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Esta guerra fría es diferente

Mientras es posible que EE. UU. espere una nueva guerra fría, por la polarización ideológica, China parece apostar a la fragmentación mundial

Biden guerra fría

El presidente de Estados Unidos, Joseph Biden, con su homólogo surcoreano, Yoon Suk Yeol, y con el primer ministro de Japón, Fumio Kishida. // Foto: EFE

Mark Leonard

5 de septiembre 2023

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BERLÍN – Hace poco el presidente estadounidense Joe Biden llevó a los líderes de sus aliados, Japón y Corea del Sur, a Camp David para conversar sobre la manera de contener a China y limitar la influencia rusa (por ejemplo, en la región africana del Sahel, que recientemente experimentó una seguidilla de golpes de Estado). Mientras tanto, los líderes de los países del grupo BRICS —Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica— se reunieron en Johannesburgo para criticar el dominio occidental de las instituciones internacionales establecidas después de la Segunda Guerra Mundial. Fue suficiente para que los historiadores de la Guerra Fría experimentaran un déjà-vu.

Hoy el principal adversario de Occidente es China, no la Unión Soviética, y el BRICS no es el Pacto de Varsovia, pero ahora que el mundo está entrando en un período de incertidumbre después de la caída del orden posterior a la Guerra Fría, hay suficientes paralelismos como para convencer a muchos de regresar a modelos conceptuales previos a 1989 para prever qué ocurrirá (entre ellos, EE. UU. y China, aunque apuestan a modelos diferentes).


Entre el final de la Segunda Guerra Mundial y la caída del muro de Berlín las dos fuerzas principales que definieron el orden internacional fueron el conflicto ideológico, que dividió al mundo en dos bandos, y la búsqueda de independencia, que llevó a la proliferación de estados: de 50 en 1945 a más de 150 entre 1989 y 1991. Aunque ambas fuerzas interactuaron, primó el conflicto ideológico: las luchas por la independencia a menudo se convirtieron en guerras subsidiarias y los países se vieron obligados a unirse a uno de los bloques o a definir su situación como «no alineados».

EE. UU. parece creer que una dinámica similar será dominante esta vez: frente a su primer par competidor desde la caída de la Unión Soviética ha buscado unir a sus aliados tras una estrategia de «desvinculación» y «reducción de riesgos» (básicamente, una versión económica de la política de contención de la Guerra Fría).

Mientras es posible que EE. UU. espere una nueva guerra fría, que responderá principalmente a la polarización ideológica, China parece apostar a la fragmentación mundial. Es cierto, trató de ofrecer a los países no occidentales una alternativa a las instituciones dominadas por Occidente, como el G7 y el Fondo Monetario Internacional, pero a los ojos de China, existe una incompatibilidad fundamental entre la lucha por la soberanía y la independencia, y la creación de bloques al estilo de la Guerra Fría.

En lugar de ello, espera un mundo multipolar. Aunque China no puede ganar una batalla contra un bloque liderado por EE. UU., el presidente Xi Jinping parece convencido de que puede ocupar su lugar de gran potencia en un orden mundial fragmentado.

Ni siquiera los aliados más cercanos a EE. UU. son inmunes a la tendencia a la fragmentación, a pesar de todos los esfuerzos de los líderes estadounidenses. Pensemos en la reciente cumbre de Camp David. Aunque algunos medios rápidamente presagiaron una «nueva guerra fría», hubo varias divergencias entre los intereses de los participantes.

El foco principal de Corea del Sur sigue siendo ella misma, y los acuerdos para compartir inteligencia y consultas nucleares anunciados después de la cumbre estaban tan orientados a mostrar su decisión de oponerse al régimen del dictador norcoreano Kim Jong-un como a contrarrestar a China. Por su parte, Japón ansía evitar una escalada estratégica por Taiwán (que amenazaría su modelo económico, que depende significativamente del comercio con China e incluye tecnologías relacionadas con los semiconductores). Y ni Corea del Sur ni Japón están contentos con la estrategia de reducción de riesgos estadounidense.

En cuanto a la situación del Sahel, tiene todos los componentes de un clásico impasse subsidiario de la Guerra Fría. Como Burkina Faso, Guinea y Mali sucumbieron a golpes militares, EE. UU. y Francia dependen ahora del gobierno nigerino como último bastión de apoyo a Occidente en la región. Comandado por el fallecido Yevgeny Prigozhin, el ejército mercenario ruso del Grupo Wagner ganó una influencia significativa sobre el gobierno de Mali y prácticamente se apropió de esa república centroafricana. Lo último que desean EE. UU. y Francia es que Wagner gane más espacio en la región.

Pero ahora que también el gobierno nigerino fue expulsado por los militares, las respuestas estadounidense y francesa fueron muy diferentes y permitieron a los nuevos gobernantes del país quedarse con lo mejor de dos mundos: la junta militar solicitó asistencia a Wagner para conjurar la amenaza de la intervención, pero parece, al menos por ahora, dispuesta a permitir que EE. UU. mantenga bases de drones en el país.

Tal vez mayor sorpresa de la semana pasada haya sido el anuncio del BRICS de que seis países —Argentina, Egipto, Etiopía, Irán, Arabia Saudita y los Emiratos Árabes Unidos— se convertirán en miembros de pleno derecho a principios del año que viene. Más allá de las editorializaciones previas a la cumbre, China no se hace ilusiones de que países como Arabia Saudita y los EAU se unan como parte de un bloque antioccidental de buena fe; las metas chinas son más sutiles.

Cuando los países se unen al BRICS aumenta su libertad de acción, por ejemplo, porque les ofrece mayor acceso a fuentes alternativas de financiamiento o, en algún momento, una alternativa genuina al dólar estadounidense para el comercio, las inversiones y las reservas. Un mundo en el que los países no dependen de Occidente sino que pueden explorar otras opciones es mucho mejor para los intereses chinos de lo que jamás podría serlo una alianza más estrecha y leal a China.

La imagen que emerge es la de un mundo en el que las superpotencias carecen de suficiente peso económico, militar o ideológico para obligar al resto del mundo —especialmente a las «potencias intermedias», cada vez más seguras de sí mismas— a tomar partido. Desde Corea del Sur y Níger hasta los nuevos miembros del BRICS, los países pueden permitirse avanzar con sus propias metas e intereses en vez de jurar fidelidad a las superpotencias.

Al contrario de lo que las apariencias pueden indicar a muchos, principalmente en EE. UU., la nueva guerra fría no parece estar basada en la antigua lógica de la polarización, sino en una nueva, de fragmentación. A juzgar por el crecimiento del BRICS, no parecen faltar países a los que esa nueva lógica les resulta atractiva.

*Este artículo se publicó originalmente en Project Syndicate.

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Mark Leonard

Mark Leonard

Autor y politólogo británico. Fundador y director del Consejo Europeo de Relaciones Exteriores (ECFR). Ha publicado: "¿Por qué Europa gobernará el siglo XXI?" (2005), "¿Qué piensa China?" (2008) y "La era sin paz" (2021).

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