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La Ley contra el odio de Maduro en Venezuela

Se ha aplicado para lo que fue pensado: para censurar y para provocar la autocensura, la única vía para mantenerse fuera de la cárcel

Ocho anomalías en las elecciones parlamentarias sin observación electoral. Proyectan abstención mayor del 60%

Ana Niño

2 de noviembre 2020

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En noviembre de 2017 la llamada Asamblea Nacional Constituyente dotó al Gobierno de la Ley constitucional contra el odio por la convivencia pacífica y la tolerancia (Gaceta Oficial 41274 del 8 de noviembre de 2017). Se trata de una norma propuesta por el propio Nicolás Maduro, y discutida con la opacidad que caracteriza a la Constituyente, órgano que hasta ahora no ha producido el primer artículo de la supuesta nueva Constitución, por lo menos para guardar las apariencias.

El examen general de la norma pone en aprietos al concepto y dimensiones de la libertad de expresión, al mismo tiempo muestra el incumplimiento de los estándares para poder regular la libertad de expresar. Primero, porque el artículo 13 impone una prohibición absoluta de mensajes partiendo de conceptos imprecisos: la propaganda de guerra o la apología del odio que constituya incitación a la discriminación, a la intolerancia o a la violencia. Pero en ninguno de sus enunciados se detiene a proponer una mínima aproximación al tema, al menos una descripción que permita comprender su contenido. Porque tal como está redactada, sin ponderación que al menos procure la revisión de cada caso en particular con el chequeo de algunos parámetros, es muy peligroso y genera censura. En un sistema plural que propicia la tolerancia no debería quedar abierta la posibilidad de que todo lo ofensivo o lo crítico pueda equipararse al mensaje o discurso de odio. Se evidencia que se trata de un estatuto para la censura y la autocensura.


Segundo, los artículos 13 y  14 se dirigen contra los mensajes y se criminaliza la expresión sin que quede muy claro qué es lo que se protege. Porque obviamente le dirán que se protege la paz, y las preguntas que siguen son obvias: ¿qué es la paz, y acaso la paz se consigue sólo con represión para evitar el mensaje incómodo?

En tercer lugar, es claro que la libertad de expresión puede ser restringida para privilegiar o proteger, en ciertas circunstancias, otros derechos igualmente fundamentales. Para ello se requiere el cumplimiento de los estándares internacionales (Relatoría para la libertad de expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, Declaración de principios sobre libertad de expresión  Principio No. 5.22. Además, artículo 19 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos), resumidos en el test tripartito, a saber: i) legalidad, es decir la restricción debe estar prevista en una ley previa; ii) necesidad, la restricción debe ser necesaria para asegurar el respeto a los derechos o a la reputación de los demás, la protección de la seguridad nacional, el orden público etc. y iii) proporcionalidad la restricción debe ser acorde con lo que se pretende proteger, y si hay sanción, no debe ser excesiva. En todo caso, siempre se prefiere un sistema de responsabilidades civiles y no penales, por ejemplo, multas en lugar de cárcel.

La sola revisión de las sanciones ya pone en duda la proporcionalidad, se registra la  pena mínima de 10 años de prisión (artículo 20), la revocatoria de la concesión al medio en el que se haya transmitido el mensaje (artículo 22); la multa y bloqueo de portales (artículo 22), la anulación de partidos políticos (artículo 11) y por si fuera poco, el supuesto delito no prescribe (artículo 25).

Pero tampoco cumple con el requisito de legalidad porque el órgano de origen es ilegítimo e inconstitucional. Una asamblea constituyente que no escribe ninguna constitución si no leyes constitucionales, figura  que no existe en el marco jurídico venezolano.

Es una norma destemplada y no pertinente, porque ya varias leyes nacionales prevén la instigación al odio (artículo 285 del Código Penal), la prohibición de mensajes que inciten o promuevan el odio y la intolerancia (artículo 27 Ley Resorteme), los mensajes difamatorios (artículo 444 Código Penal) y tantas otras. De modo que el afán de una nueva norma parece enfocada en ser más coercitiva, y con el fin de judicializar lo que bien podría resolver en la esfera pública. Por último, en virtud del uso que se le ha dado, se muestra que la única necesidad que ese instrumento satisface es la del gobierno, que la ha aplicado a ciudadanos que protestan en su contra y a periodistas que informan lo que al gobierno le molesta. Se ha aplicado para lo que fue pensado: para censurar y para provocar la autocensura, ésta última, al parecer, la única vía para mantenerse fuera de la cárcel.

Les basta amordazar, no evitar el odio: en los juicios que se han abierto no hay sentencia definitiva; los mensajes que supuestamente instigan al odio no han sido borrados de las redes, ni se ha sancionado a Twitter ni a Facebook. Se nota que acá se aplica parte del principio de los totalitarismo, que no necesitan controlar todo si no lo necesario.

Llega la Covid-19 y se lo llevó la represión

En este período de crisis por la pandemia, el Gobierno arrecia sus acciones contra los ciudadanos y periodistas. El patrón de conducta es exacto: censurar la información que sobre las específicas circunstancias de la epidemia vive el personal de salud; limitar el acceso a la información pública y ser  celoso de las averiguaciones y verificaciones que los periodistas pretendan ejercer. Para ello se sirve de la expedita vía que le garantiza su instrumento, la ley contra el odio.

Apenas se iniciaba el confinamiento, agentes de la Dirección General de Contrainteligencia Militar (DGCIM), del Cuerpo de Investigaciones Penales y Criminológicas (CICP) y las Fuerzas de Acciones Especiales (FAES) dieron cuenta de la detención de varios acusados por instigación al odio, figuran en esa lista sindicalistas, personal de salud, funcionarios de una alcaldía, y también periodistas y otros profesionales vinculados a medios de comunicación.

En ese último grupo están el periodista Darvinson Rojas quien escribió unos mensajes en Twitter reportando algunos datos sobre el coronavirus. Eso le valió el mote de instigador al odio. A Nicmer Evans lo fueron a buscar, funcionarios del CICPC y de la DGCIM, por varias horas su familia fue retenida en su propia casa y luego se llevaron a su abogado. Su delito fue haber escrito un mensaje en Twitter.

Lo expuesto nos permite presentar una sustanciosa panorámica de los verdaderos fines del gobierno al instrumentalizar una justa causa, como lo es la paz, valiéndose de la legalización de la censura, en contra vía de lo que la vigente Constitución expresamente prevé.

En modo conclusivo, podemos decir i) que hay que denunciar la criminalización del llamado discurso de odio porque con su sanción –sin más anclaje que el castigo- se sustrae del debate público varios temas que merecen una discusión abierta y con visión política. Con la judicialización el poder secuestra el tema, etiqueta al odiador, y castiga el disenso; ii) las sanciones son exorbitantes y el procedimiento ejecutado por los cuerpos policiales contra los acusados de instigación al odio es tan brutal que fomentan la inhibición de las personas a opinar libremente; iii) es tan vaga e imprecisa que puede ser aplicada a cualquier persona por el solo hecho de criticar la gestión del gobierno. La imprecisión para definir al odio apunta a criminalizar y castigar cualquier expresión que al Gobierno le parezca: un gesto, una foto, un chiste, una parodia, etc; iv) el contenido de sus artículos y la aplicación práctica ha mostrado el irrespeto por el derecho a la protesta y a la manifestación política.

*Abogada. Investigadora de Medianálisis, el Observatorio Venezolano de Fake News y Cotejo.info


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