22 de enero 2024
“Cada hombre es culpable, del bien que no hizo”, Voltaire
En su último zarpazo, 2023, un año de tanta muerte y de tanto dolor, nos arrebató a José Luis Rocha, quizás una de las mentes más brillantes de las Ciencias Sociales de Nicaragua. Cuando desde los cuatro rincones del mundo los nicas nos intercambiábamos mensajes reivindicando el derecho a celebrar como un acto de resistencia frente a una dictadura que ha tratado de quitarnos incluso eso, el derecho de estar alegres, y a recibir con esperanza el año nuevo, pocas horas antes de la medianoche nos llegó la terrible noticia del fallecimiento de José Luis. Maldito 2023.
El estupor nos congeló literalmente las ganas de celebrar dejando a medio camino la copa de vino, el dolor nos cerró el apetito que había abierto el primer plato y nos abatió la pena sorda. Para quienes le conocíamos fue inevitable caer en ese estado de negación que empieza por pasar delante de los ojos las imágenes de las veces que lo vimos en los pasillos de la UCA, saliendo de Nitlapán, del IHNCA o en alguna de las presentaciones de sus libros. Luego vino el esfuerzo de precisar cuándo fue la última vez que lo encontramos, de qué hablamos, qué broma hicimos y, por su supuesto, recordar su imborrable sonrisa franciscana —con permiso de los jesuitas—.
José Luis tuvo que morir para que supiéramos que tenía casi 57 años, porque siempre pareció un chavalo recién salido del colegio, quizás por su sonrisa, por las huellas del acné o por su cuerpo menudo y flaco. ¡Quién lo hubiera dicho! Herr Porfessor Doktor Rocha ya estaba más cerca de los sesenta que de los treinta que irradiaba.
Confieso que en lo personal sentí lo mismo que Miguel Hernández en su Elegía a Ramón Sijé, no porque nos hubiese unido una amistad entrañable, sino por la impotencia tan larga que se instaló desde ese momento en cada día del año nuevo y por la rabia que me hace repetir aquellos versos:
No perdono a la muerte enamorada,
no perdono a la vida desatenta,
no perdono a la tierra ni a la nada.
No es justo que la vida de José Luis se apagara tan temprano cuando todavía tenía tanto que dar. Y no es que hubiese dado poco, pero prometía mucho más. A sus escasos años (sí, ya sé que tenía 57, pero era un corto recorrido) supo ser un profeta en su tierra. Pudiendo quedarse en la galería de los espectadores bajó al ruedo para lidiar con los problemas más agudos que vive nuestro país: las pandillas juveniles y la migración. Y más aún: pudiendo quedarse en la equidistancia axiológica del académico entró a coger a la dictadura por los cuernos para romperle el cogote. No calló ante la masacre cuando algunos pasaban de puntillas para evitar represalias, pero tampoco se contuvo de diseccionar con honestidad las miserias posteriores a la protesta.
Sus trabajos sobre la rebelión de abril son ejercicios de rigor teórico y metodológico, que hunden sus raíces en esa geografía todavía desconocida de una movilización espontánea pero no casual que ha cambiado la historia del país para siempre. En cada trabajo supo dotarse de un bisturí implacable para abrir las carnes de los fenómenos; por ejemplo, la relectura del cuerpo conceptual sobre los movimientos sociales en Nicaragua, tan alejada de las versiones simplistas que alimentan profecías autocumplidas de candidaturas de cartón piedra.
Su obra sobrevivirá como sobreviven las obras de alta calidad, para sepultar los panfletos de quienes se han robado la UCA, nuestra UCA, para convertirla en un antro de la propaganda y de la mediocridad.
Si se juzga su corta vida con las palabras de Voltaire, José Luis sale indemne de toda culpa. No sólo hizo el bien arrojando luz sobre los problemas que le tocó vivir, sino que no se quedó inmóvil ante el temor de equivocarse, para no hacer al mal. Aun reconociendo el material falible del que estamos hechos los humanos, resulta difícil creer que José Luis hubiese dejado pasar la oportunidad de hacer el bien cuando lo tuviera a su alcance; pero tampoco fue capaz de cerrar los ojos ante el mal. Sus escritos contra la dictadura publicados en estas mismas páginas, muestran que ni calculaba ni reculaba, que asumía los retos como le venían, que si la tiranía lo condenó al exilio fue por reconocimiento a su entereza y su compromiso con cada rincón donde se ocultaba el bien, ya fuese con los migrantes o con sus afortunados estudiantes en El Salvador y Guatemala.
No recuerdo si lo pensé o si realmente le propuse escribir a cuatro manos un libro sobre sociedad civil y dictadura; tampoco recuerdo si le dije cuánto admiraba a su trabajo, que era el futuro de las Ciencias Sociales post dictadura, pero ahora lo digo en voz alta: cuando se reescriba la historia de nuestro país, cuando las sombras se hayan ido, sus trabajos serán imprescindibles. Si la muerte lo ha sorprendió no fue por huir a Samarra; lo encontró Guatemala porque Centroamérica era su patria grande, por la que tanto trabajó. Seguramente que andaba en algo, porque José Luis era como los volcanes: cuanto más callado más cocinaba algo. Ahora sólo nos queda su obra, su eterna sonrisa de recién salido del colegio y una plática pendiente en los pasillos de la vida. Con Miguel Hernández vuelvo a plañir:
A las aladas almas de las rosas
del almendro de nata te requiero,
que tenemos que hablar de muchas cosas,
compañero del alma, compañero.