15 de marzo 2024
Durante todo este sexenio se ha debatido mucho sobre la polarización diaria de la vida pública, incentivada por el Gobierno, sus oposiciones, pero, sobre todo, por el propio presidente de México desde su privilegiado espacio matutino. Si esa polarización, que es social, política e ideológica, puede ser dañina para el funcionamiento democrático, la actual polarización electoral, de final del sexenio, no sólo es inevitable sino necesaria.
El partidismo invade la opinión pública, en vísperas de la contienda electoral. Para México se trata de un virtual bipartidismo, muy ajeno a su tradición política reciente. En las cinco últimas elecciones federales, de 1994 para acá, han participado tres opciones con respaldo demográfico considerable: una ganadora, otra intermedia y un tercer lugar con peso relativo.
Para hacernos una idea de ese esquema tripartito habría tan sólo que recordar que el tercer lugar, en 1994, con Cuauhtémoc Cárdenas y el PRD ganó casi 6 millones de votos. En el 2000, otra vez Cárdenas y el PRD alcanzaron más de seis millones doscientos mil votos. Entre 2006 y 2018, esa tercera posición obtuvo más de 9 millones con Roberto Madrazo y el PRI en 2006, más de 12 con Josefina Vázquez Mota y el PAN en 2012 y, otra vez, más de 9 con José Antonio Meade y el PRI en 2018.
La mayoría de las encuestas dan una ventaja sólida a Claudia Sheinbaum sobre Xóchitl Gálvez, pero también registran un crecimiento más acelerado de la candidatura de la segunda. Si el escenario electoral es de cierre entre esas dos alternativas, la polarización electoral podría traducirse en un bipartidismo de facto, aunque cada opción no responde a un partido sino a una alianza o coalición de partidos.
Una de las ventajas de ese escenario, triunfe quien triunfe, sería que la ganadora no podría detentar una hegemonía arrolladora. La aspiración al carro completo, tan a flor de piel en los sectores más triunfalistas de Morena y la 4T, se desvanecería en un final cerrado entre Claudia y Xóchitl, ya que a pesar de la recurrencia al voto dividido, el buen desempeño de cada candidata favorecerá a su alianza a nivel legislativo.
Otra de las ventajas de una competencia reñida entre las dos candidatas es que produciría la primera sucesión femenina en la historia de México. Desde los tiempos de Porfirio Díaz, la sucesión presidencial ha sido uno de los grandes dilemas del sistema político mexicano. Hasta el año 2000, esa sucesión se produjo siempre sin alternancia, en diversos contextos autoritarios. Ahora deberá producirse, además, a favor de una mujer.
El inmediatismo de la pugna electoral impide ver la importancia de ese fenómeno en la larga duración de la historia de México. Una importancia que se extiende, también, al contexto latinoamericano, donde México ejerce un liderazgo natural y no siempre bien capitalizado. La presidenta, sea quien sea, debería ejercer contrapesos a viejos y nuevos autoritarismos regionales, todos encabezados por hombres.
*Artículo publicado originalmente en La Razón de México