29 de octubre 2016
KIEV – La campaña presidencial en curso en Estados Unidos se destaca por su falta de civilidad y por las grandes diferencias entre los candidatos: el empresario anti-establishment Donald Trump del lado republicano y la política refinada Hillary Clinton en representación de los demócratas. La contienda ha expuesto las profundas grietas dentro de la sociedad estadounidense y ha afectado la reputación global del país. No sorprende, entonces, que una de las pocas cosas en las que los norteamericanos parecen coincidir es que la campaña se ha extendido demasiado tiempo. Pero pronto habrá terminado. La pregunta es: ¿qué viene después?
Las encuestas sugieren que Clinton, una ex senadora y secretaria de Estado, derrotará al polémico Trump. Pero no hay que confundir las encuestas con la realidad. Después de todo, de cara al referendo por el Brexit en el mes de junio, la mayoría de los observadores creían que una victoria de "Quedarse" era segura. Más recientemente, los votantes colombianos rechazaron un acuerdo de paz que, según se esperaba en general, iba a recibir la aprobación popular.
Todo esto para decir que, si bien una victoria de Clinton puede ser probable, no existe ninguna certeza. La única encuesta que cuenta es la del 8 de noviembre. Hasta entonces, todo lo que podemos hacer es especular.
Sin embargo, se pueden hacer algunas predicciones con mayor confianza. Existen pocas dudas de que Estados Unidos surgirá de esta elección como un país dividido con un gobierno dividido, no importa quién sea presidente o qué partido tenga una mayoría en cada cámara del Congreso. Ni los demócratas ni los republicanos podrán llevar a cabo sus objetivos sin al menos cierto apoyo del partido contrario.
Pero nadie debería pensar que la única división en la política estadounidense es entre los republicanos y los demócratas. Por cierto, las divisiones al interior de los dos partidos principales son igual de profundas. Existen facciones grandes y sumamente motivadas que tiran, cada una, para sus respectivos extremos -los demócratas hacia la izquierda y los republicanos hacia la derecha-. Esto hace que un acuerdo sobre posiciones centristas resulte más difícil de lograr.
La rápida reanudación de la política presidencial minará aún más un acuerdo. Si Clinton gana, muchos republicanos supondrán que sólo se debió a los errores de Trump, y probablemente la juzguen como una presidenta de un solo mandato. Es poco probable que un país a favor del cambio, concluirán, mantenga a un demócrata en el Salón Oval por un cuarto período. Muchos republicanos (especialmente los que niegan la legitimidad de una victoria de Clinton) buscarán así frustrar su administración, no sea cosa que pueda volver a postularse en 2020 como una candidata exitosa.
De la misma manera, si Trump logra ganar, la mayoría de los demócratas (y hasta algunos republicanos), después de recuperarse de su sorpresa y consternación, se plantearán como su principal prioridad asegurar que no tenga ninguna chance de un segundo mandato. Considerando el porcentaje de la agenda de Trump que los responsables de las políticas probablemente encuentren objetable, gobernar sería muy difícil durante su administración.
En cualquier escenario, todavía resultaría posible progresar en algunas áreas clave. El próximo gobierno de Estados Unidos podría implementar legislación para financiar la modernización de la infraestructura decadente de Estados Unidos, una política que ambos candidatos y muchos en el Congreso defienden. También podría resultar factible reunir apresuradamente una mayoría para reformar el código tributario de Estados Unidos -en particular, bajar la tasa alta para las corporaciones y aumentar los impuestos sobre la riqueza-. Podría inclusive llevarse a cabo cierta reforma de la atención médica, el logro distintivo del presidente Barack Obama, debido a serios problemas de implementación en el sistema actual.
Pero es poco probable que otras cuestiones que exigen una cooperación entre el Congreso y el presidente sean abordadas en el futuro cercano. Una es la reforma inmigratoria, que es tan polémica en Estados Unidos como en Europa. Otra es el comercio: como el entorno político doméstico hace que los responsables de las políticas sientan temor de respaldar posiciones con oponentes dedicados, tanto Trump como Clinton se oponen al Acuerdo Transpacífico, aunque su ratificación beneficiaría a la economía y a la postura estratégica de Estados Unidos. Mientras tanto, el déficit y la deuda de Estados Unidos seguramente aumentarán, ya que parece haber una voluntad escasa o nula de reducir el gasto en subsidios.
Las implicancias que tendrá la elección en la política exterior son bastante diferentes porque, bajo la Constitución estadounidense, el presidente goza de una libertad considerable. Si bien sólo el Congreso puede declarar oficialmente la guerra o ratificar tratados, los presidentes pueden utilizar (o negarse a utilizar) la fuerza militar sin una aprobación parlamentaria explícita. También pueden firmar acuerdos internacionales que no sean tratados, nombrar personal influyente en la Casa Blanca y modificar la política exterior norteamericana por una acción ejecutiva, como hizo recientemente Obama con respecto a Cuba.
En un gobierno de Clinton, esta discreción podría traducirse en la implementación de una o más zonas seguras en Siria, la entrega de más armas defensivas a Ucrania y la adopción de una línea más dura con Corea del Norte mientras el país continúa fortaleciendo su crecimiento nuclear y el desarrollo de misiles. Es más difícil suponer lo que haría Trump. Después de todo, no pertenece a la esfera política, de manera que nadie sabe cuánto de su retórica de campaña se traduciría en políticas. Aun así, se podría esperar un gobierno de Trump que se distancie de algunos aliados tradicionales en Europa y Asia y que mantenga una postura esencialmente distante de Oriente Medio.
Qué sucederá exactamente en Estados Unidos después de las elecciones presidenciales sigue siendo un interrogante abierto. Aunque razonablemente se pueden esperar ciertos resultados, la única certeza genuina es que el 96% de la población del mundo que no vota en las elecciones de Estados Unidos sentirá los efectos, no menos que los norteamericanos.
Richard N. Haass, ex director de planificación de políticas para el Departamento de Estado norteamericano, es presidente del Consejo sobre Relaciones Exteriores y autor del libro de inminente publicación A World in Disarray.
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