22 de octubre 2018
Estados Unidos sigue estando en un estado de guerra civil. No sólo una guerra civil, sino la guerra civil. En la primera vuelta, allá por los años 1860, la Confederación perdió. Sin embargo, ahora la Confederación está ganando temporariamente. Estados Unidos sigue siendo un país dividido por dos culturas.
Desde el principio, Estados Unidos ha sido un campo de batalla de dos visiones encontradas. El credo fundador de Estados Unidos era que “todos los hombres son creados iguales”. Sin embargo, la realidad fundadora era que los hombres blancos eran mucho más iguales que cualquier otro. Los hombres blancos tenían esclavos, les negaban el voto a las mujeres y se apropiaban de las tierras y de las vidas de los norteamericanos nativos.
Durante la Guerra Civil de 1861-1865, la Confederación esclavista, integrada por 13 estados secesionistas, fue derrotada por 19 estados del norte y luego ocupada por el gobierno federal durante una docena de años. Sin embargo, una vez terminada la “Reconstrucción” en 1877, el sur practicó enérgicamente un racismo sistémico durante casi un siglo, hasta que el Congreso norteamericano sancionó la Ley de Derechos Civiles en 1964 y la Ley de Derecho al Voto en 1965, principalmente con el apoyo de los demócratas del norte. A partir de ese momento, los votantes blancos del sur desertaron del Partido Demócrata en masa. Los republicanos abrazaron la llamada estrategia sureña, basada en resistir el ascenso de los afronorteamericanos y otros grupos minoritarios y en oponerse a toda legislación que les transfiriera fondos, estatus o poder.
Los republicanos así se convirtieron en el partido del sur y los demócratas, en el partido del noreste y de la costa oeste sobre el Pacífico, mientras que el medio oeste y los estados montañosos del oeste se volvieron regiones oscilantes. La región industrial de los Grandes Lagos tendió hacia los demócratas mientras que los estados agrícolas del medio oeste y los estados montañosos se inclinaron por los republicanos. Los estados del medio oeste y los estados montañosos también practicaron la cultura fronteriza de los colonos blancos que reprimía a los norteamericanos nativos y a los inmigrantes asiáticos e hispanos.
La propiedad de armas marca otra división entre los demócratas y los republicanos. La cultura de las armas del Partido Republicano refleja las mismas fuerzas culturales que forjan sus opiniones en contra de las minorías. En un libro brillante, Loaded, la historiadora Roxanne Dunbar-Ortiz nos recuerda que las “milicias bien reguladas” mencionadas en la Segunda Enmienda de la Constitución de Estados Unidos, que consagra el derecho a portar armas, eran grupos de hombres blancos que asaltaban los pueblos norteamericanos nativos y perseguían a esclavos que se habían escapado.
Como sostienen contundentemente Avidit Acharya, Matthew Blackwell y Maya Sen en su reciente libro Deep Roots: How Slavery Still Shapes Southern Politics (Raíces profundas: Cómo la esclavitud sigue forjando la política en el sur), es el legado de la esclavitud y la segregación posterior a la Guerra Civil lo que dio lugar a la actual cultura política del sur. “Al interior de zonas donde antes existía un alto nivel de esclavitud”, demuestran, “es donde resulta más factible que los blancos se opongan al Partido Demócrata, estén en contra de la acción afirmativa y expresen sentimientos que podrían considerarse racialmente resentidos”.
Tanto antes como después de la Guerra Civil, los blancos pobres del sur aceptaban su condición inferior porque valoraban su superioridad sobre afronorteamericanos aún más desesperados. La política racial así bloqueó la aparición de una política de clases, que habría unido a los blancos pobres y a los negros pobres para exigir más servicios públicos pagados con impuestos más altos a las elites blancas.
De los 26 senadores que representan a los 13 ex estados confederados hoy, 21 son republicanos y cinco son demócratas. De los 38 senadores que hoy representan a los 19 estados del norte de 1861, 27 son demócratas y nueve son republicanos (dos independientes, Bernie Sanders y Angus King, hacen cónclave con los demócratas). El presidente Donald Trump es una anomalía geográfica, un racista pro-sureño de la liberal Nueva York. Trump, un defensor de la cultura sureña del hombre blanco, es rechazado por su estado natal (59% de desaprobación en septiembre de 2018). Es más Mississippi que Manhattan.
La división cultural estuvo plenamente de manifiesto en las sesiones del Senado que recientemente confirmaron al juez Brett Kavanaugh para la Corte Suprema de Estados Unidos. Los defensores de Kavanaugh en el Senado eran simplemente hombres blancos del sur y del medio oeste que evitaron el cuestionamiento de la prerrogativa de hombre blanco de Kavanaugh para beber y salir de juerga cuando era joven y, en cambio, atacaron a los acusadores del nominado. Mitch McConnell de Kentucky, un ex estado esclavista, orquestó exitosamente la confirmación de Kavanaugh. Lindsey Graham de Carolina del Sur, el primer estado esclavista en separarse en 1860, fue la defensora más agresiva de Kavanaugh en la Comisión Judicial del Senado y describió las acusaciones de ataque sexual contra Kavanaugh como “la farsa más inmoral desde que estoy en la política”. John Kennedy de Louisiana, otro ex estado confederado, calificó las audiencias como “un espectáculo bizarro e intergaláctico”.
Los demócratas y los republicanos son partidos no sólo de culturas y regiones diferentes, sino también de economías diferentes. Los estados del noreste y del Pacífico lideran en alta tecnología, innovación, educación superior, trabajos bien remunerados e ingreso per capita. El sur está rezagado muy por detrás. Los hombres blancos de clase trabajadora del sur y del medio oeste no sólo defienden su estatus y sus privilegios raciales; también están peleando por sus empleos en industrias donde la automatización y el comercio exterior han erosionado constantemente el empleo.
Los blancos de clase trabajadora del sur saldrían muy beneficiados si abandonaran la política basada en la raza de los republicanos en favor de una política basada en la clase. Después de todo, son las elites corporativas blancas, no los afronorteamericanos, los hispanos y otras minorías pobres, los que privan a los blancos de clase trabajadora de escuelas públicas de calidad, atención médica asequible y seguridad ambiental. Los senadores hombres y blancos del sur sacan provecho de la guerra de culturas en parte para proteger a los donantes ultra ricos de los republicanos, que disfrutan de los recortes impositivos corporativos y de la desregulación ambiental mientras que el partido les echa la culpa a los afronorteamericanos y a los hispanos.
La caída en la predominancia de blancos no hispanos en la población total probablemente haya ampliado la división cultural de Estados Unidos en los últimos 20 años. Y como se espera que los blancos no hispanos se conviertan en una minoría de la población total alrededor de 2045, la guerra civil en curso en Estados Unidos podría empeorar. No terminará hasta que los norteamericanos de clase trabajadora de todas las regiones, razas y etnicidades aúnen fuerzas para exigir impuestos más altos y mayor responsabilidad de parte de la elite corporativa rica.
Jeffrey D. Sachs, profesor de Desarrollo Sostenible y profesor de Políticas y Gestión de Salud en la Universidad de Columbia, es director del Centro de Desarrollo Sostenible de Columbia y de la Red de Soluciones para el Desarrollo Sostenible de las Naciones Unidas. Copyright: Project Syndicate, 2018.