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Los jóvenes posrevolución en Nicaragua

En espacios privados es donde los jóvenes hablan de y hacen política desde una perspectiva que no es la de otras épocas

Jóvenes universitarios en la cafetería de una universidad de Managua. Carlos Herrera/Confidencial.

Elvira Cuadra

7 de junio 2016

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Por hoy dejo el habitual estilo en mi blog para escribir sobre las actuales generaciones de jóvenes en Nicaragua, a propósito de un debate que está abierto desde hace tiempo y que se ha extendido durante los últimos meses. Un debate que me parece válido y oportuno porque está vinculado con dos preguntas que desde mi punto de vista son claves para el futuro: ¿qué cambio queremos para Nicaragua?, y ¿quiénes son los actores del cambio?

Mis reflexiones sobre los jóvenes en Nicaragua se iniciaron hace unos 13 años cuando en el Centro de Investigaciones de la Comunicación (CINCO), junto con Sofía Montenegro, nos atrevimos a hacer un estudio a fondo sobre los jóvenes y la cultura política. En ese momento nos enfocamos en el grupo que llamamos la generación de los 90, es decir, los muchachos que nacieron durante los 80, que para esa época eran adolescentes y jóvenes adultos. Casi diez años después hicimos la segunda investigación que esta vez se centró en los jóvenes de la generación del 2000, o bien, los  que habían nacido en la década de los 90. Los dos grupos podrían considerarse las primeras generaciones del período pos revolución.


Los estudios incluyeron encuestas nacionales, grupos focales y entrevistas, y la riqueza de información en ambas es enormemente reveladora sobre estos dos grupos de jóvenes. En la primera investigación nos sorprendió mucho que los jóvenes se declararan mayoritariamente creyentes y no solamente creyentes, sino practicantes. Al inicio pensamos que se trataba de un error en los datos de la encuesta y pedimos verificarlo. ¡Sorpresa! El dato estaba bien. Eso nos desencantó mucho porque, si a eso le sumábamos su gran apego a la familia, los deseos de emigrar y su “desinterés” en la política, no quedaba más que pensar que se trataba de un grupo apático e indiferente, tal como ya se afirmaba en distintos sectores sociales. Las entrevistas y los grupos focales nos dieron una nueva perspectiva.

El supuesto desinterés en la política en realidad es un rechazo a las prácticas, formas y actores convencionales de la política, además de un cierto desencanto con las propuestas y discursos desde las organizaciones juveniles y sociales pues sienten que no los representan. Estas respuestas prácticamente se repitieron en la segunda investigación, con la diferencia que la generación del 2000 se autodefinía más claramente en cuanto a su ideología política y se mostraban más dispuestos a participar en política si los invitaban. La interpretación de estos resultados se convirtió en un reto en las dos ocasiones, porque nos pedía a gritos una perspectiva no prejuiciada y a la vez, tratar de revelar aquello que en ese momento estaba oculto por lo aparentemente evidente.

Tres comentarios desencantados se sumaron a una inquietud que se instaló en mí y duró varios años: uno de ellos fue una pregunta que me formuló un señor luego de la primera investigación, quien se interrogaba sobre los hijos que hemos criado; el segundo, fue el comentario de una amiga feminista luego de la segunda investigación, quien decía que se sentía decepcionada por lo “conservadores” que eran esos jóvenes; y el tercer comentario, más bien pregunta, vino de una joven activista quien me preguntaba con cierto descorazonamiento si estos jóvenes entonces se iban a movilizar más por reivindicaciones como tener una casa o vivir bien que por ideales como la libertad, la democracia y los derechos ciudadanos. De mi lado, la gran pregunta era por qué estos jóvenes estaban tan apegados a la familia y a las iglesias, y por qué no se atrevían a salir a la calle para hacer política. De esa pregunta salió la investigación para mi tesis.

En el ejercicio de esa investigación hice un recorrido que me llevó a dejar atrás varios y grandes prejuicios sobre los jóvenes, mi mirada del país y los procesos que transcurren. También me dio la oportunidad de revisar nuevamente y a fondo una buena parte de la producción nacional sobre juventudes, cultura política y participación.

Lo que encontré me movió el piso en serio cuando me di cuenta que a lo largo de las últimas décadas hemos construido una serie de mitos sobre el cambio, la revolución, la guerra, los héroes, la historia y la política. Hemos creído que las grandes acciones colectivas como la revolución son los cambios sociales cuando en realidad son solamente una expresión de los procesos de cambio; que Nicaragua vive ahora un proceso de cambio profundo que se ha venido forjando de poco en poco y que no ha concluido; que ese proceso no es liso y llano, sino que está lleno de tensiones, conflictos y contradicciones que están vivos en la sociedad y los individuos, en las condiciones objetivas y en la subjetividad; que la revolución fue un tiempo en el que creímos construir la utopía y luego se nos truncó; que la guerra exaltó la figura de los héroes guerreros, pero la democracia liberal y la economía de libre mercado de después los ha convertido cada vez más en seres precarios de cuerpo y dignidad.

Los jóvenes de las generaciones posrevolución se parecen mucho a otros jóvenes en el mundo. Viven en un mundo globalizado, interconectado, acelerado por el efecto de las nuevas tecnologías de la información, crecieron en la era de las economías neoliberales y las democracias electorales. Se sienten desencantados de la política y no están dispuestos a sacrificarse por causas políticas, pero están muy apegados a la familia, son creyentes y practicantes de sus creencias religiosas, y si pudieran emigrar para mejorar sus condiciones de vida, lo harían. De hecho, lo están haciendo desde hace años. Esos jóvenes han crecido escuchando los relatos de sus padres, tíos, abuelos y demás familiares sobre la dictadura, la Revolución y la era democrática; han escuchado como, una y otra vez, decimos que para qué sirvió derramar tanta sangre y tantos muertos, que no vale la pena y que si ellos pueden, que busquen mejor futuro en otro lado. Es que la guerra, como en la canción, es un monstruo grande y pisa fuerte, aún muchos años después que terminó.

Pero frente al desconcierto y al descontento que producen un sistema que no les permite reconocerse como seres humanos; un Estado y una política que no los deja constituirse como ciudadanos y un mercado que no les permite realizarse como consumidores, los jóvenes buscan reconstruir la confianza y la solidaridad, los vínculos vitales y la certidumbre del futuro en espacios como la familia y la congregación religiosa.

Tradicionalmente, esos han sido los lugares de la no-política; sin embargo, allí, en los espacios privados, en los lugares improbables, es donde precisamente los jóvenes están hablando y haciendo política desde una perspectiva que no es la misma de otras épocas. No es despolitización, apatía o indiferencia. En realidad, es un cambio en los espacios y las prácticas de la política.


Elvira Cuadra es directora del IEEPP.

Visite el blog de la autora.


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