31 de diciembre 2020
A punto de concluir el año, un balance de las consecuencias producidas por el Covid-19 en América Latina evidencia un saldo preocupante en múltiples ámbitos. El coronavirus golpeó con fuerza a nuestra región, que, antes de su llegada, ya presentaba una combinación letal de Estados débiles, sistemas de salud frágiles, baja calidad institucional y altos niveles de desigualdad, informalidad y pobreza. La democracia también pasaba por un momento turbulento: mientras el apoyo caía a sus niveles más bajos y la insatisfacción aumentaba con fuerza, la ciudadanía expresaba su malestar y desconfianza con las élites y los gobiernos tanto en las urnas como en las calles.
Durante los últimos nueve meses, la pandemia no solo ha segado la vida de cientos de miles de víctimas -convirtiendo a la región en uno de sus principales epicentros-, sino también ha impactado negativamente en los ámbitos económico, social y político-electoral. Debido a la heterogeneidad que caracteriza a América Latina, no todos los países ni los diversos sectores sociales se vieron igualmente perjudicados.
Más de la mitad de las democracias latinoamericanas sufrieron un deterioro de su calidad y un retroceso en materia de derechos humanos, mientras Cuba, Venezuela y Nicaragua profundizaron sus rasgos autoritarios. Este es uno de los principales hallazgos del informe sobre América Latina del Global State of Democracy (GSoD), que publicamos en IDEA Internacional el pasado 17 de diciembre (www.idea.int).
El uso generalizado de los estados de excepción es otra tendencia preocupante. Doce gobiernos democráticos implementaron medidas de emergencia que fueron ilegales, desproporcionadas, indefinidas o innecesarias. Eso produjo una restricción de derechos fundamentales, campañas oficiales de desinformación y serias limitaciones al ejercicio de la libertad de expresión y presiones indebidas sobre medios y periodistas.
La magnitud de la emergencia llevó a emplear a las fuerzas armadas para reforzar cuarentenas y mantener el orden público, ya que en varias situaciones las policías se vieron desbordadas. En algunos países, la respuesta estatal produjo abusos por parte de las fuerzas de seguridad y vulneración a la privacidad de datos para rastrear contagios.
Otra tendencia negativa fue el debilitamiento de la división de poderes. Mientras los Ejecutivos reforzaron sus competencias, los Legislativos vieron interrumpidos sus procesos de deliberaciones y fiscalizaciones, recuperados solo parcialmente cuando entraron en modalidades de sesiones telemáticas. El Estado de Derecho y los mecanismos de control sufrieron igualmente un deterioro, lo que permitió la existencia de nuevos escándalos de corrupción. Eso produjo una fuerte tensión y choques entre poderes, tanto del Ejecutivo con el Legislativo como entre el Ejecutivo y el Judicial que en ciertos países (El Salvador y Perú, entre otros) generaron inestabilidad política y crisis de gobernabilidad.
Protesta social y ciudadanía
El coronavirus produjo una fuerte disrupción en la agenda electoral. Prácticamente todas las elecciones que estaban calendarizadas para el segundo trimestre fueron pospuestas, por atendibles razones sanitarias, para el segundo semestre.
Por su parte, las medidas de emergencia (al restringir derechos como los de asociación y movimiento) pusieron en cuarentena las protestas sociales que habían estado muy presentes a fines de 2019. Sin embargo, al no haberse corregido las causas que gatillaron su irrupción, en los últimos meses venimos observando un rebrote de las protestas en varios países: Colombia, Chile, la Argentina, Guatemala y Perú.
A pesar de este aciago panorama, la crisis vino acompañada de desarrollos políticos positivos.
Primero, la resiliencia institucional y ciudadana en defensa de la democracia, la división de poderes y la libertad de expresión se mantuvo firme.
Segundo, la digitalización acelerada por la pandemia posibilitó procesos de innovación democrática, tanto en la facilitación de muchos trámites burocráticos como en la modernización de procesos para la toma de decisiones con mayor transparencia y eficiencia.
Tercero, en algunos países, la crisis abrió la posibilidad de reescribir los contratos sociales e, incluso, renovar sus constituciones políticas.
Y, cuarto, la gran mayoría de los organismos electorales fueron capaces de organizar elecciones en contextos de pandemia con niveles adecuados de integridad y de participación. En varios casos, estos procesos tuvieron efectos positivos. En República Dominicana facilitaron la alternancia después de 16 años ininterrumpidos de gobiernos del Partido de la Liberación Dominicana. En Bolivia, posibilitaron retomar el cauce democrático después de la grave crisis política de fines del año pasado. Y en Chile, el referendum constitucional de octubre abrió paso a un proceso constituyente inédito que permitió canalizar institucionalmente el estallido social de octubre de 2019. La única excepción fueron las ilegítimas elecciones parlamentarias venezolanas del 6 de diciembre, que se llevaron a cabo sin garantías y sin los mínimos estándares de integridad electoral.
Si es bien aprovechada, esta crisis puede convertirse en una oportunidad para fortalecer, repensar y actualizar nuestras democracias. Para eso, cada país tendrá que internalizar las lecciones del Covid-19 asumiendo su singularidad y similitudes, y poniendo en marcha un proceso de innovación política institucional con el objetivo de mejorar la calidad de la democracia, fortalecer su resiliencia, renovar sus instituciones, fortalecer el Estado de Derecho y garantizar una gobernanza eficaz y democrática.
Viejos y nuevos desafíos
América Latina inicia esta nueva década enfrentando una combinación compleja de viejos y nuevos desafíos. Además, antes de la llegada de la pandemia, la región ya se mostraba rezagada en la adaptación a las transformaciones estructurales en curso como la Cuarta Revolución Industrial, el cambio climático y la reconfiguración de la globalización producto, entre otras cosas, de las crecientes tensiones geopolíticas entre los Estados Unidos y China.
Pero para hacer frente a estos múltiples retos no hay atajos. Existe un sentido de urgencia para impulsar reformas ambiciosas dirigidas a mejorar los estándares socioeconómicos y democráticos, basados en un nuevo modelo de desarrollo y en un crecimiento equitativo, responsable, sostenible e inclusivo.
La agenda 2030 de las Naciones Unidas es una buena carta de navegación. Con seguridad surgirán distintas propuestas sobre cómo lograr esos objetivos de la mejor manera. De ahí la importancia de poner en marcha espacios y mecanismos de diálogo político-económico-social que permitan concretar consensos amplios y viables.
El año próximo será también complejo y desafiante para la democracia latinoamericana. Según el reciente informe de riesgo político del Centro de Estudios Internacionales de la Universidad Católica de Chile, cuatro de los principales desafíos de cara al año próximo son: 1) la incapacidad de los Estados de dar respuesta oportuna y eficaz a las crecientes demandas ciudadanas; 2) la posibilidad de que haya una nueva ola de protestas sociales violentas; y 3) la corrupción, violencia y narcotráfico; y 4) un mayor apoyo a líderes populistas y autoritarios.
En una región marcada por el malestar ciudadano, la pobreza, la desigualdad y el desempleo, la violencia y la corrupción, el inicio de un nuevo super ciclo electoral coloca a América Latina en una coyuntura estratégica: elegir líderes competentes y responsables que den respuestas oportunas, efectivas y democráticas a las demandas ciudadanas o abrir las puertas para una nueva ola de retórica y propuestas populistas o autoritarias. Es mucho lo que está en juego.
Director Regional de IDEA Internacional
Fuente: La Nación de Argentina