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La expulsión del FSLN de la Internacional Socialista

Lo expulsaron por disparar a la población, por degradarse a escuadrones de la muerte, y la permanencia del poder de una familia como su único programa

Daniel Ortega y Rosario Murillo, entrando a la Plaza de la Fe, el 19 de julio de 2018. Foto: Carlos Herrera

Silvio Prado

18 de febrero 2019

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La expulsión del FSLN de la Internacional Socialista estaba cantada. La declaración de septiembre y la resolución del Comité de Ética no presagiaban otra cosa. Viendo lo que se venía ¿Por qué el FSLN no mandó una delegación de mayor nivel, a la reunión en República Dominicana y en vez de ello mandó a un magistrado que no es miembro del aparato del partido? ¿Por qué no fue su Secretario de Relaciones Internacionales que en teoría debería ser el más ducho en el tema y con más contactos dentro de ese foro de partidos?

La expulsión de la IS ha sido un duro golpe para un partido de gobierno cada vez más aislado internacionalmente, cada vez con menos foros donde esgrimir sus sinrazones; cada vez más paria. No por mucho ignorarlo atenuarán los efectos en una política exterior torpe y de corto alcance.


La historia de la relación de la IS con el FSLN remonta los años 80, cuando los partidos socialdemócratas de Europa y América Latina abrieron sus puertas a esa organización recién llegada a la arena internacional. Beneficiados de su indefinición ideológica y de un no alineamiento confeso con los dos bloques de la guerra fría, los sandinistas eran la novedad, la supuesta mozuela que todos querían llevarse al río, y la IS no iba a la zaga en estas pretensiones.

Menos broncos que los Carlos Andrés, Peña Gómez y otros machos latinoamericanos, los europeos supieron ser los mejores padrinos para llevar del brazo al FSLN a su presentación en sociedad. Brandt, Palme, González e incluso de Miterrand, se mostraron más flexibles con la criatura recién llegada. Pero no por ello fueron más tolerantes con las demoras que se tomaba el Frente para institucionalizar el Estado revolucionario. Por ejemplo, jamás se desmintió que las elecciones de 1984 se hubiesen celebrado por presiones de los amigos socialdemócratas.

Los años 80 fueron la escenificación de una relación de conveniencia. A la IS, entonces una organización de mucho peso en la política internacional, una cuña entre el Este y el Oeste, le daba cierto cachet contar con la participación del FSLN como observador en sus reuniones. Para el FSLN era el foro para llevar sus puntos de vista y equilibrar la correlación de fuerzas con la política norteamericana, que intentaba aislar a la revolución sandinista.

Tantos años participando en las reuniones ordinarias y congresos mundiales y regionales de la IS le permitió tejer una amplia red de contactos personales e institucionales, a tal punto que era imposible que se urdiera alguna movida contra el FSLN sin que se supiera en Managua en qué consistía y quién estaba detrás (casi siempre Carlos Andrés). En el DRI se decía que antes de que los conspiradores cabildearan sus planes, el FSLN ya había hablado dos veces con quienes de verdad mandaban en el foro (léase alemanes, suecos, españoles y franceses).

La reacción -homologable a un comportamiento democrático- aceptando la derrota de 1990 y la tímida institucionalización del FSLN con sus congresos contribuyó a que ingresara como miembro pleno. Pero también coincidió con la caída del muro de Berlín, la desaparición del conflicto Este-Oeste, y el inicio del declive de los gobiernos socialdemócratas, y con ello la pérdida del protagonismo de la IS en la arena internacional. En otras palabras, la relación de conveniencia se descafeinó favoreciendo ligeramente al FSLN durante su travesía por el desierto de la oposición, un tránsito al que también ayudaron las alianzas regionales dentro del Foro de Sao Paulo, y más tarde el chavismo y sus petrodólares.

Pero entonces, ¿por qué se rompió el amancebamiento entre la IS y el FSLN, máxime cuando a la primera le daba prestigio acoger en su seno a partidos gobernantes?

Muy sencillo. Aún en una organización internacional donde hay partidos de todo pelo, incluidos algunos de credenciales poco democráticas, los comportamientos autoritarios extremos dejaron de ser tolerables; peor aún si había de por medio acusaciones tan graves como los crímenes de lesa humanidad alegados por el informe del GIEI.

Era impensable que semejantes antecedentes que no tendrían repercusiones en la reunión del Consejo la IS. De allí que no está de más preguntarse: ¿Supo la Secretaria Internacional del FSLN lo que se estaba cocinando o no? Si lo supo, ¿preparó alguna estrategia para contrarrestar la que se le avecinaba? ¿Por qué no mandó una delegación de mayor nivel, a funcionarios que conocieran mejor las interioridades de la organización, si no que se limitó a enviar a un señor que ni es del aparato del partido, ni es muy conocido por sus habilidades de driblar en el proceloso terreno de los partidos políticos no afines? Y nuevamente, ¿Por qué se quedó en Managua el flamante Secretario de Relaciones Internacionales? Tal vez porque sólo sirve para ir a reuniones del Foro de Sao Paulo, donde se siente más cómodo en terreno amigo.

En caso de que no se haya enterado lo que le esperaba en Sto. Domingo, ¿cómo puede ser posible que ningún partido aliado se lo hubiese advertido? ¿Dónde están las redes naturales que mediante el contacto personal se van desarrollando en las reuniones?

Resulta difícil creer esta última posibilidad. Por eso no se puede menos que concluir que el FSLN pecó de prepotente, de inmovilista y de torpe. Por creer bastaba con el discurso del golpe de Estado para convencer a quienes tenían otras evidencias de lo que pasa realmente el país. Por no hacer nada antes ni durante la reunión, por esperar que las imágenes de la masacre, de los muertos, de los exiliados y de los presos políticos se desvanecieran por obra y gracia del discurso de magistrado-“cuadro” político. Por no tener estrategia, por creer que la improvisación y las diatribas en plenarios bastarían para conjurar una suerte que ya estaba echada.

Pero sobre todo, el FSLN lo echaron de la IS por representar la brutalidad del verdugo, la falta de escrúpulos del asesino y la falta de empatía del sicópata con el dolor causado a los demás. Lo expulsaron por disparar contra la población, por haberse degradado a escuadrones de la muerte, a una organización que ha hecho de la violencia su bandera y la permanencia del poder de una familia su único programa.

Ahora podrán decir, como Cantinflas, que de “mejores lugares lo han corrido”, pero no podrán negar que cada vez más están el peor de los lugares posibles: en el vertedero de los criminales.

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Silvio Prado

Silvio Prado

Politólogo y sociólogo nicaragüense, viviendo en España. Es municipalista e investigador en temas relacionados con participación ciudadana y sociedad civil.

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