7 de abril 2022
Colombia ha sido uno de los países con mayor tradición conservadora de todo el continente. Desde la conformación de mayorías monocolor, tanto del Partido Conservador (1886-1930) como del Partido Liberal (1930-1945), la endeble democracia colombiana se ha erigido desde un bipartidismo que, de facto, y también de iure, especialmente desde la configuración del Frente Nacional (1958), ha cercenado cualquier expresión política proveniente de la izquierda.
La concurrencia electoral de partidos progresistas comenzó, stricto sensu, en 1972, con unas elecciones legislativas en las que diferentes expresiones como el Movimiento Obrero Independiente y Revolucionario (MOIR), el Frente Popular Colombiano o el Partido Comunista Colombiano ―creado en 1930― consiguieron casi 800 000 votos. Sin embargo, los sucesivos comicios fueron dejando diferentes intentos de adhesión, con su posterior ruptura, que hicieron que la izquierda transitara sin ninguna relevancia política.
Hubo que esperar hasta el comienzo de los noventa, y en concreto, a la aprobación de la Constitución de 1991, para que la izquierda tuviera algún tipo de protagonismo, pues en muchas ocasiones, debido al conflicto armado, esta quedó reducida a la connotación insurreccional que abanderaban las guerrillas. Así, la ADM-19, heredera de la recién desmovilizada guerrilla del M-19, obtuvo en los comicios de 1990 una decorosa tercera posición, con algo más de un 10% de los votos en favor de su candidato, Antonio Navarro Wolff.
Desde entonces, las expectativas de un giro progresista, espoleadas por la desmovilización de varios grupos guerrilleros o el cambio que supuso el avanzado orden constitucional de 1991, se dio de bruces con la realidad. La superación de la extemporánea Constitución de 1886, a la vez que reconocía inconmensurables posibilidades para la transformación y modernización de un precario Estado social como el colombiano, consolidaba un modelo neoliberal, aperturista y desregulador como pocos en el continente. Tanto, que pocas cosas hicieron más daño a la recién nacida Constitución de 1991 que el “Consenso de Washington” de 1989.
La violencia por el conflicto también hizo de las suyas para socavar las posibilidades de cualquier atisbo de progresismo en Colombia. Primero, en los ochenta, agitando un genocidio político a la militancia y dirigencia del partido Unión Patriótica. Una formación surgida en 1985 tras los Acuerdos de La Uribe con las FARC-EP, y que debía posibilitar un tránsito hacia la vida democrática de parte de la izquierda que aspiraba al sueño de la revolución social.
El paramilitarismo, en connivencia con agentes del Estado y miembros de la Fuerza Pública, perpetraron una violencia política dirigida y sistematizada que se tradujo en miles de muertes, incluyendo la de candidatos presidenciales como Jaime Pardo Leal o Bernardo Jaramillo, y a la que se sumarían otros como Carlos Pizarro Leongómez (comandante del M-19 y primer máximo dirigente de su partido político).
Aparte de lo anterior, desde 1993 ―bajo las siglas Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá (ACCU)― y desde 1997 como Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), el paramilitarismo alcanzaba sus mayores niveles de violencia contra la sociedad. Activistas sociales, líderes comunitarios y sindicalistas fueron objeto de una violencia desmedida, traducida en cientos de masacres y varios miles de muertos.
Cualquiera de los anteriores era sinónimo de simpatizante de la guerrilla y, por ende, para el paramilitarismo, simplemente debían ser eliminados. De igual manera, las FARC-EP o el ELN, con sus crímenes y acciones contra la ciudadanía, y su intromisión en el narcotráfico durante los años noventa terminaron por desnaturalizarse, perdiendo cualquier atisbo de simpatía por los sectores más vulnerables de un país que, por si fuera poco, encontraba en las guerrillas un problema adicional, nada baladí, a una vida de carestía y falta de oportunidades.
A este panorama se sumaba un sistema político profundamente corrupto y al servicio de unas élites tradicionales que han tendido a patrimonializar el Estado y tejer todo tipo de relaciones clientelares, en donde la izquierda democrática no podía sino tener serias dificultades para concurrir a las elecciones con unas mínimas posibilidades de éxito. Igual sucedía con otros factores adicionales como la proximidad al código geopolítico estadounidense, la militarización del espacio público producida por las políticas de mano dura en materia de seguridad ―como sucedió con las presidencias de Álvaro Uribe (2002-2010)― y una cultura política fuertemente parroquial y desafecta, sobre todo, en el entorno rural.
Mientras todo esto se ha ido yuxtaponiendo a lo largo de las décadas, la izquierda democrática ha estado imbuida en disputas internas y alianzas coyunturales después desdibujadas por personalismos y desavenencias ideológicas. Asimismo, la movilización social ha tendido a funcionar más bien a golpe de estallido de rabia, y en muchas ocasiones, carente de toda brújula, pues por muchas décadas, y por desgracia para la izquierda democrática, la guerrilla se atribuyó el papel de único interlocutor capaz para enarbolar la bandera de la transformación social a través de su confrontación con el Estado.
Empero, los mismos factores que por mucho tiempo han dificultado la concurrencia electoral de la izquierda, ahora mismo soplan a favor del cambio político. La firma del Acuerdo de Paz ha liberado un espacio para la izquierda al difuminarse los ejes guerra/paz que por tanto tiempo dominaron la concurrencia electoral colombiana. Esta difuminación ―lo que no supone que la violencia armada no siga siendo un problema que resolver― permite visibilizar, problematizar y politizar aspectos, problemas y cuestiones de orden social (vivienda, educación, salud, empleo) que dotan de un nuevo significado a la propuesta programática de la izquierda.
Aparte, aunque lejos todavía de una relativa capacidad de estructuración, las movilizaciones sociales de 2019 y 2021 contra el Gobierno de Iván Duque también muestran un cambio de repertorio en los mecanismos de protesta y reclamo político de los que se sirve la ciudadanía. Se trata de un reclamo que, cada vez menos, se acepta desde la idea preconcebida de parte de las élites del país en concebir la democracia como algo carente de conflicto y como estricta concesión de derechos. El conflicto social, la capacidad de la democracia como institucionalización de dicho conflicto, y entender los derechos como conquista son una parte novedosa que la ciudadanía colombiana debe descubrir.
No se puede obviar, finalmente, que el modelo neoliberal dominante sobre un orden constitucional que ofrece muchas posibilidades encuentre en lo anterior un escenario idóneo para arrojar y dar a luz a multitud de contradicciones y tensiones todavía por resolver. De este modo, la izquierda ha encontrado en Gustavo Petro, antiguo miembro del M-19, además de reconocido senador y exalcalde de Bogotá, el tipo de líder que necesitaba.
Se trata de un candidato que ha conseguido aglutinar a casi la totalidad de movimientos, plataformas y formaciones de izquierda. Ya en 2018 obtuvo el mejor resultado de la historia por parte de la izquierda democrática en Colombia, llevando la disputa electoral sobre los ejes izquierda/derecha. Ahora, cuatro años después, y encabezando el Pacto Histórico Nacional, ha sido la fuerza más votada en el Senado y la segunda más votada en la Cámara de Representantes. Además, la consulta interna que debía espolear a Petro como candidato de la formación, y en la que ha irrumpido el nombre de su vicepresidenta, Francia Márquez ―mujer negra, abogada, activista y víctima de la violencia― se han acompañado de altísimos niveles de participación que permiten afirmar que tanto uno como otra se encuentran ante la oportunidad histórica de llevar a Colombia al primer gobierno de izquierdas de su historia. Ojalá nada lo impida.
*Artículo publicado originalmente en Latinoamérica21.