28 de noviembre 2022
El remedo de elecciones que el orteguismo montó el pasado 6 de noviembre ha significado el acta de condena de la autonomía municipal, justamente 35 años después de haber renacido con la Constitución de 1987. Si el fundador de la dictadura somocista la había cancelado en 1937 suprimiendo las elecciones locales, el jefe de esta nueva dictadura convirtió las elecciones en una pantomima para liquidar los últimos residuos de la autonomía. Sin embargo, a diferencia de 1937, en 2022 sobrevive el municipalismo en su doble expresión: como corriente de pensamiento y como movimiento dentro de la sociedad civil. Al municipalismo nicaragüense le corresponde preservar la institución de la autonomía municipal para que la parodia del 6 de noviembre no sea su acta de defunción.
Como no podía ser de otra manera, el municipalismo nicaragüense tiene sus raíces en la refundación del municipio pivotado en un grupo de personas que trabajaban en la Dirección de Asuntos Municipales y Regionales del Ministerio de la Presidencia en la segunda mitad de los años 80. El nuevo texto constitucional y la Ley de Municipios de 1988 —la famosa Ley 40— fueron el germen de lo que a inicios de los 90 dio lugar a los brotes del primer movimiento municipalista de la historia. En este salto del Gobierno a la sociedad civil hubo exfuncionarios públicos, alcaldes, expertos en la planificación del territorio, abogados y cientistas sociales. Todos con el interés común de poner en primer plano al municipio como espacio de desarrollo comunitario y de participación ciudadana, para lo que reivindicaban la descentralización del Estado.
Al igual que otros movimientos sociales que eclosionaron en los 90, el municipalismo pasó por fases de institucionalización como la creación de la Red Nicaragüense por la Democracia y el Desarrollo Local en 1994, a la que siguieron otras expresiones civiles como las mujeres municipalistas. Estas organizaciones, gracias a la heterogeneidad de sus integrantes, supieron mantener su autonomía respecto a los gobiernos centrales de turno y a los partidos políticos. Debido a ello también fueron capaces de converger con otros actores del municipalismo, como los gremios de alcaldes (AMUNIC) y de los concejales agrupados por vínculos partidistas.
Por razones de espacio no puede hacer aquí un recuento exhaustivo de las luchas y logros alcanzados por el municipalismo. Sin embargo, para oxigenar la desmemoria de los fanáticos del autoritarismo conviene resaltar, grosso modo, solo algunos. Por ejemplo la Ley de Transferencias Presupuestarias a los Municipios, en cuya conquista el municipalismo actuó como un solo movimiento de alcaldes y sociedad civil, en alianza con diputados de distintas bancadas, para fijar en 10% la partida del Presupuesto General de la República a transferir cada año a los municipios. Lo mismo con la Ley de Participación Ciudadana y con la única Política Nacional de Descentralización y Desarrollo Local que ha tenido Nicaragua.
Todos estos cambios se hicieron con el sello del municipalismo, con una lógica de fortalecer el nivel de gobierno más cercano a la población, para hacer del municipio un espacio de desarrollo local asentado en las necesidades de sus habitantes, y una escuela de la democracia donde se construyera la ciudadanía en el cara a cara con sus autoridades. En los últimos 32 años el municipalismo, en sentido contrario del neoliberalismo privatizador y del autoritarismo recentralizador, ha propugnado por una administración pública moderna, eficiente y abierta a la población.
Este es el proyecto que está en riesgo de perderse con este nuevo zarpazo contra el municipio, al igual que 1905 y en 1937: el de un municipio que había ganado peso específico como actor de la política nacional y el de una cultura que privilegiaba las particularidades de los local frente a las camisas de fuerzas impuestas por el nivel central. En esta cultura el municipio ya no era visto como el último reducto del pastel del poder; más bien se había convertido en terreno de fogueo de los futuros cuadros nacionales. De hecho muchos diputados y cargos ministeriales habían dado sus primeros pasos en las alcaldías. En el caso del FSLN, no está de más recordar que su regreso al gobierno nacional estuvo jalonado por la acumulación del poder municipal antes de 2006. También en el campo de la economía el municipio había alcanzado niveles de participación en la generación de la riqueza como nunca lo había hecho.
En cambio, tras el remedo electoral del 6 de noviembre, el municipio ha pasado a tal grado de irrelevancia que en vez de gobernantes, estarán encabezados por una especie “mandadores de hacienda”, a las órdenes de un señor hacendado que pretende dirigirlo todo sin moverse de Managua por miedo al sol, a la lluvia y a las personas.
Ante semejante esperpento, el municipalismo no puede plegar velas esperando que regresen los vientos favorables. Si el tiempo de las maduras, entre 1990 y 2018, fue propicio para su desarrollo y su expresión en formas cada vez más complejas, en esta época de las duras toca defender lo acumulado sin caer por ello en estrategias pasivas. Todo lo contrario. Es el momento de acumular las experiencias, de atesorar las buenas prácticas y sacar lecciones de los errores. Lo primero es salvar la historia: Si la dictadura pretende el olvido y la tierra arrasada, el municipalismo tiene que comprometerse con la memoria y mantener en pie lo edificado aunque sea de manera virtual.
Cuando ya no estén las sombras de la barbarie y haya que reconstruir el país, habrá que hacerlo desde de abajo; es decir, desde los municipios. Entonces, para no partir de cero el municipalismo deberá poner sobre la mesa las evidencias de dónde estábamos cuando llegaron los bárbaros a destruirlo todo, no vaya a ser que los oportunistas de siempre quieran reinventarnos el pasado con sus cinismos.
Las horas bajas también pueden ser una buena ocasión para seguir ampliando el umbral de la ciudadanía aunque se haya vuelto subversivo la formación en derechos y libertades; también para seguir acompañando iniciativas de desarrollo local y de autoorganización que nazcan de las demandas de la población frente a las imposiciones de la metrópoli; y para denunciar la corruptelas y la mediocridad de los capataces locales.
Ahora que el municipio parece condenado a un nuevo período de oscuridad, corresponde al municipalismo mantener viva la luz al final del túnel.