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Hugo Torres, víctima de la violencia estructural

En la muerte del preso político hay una línea directa de responsabilidades individuales e institucionales, ya sea por acción u omisión

Silvia Sánchez Barahona

23 de febrero 2022

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En Nicaragua el conformismo y el síndrome del acomodamiento ante situaciones de injusticia han allanado el camino para la cimentación de la violencia estructural, entendida como la violencia invisible que conforman y ejercen diversas estructuras para impedir la satisfacción de necesidades básicas (Johan Galtung). En términos prácticos, el Estado, a través de las instituciones que conforman su organización, obliga a los ciudadanos a vivir bajo condiciones en las que resulta difícil la convivencia, impidiendo la satisfacción de necesidades tan vitales como la libertad, la educación y la vida.

En el caso de Nicaragua, la fuerza invisible de la violencia estructural forma parte desde hace tiempo del sistema de justicia, en el que los ciudadanos hemos sido privados de las garantías y derechos procesales más elementales, obligándonos por la fuerza a convivir en condiciones de indefensión. La muerte de Hugo Torres, ocurrida en el transcurso del proceso penal en su contra, ha venido a demostrar no solo que hemos sido obligados a convivir bajo el espectro de la violencia invisible (estructural y cultural) ejercida por todas las estructuras que conforman el sistema judicial (Ministerio Público, Policía Nacional y Poder Judicial), sino que la dinámica de este sistema está legitimando la represión a través de justificaciones y actos de impunidad frente a los cuales nadie puede defenderse.

En términos ideales, cualquier ciudadano sometido a un proceso penal se encuentra bajo la tutela del Estado, y este es el garante de su vida e integridad física o psíquica en todas las etapas del proceso, sea que esté detenido o bajo medidas cautelares distintas de la prisión. Pero si cada uno de los componentes del sistema judicial actúa de forma articulada para privar a los ciudadanos de sus derechos fundamentales, está más que claro que existe una intencionalidad común para colocar en indefensión a toda la sociedad frente a la acción represiva del Estado. De ahí que cuando se produce la muerte de un ciudadano que se encuentra enfrentando un proceso penal y bajo prisión preventiva, la responsabilidad directa recaiga en el Estado, visto como un sistema estructurado de instituciones que deben cumplir con el debido proceso.

Lo que quiere decir que los fiscales, jueces, policías, defensores públicos, médicos forenses, deben cumplir las disposiciones legales que garantizan la vida y la integridad física o psíquica de quienes están bajo su tutela, y únicamente cabe interpretar esas normas a favor de la persona (pro homine, pro libertatis) para proteger su dignidad humana. (Sentencia No. 28, ocho de marzo 2010. Sala de lo Penal, Corte Suprema de Justicia de Nicaragua). No cabe pues, bajo ninguna justificación, que los jueces, fiscales o policías limiten o retrasen la atención médica oportuna, restrinjan el acceso a los medicamentos o limiten las visitas médicas u hospitalarias que sean necesarias para garantizar el derecho a la vida y a la salud de la persona procesada. Tampoco cabe que fiscales o policías omitan u oculten información relevante sobre su estado de salud o no hagan las peticiones pertinentes al juez sobre valoraciones médicas urgentes o periódicas que garanticen la atención médica oportuna a la persona detenida. Y menos aún cabe que los fiscales o policías omitan su obligación oficiosa de realizar los estudios forenses pertinentes que permitan conocer las causas de la muerte de la persona detenida, independientemente que la muerte haya ocurrido estando hospitalizada o bajo tratamiento médico en régimen carcelario. Dicho esto, para jueces, fiscales y policías, el proceso penal es un procedimiento de protección para el imputado o acusado y su enjuiciamiento se hará respetando sus derechos fundamentales (Sentencia No. 49, doce de marzo 2014. Sala de lo Penal. Corte Suprema de Justicia de Nicaragua).


Es más, la independencia funcional y la indivisibilidad (unidad de acción) del Ministerio Público como parte acusadora, no está exenta del control de proporcionalidad del juez, que está obligado por la ley a garantizar que las peticiones y actuaciones de la Fiscalía en el proceso penal se adecúen a los estándares del debido proceso (artículo 5, Código Procesal Penal). Lo mismo podemos decir de los actos de la Policía Nacional en relación con el cumplimiento de las garantías del debido proceso y el respeto a los derechos fundamentales de las personas privadas de libertad que se encuentran bajo su custodia.

De modo que resulta totalmente reprochable aceptar las justificaciones de estas instituciones con relación al conocimiento del estado de salud de los procesados al momento de ser detenidos y presentados ante el juez, puesto que la falta de diligencia debida con relación a las valoraciones médicas oportunas están directamente relacionadas con el deterioro y eventual muerte de cualquier ciudadano acusado, sea que ese ciudadano ya se encontraba enfermo antes del proceso y no se tomaron las medidas necesarias y suficientes para garantizar la atención médica inmediata; sea que el ciudadano sufrió un deterioro físico como consecuencia de su situación carcelaria; sea que el ciudadano adquirió o desarrolló una condición de salud incompatible con la situación carcelaria a consecuencia de actos crueles e inhumanos; o simplemente no se garantizó el acceso a la atención médica oportuna.

Pueden existir otras variables relacionadas con el deterioro del estado de salud (físico o mental) y muerte de las personas acusadas en condiciones de privación de libertad, pero lo cierto es que para cualquiera de las variables existe una línea directa de responsabilidades individuales e institucionales, ya sea por acción u omisión, que no debemos pasar por alto.

No en vano la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos elaboró un compendio jurisprudencial dedicado exclusivamente a las obligaciones del Estado respecto de las personas privadas de libertad (ver el Cuadernillo de Jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos No. 9, 2020), con el que sintetiza un criterio jurisprudencial universal: “toda persona privada de libertad tiene derecho a vivir en condiciones de detención compatibles con su dignidad personal y el Estado debe garantizarle el derecho a la vida y a la integridad personal.”

Y más concretamente, la potestad que tiene el Estado para garantizar la seguridad y mantener el orden en la sociedad tiene límites trazados por el respeto a los derechos fundamentales de los ciudadanos que se encuentran bajo su jurisdicción. Por lo que cualquier situación que implique atentar contra la vida de un ciudadano sometido a proceso, el Estado tiene la obligación de dar una explicación satisfactoria y convincente de lo sucedido, mediante elementos probatorios válidos, ya que en su condición de garante tiene tanto la responsabilidad de garantizar los derechos del individuo bajo su custodia como la de proveer la información y las pruebas relacionadas con el destino que ha tenido la persona detenida.” (Cuadernillo de Jurisprudencia de la CIDH, 2020).

A la luz de estos precedentes, al Estado de Nicaragua le corresponderá asumir, más temprano que tarde, su responsabilidad sobre el ejercicio sistemático de esa violencia invisible que tiene como propósito implantar un estado de total indefensión frente a un sistema de justicia que vulnera impunemente los derechos humanos más elementales. La muerte Hugo Torres es la clara manifestación de esa violencia sistemática, frente a la cual a los nicaragüenses nos corresponde exigir responsabilidades individuales e institucionales y recordarle al Estado y al operador de justicia que en materia de derechos humanos no vale alegar obediencia debida ni subordinación jerárquica.


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Silvia Sánchez Barahona

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