actúa como un caballo de Troya que lleva en su vientre al neoliberalismo, que ya no se atreve a exponerse con franqueza tras décadas de impulsar guerras, destrucción medioambiental y creciente desigualdad social.

El corolario de todo esto es el discurso del odio, el terraplanismo, los movimientos antivacunas y las innumerables teorías de la conspiración, más o menos peligrosas, que convierten la sana desconfianza en las autoridades, característica del pensamiento moderno, en una indigerible mezcla de escepticismo hacia el Estado de derecho, la ciencia, la prensa, y con dogmatismo hacia los del tipo posmoderno.

Las teorías de la conspiración siempre tienen un fondo de realidad mezclado con capas de fantasía. Sus formuladores y propagadores fantasean con explicaciones y soluciones simplistas a problemas del mundo real. Las conspiraciones reales existen. Prueba de ello son las propias teorías conspirativas, fabricaciones fantasiosas producidas por conspiradores reales y difundidas por incautos, desde los más inocentes hasta los más peligrosos.

¿Quién sale ganando? ¿Quién pierde? ¿En qué sentido? ¿Cuál es el gradiente entre el sociópata y el inocente útil en este juego a veces mortal de ganar-perder? ¿Qué se puede hacer para superar este panorama?


*Artículo publicado originalmente en Latinoamérica21.

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Marco Schneider

Marco Schneider

Profesor de Comunicación y Ciencias de la Información de la Universidad Federal de Río de Janeiro (UFRJ). También es coordinador del Centro Internacional de Ética de la Información en América Latina y miembro de la Red Nacional de Lucha contra la Desinformación.

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