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Elecciones dictatoriales

La de Putin no fue una elección política, pero sí una farsa montada para demostrar que Putin es amado por su pueblo

Vladímir Putin, presidente de Rusia. Foto: EFE

Fernando Mires

27 de marzo 2024

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Nadie se sorprendió cuando fueron dados a conocer los resultados de las elecciones presidenciales en Rusia, de acuerdo con una cifra probablemente fijada por el mismo Putin (no con el grotesco 99% de Lukashenko, sino con un 87.8), es decir, permitiendo la aparición de un mínimo margen cuyo objetivo era demostrar que en Rusia el régimen tolera una cierta oposición electoral. Las elecciones, como suele ocurrir bajo todo régimen dictatorial, habían sido una farsa. Una farsa, pero entiéndase bien, no necesariamente un fraude.

La farsa y el fraude

Farsa y fraude son, en el contexto de este texto, dos palabras que aluden a significados diferentes. Me explico: Un fraude aparece cuando un Gobierno ha robado los votos o se adjudica votos inexistentes. Una farsa en cambio, es un procedimiento mediante el cual las elecciones, fraudulentas o no, persiguen un objetivo, y este no es otro que el de servir como consagración ritual a un poder antidemocrático, en este contexto, el de Putin.


Evidentemente, Putin, como otros dictadores de su calaña, necesita recurrir a la farsa electoral, de lo contrario no la cometería. De modo que una pregunta elemental sería ¿para qué necesitan los dictadores recurrir a la farsa electoral si ellos, los electores, y la opinión pública saben que la farsa no es más que una farsa?

La respuesta podría ser obvia. Proviene del hecho de que ningún dictador piensa que él es un dictador, sino un hombre elegido por su pueblo, algo así como un mesías no bíblico. Pero esa creencia, para que sea más creíble, requiere ser verificada. ¿Ante qué? Antes que nada, ante la propia dictadura.

En efecto, los dictadores, así como todos los dueños del poder, saben que el poder tiene por lo menos dos dimensiones, el de la violencia y el de la legitimidad. Por eso misma razón los dictadores necesitan asegurarse que el poder-violencia que aplican proviene del poder de la legitimidad o, lo que es peor, los dictadores buscan ser temidos, pero también —digamos con Maquiavelo— amados por sus pueblos. Y aunque parezca increíble, en muchos casos lo son. Más todavía: los más terribles dictadores suelen ser más amados que los mejores gobernantes democráticos quienes, en el mejor de los casos, solo son respetados. A su vez, los dictadores suelen amar a sus pueblos, o a lo que se imaginan son “sus pueblos”.

Hitler, Mussolini, Stalin, incluso Castro y Pinochet, fueron no solo temidos sino amados por vastos sectores del pueblo, a la vez que ellos decían amar a sus pueblos. No hay ninguna razón entonces para pensar que Putin no es amado por la mayoría del pueblo ruso.

Cada dictadura, en efecto, reposa sobre una relación de amor. Con esto queremos decir, la relación establecida entre dictadura y pueblo no es política, y al no ser política no es racional y al no ser racional, es emocional. Del mismo modo las dictaduras comienzan a disgregarse cuando esa relación libidinosa que se da entre gobernante y pueblo comienza a desaparecer. ¿Quién durante 1989-1990 amaba a Brézchnev en la URSS, a Honecker en Alemania del este, a Ceausescu en Rumania? Más bien sucedía lo contrario: todos ellos eran, o habían llegado a ser, personajes despreciados, blancos de burla, escarnio. Incluso ni siquiera eran odiados.

Como en algunas relaciones personales, durante la relación entre dictador y pueblo, viene primero el desamor, luego suele aparecer el desprecio, y solo al final el divorcio, legal o de hecho. En verdad, si hubiésemos seguido esta línea de interpretación, el colapso del comunismo no nos habría parecido tan sorpresivo como cuando en su momento nos pareció. Todos los gobernantes comunistas eran, en esos días, despreciados por sus pueblos. Ese no parece ser el caso de Putin. Por eso pensamos que, independientemente de los votos que se adjudicó, la característica fundamental de las votaciones que confeccionó, en un país donde las instituciones y la Constitución ha dejado de regir, apuntaba más hacia la farsa que al fraude. En consecuencia, afirmar “las rusas no fueron elecciones” alegando que Putin obtuvo su caudal de votos solo gracias al engaño y la coerción, no es totalmente cierto. Si hubo un fraude, este no hay que ubicarlo tanto en la contabilidad de los votos sino, como constata Anne Applebaum, en un periodo electoral donde no hubo debates ni partidos opositores (todos prohibidos o vetados). La de Putin, eso es lo que se quiere precisar, no fue una elección política, pero sí una farsa montada para demostrar que Putin es amado por su pueblo. Lo que probablemente es verdad, pero esa verdad debía ser notarialmente certificada.

Los pueblos no son democráticos por definición

Putin, digamos claramente, no fue elegido por un pueblo político sino por un pueblo-masa. En ese sentido las elecciones que consagraron a la dictadura de Putin no son una excepción sino la regla en la precaria historia política de Rusia. Guste o no, hay que decirlo: solo en momentos esporádicos Rusia ha conocido algo parecido a una democracia, entre ellos, el Gobierno parlamentario de Kerenski (febrero de 1917); el breve periodo de la Perestroika de Gorbachov (1985), el Gobierno de Yeltsin (1991) y, tal vez, el primer Gobierno de Putin (2000-2008).

Rusia es sin duda un país que puede sentirse muy orgulloso de su tradición cultural, pero su tradición política es miserable. Solo así nos explicamos por qué Putin se sienta en la legalidad nacional y en todos los acuerdos internacionales habidos y por haber.

Putin —y probablemente él lo sabe— no es una excepción en la hilera de dictaduras que ha conocido Rusia. Por el contrario, es un representante de la continuidad histórica. En cierto grado Putin es un político puro, al estilo de los que gustaban a Carl Schmitt (Hitler, Lenin, entre otros). Pues para un dictador como Putin la política es lucha por el poder y punto. Pero a la vez, como es un político, pero no un demócrata, necesita arrancar de su pueblo todo atisbo democrático. Esa fue seguramente la razón por la cual mandó asesinar a Navalni muy poco tiempo antes de las elecciones.

El carismático Alexéi Navalni, independiente del poco número de seguidores que probablemente tenía, era un representante de la razón democrática. No solo llamaba a votar en contra de Putin, sino a votar, no por amor u odio, más bien racionalmente, por el candidato que tuviera más opciones en contra de Putin. Argumentación —está de más decirlo— que desarticulaba la lógica del poder emocional de Putin. Probablemente, en los momentos en que fue asesinado, Navalni no representaba un peligro para Putin, pero la lógica política de Navalni podía llegar a serlo.

Nadie en verdad estaba tan convencido como Navalni de que las elecciones de Putin eran farsas. Nadie, sin embargo, llamaba con tanto ímpetu a participar en esas elecciones. ¿Contradicción? En ningún caso: como demócrata, Navalni había aprendido que a los regímenes antidemocráticos hay que cuestionarlos, no absteniéndose, pero si participando en sus propios juegos. Probablemente, si Navalni hubiera llamado a la abstención, hoy estaría vivo. Lo mataron porque con su llamado a la participación activa en las elecciones de Putin, convocaba a desarticular el mecanismo de la farsa no desde fuera, sino desde dentro del propio sistema y en estrecho contacto con el pueblo, aunque ese pueblo fuese, como lo es, en gran parte putinista.

Alguna vez deberemos dejar de lado la idea nunca comprobada de que los pueblos son democráticos por naturaleza y los dictadores solo opresores que gobiernan en contra de la voluntad de los ciudadanos. Si la mayoría de ellos ha logrado mantenerse mucho tiempo en el poder, no es solo por la represión que todos ejercen, sino porque suelen ocupar ese sitial de acuerdo a una voluntad popular que incluso puede ser mayoritaria.

Los pueblos no son democráticos, pero sí pueden llegar a serlo si llega el momento en que las propias elites llegan al convencimiento de que el poder, para que sea mantenido, debe ser compartido y luego disputado. No el poder, sino el poder dividido en partidos, es la condición originaria de toda democracia. Solo después viene la institucionalización del poder-partido y, sobre todo, su constitucionalización, es decir, todo eso que ha destruido Putin antes aún de que aparezca. Por esa misma razón, en ningún país del mundo la democracia está asegurada para siempre. Incluso, en la democracia más antigua de nuestra era, la de Estados Unidos, la democracia puede ser revertida en cualquier momento. Ya lo demostró Trump con su llamado a ocupar el Capitolio. No logró su objetivo inmediato, es cierto, pero sí logró sembrar desconfianza en las instituciones, hecho que puede llegar a ser muy peligroso a corto o mediano plazo.

Democracia y democratismo

La democracia institucional, a la que algunos llaman democracia liberal, es tan frágil que puede ser destruida incluso por un exceso de democracia. Hay en ese punto que hacer la diferencia entre la vocación democrática y el democratismo. La diferencia es que el democratismo es la democracia convertida en ideología. De acuerdo con un democratista, todo en una democracia debe ser sometido al debate, incluyendo los secretos de Estado. Un demócrata, en cambio, es consciente de que en determinadas situaciones, entre ellas, la más extrema que es la guerra, no todo puede o debe ser debatido públicamente. La democracia llamada participativa, al perder su carácter representativo, deja de ser democracia pues ningún pueblo puede representarse por sí mismo.

La democracia se basa en el debate, sobre todo en el parlamentario, pero también en la delegación y en la confianza que depositamos en nuestros delegados cuando los elegimos. En ese sentido, el abierto debate que tiene lugar en algunos países europeos acerca de la cantidad y la calidad de armas que deberán ser enviadas o no, a Ucrania, es un debate de tipo democratista y, por lo mismo, puede llegar a ser lesivo para la propia democracia. Como escuché decir a un comentarista radial, la discusión sobre la ayuda a Ucrania ha llegado a ser tan pública en Europa, que Putin puede prescindir de los servicios secretos para informarse; solo le basta leer la prensa. Quizás en la antigua Atenas ocurrió algo parecido. Mientras los ciudadanos atenienses discutían en el ágora sobre los presupuestos destinados a la guerra, la militarista Esparta y la imperialista Persia se armaban hasta los dientes sin dar cuentas a nadie.

Si la democracia ejerce atracción en los países dominados por dictaduras, es porque apela a un deseo ontológico muy humano: a la del ser que para ser necesita de la libertad de ser. Por eso mismo la democracia debe ser protegida en contra de sus enemigos internos y externos, sobre todo en tiempos como los que vivimos, cuando la Rusia de Putin, respaldada por el Irán de los ayatolas y la dictadura capitalista de China, ha emprendido, para decirlo en las propias palabras de Putin, una guerra en contra de Occidente.

¿Por qué Putin hace elecciones? Ya hemos emitido una parte de la respuesta: para consagrar la legitimidad de su poder ante sí mismo y ante los demás. Pero, como suele suceder, esa es solo una parte de la respuesta. Hay una segunda parte más elemental: Putin hace elecciones porque, sabiendo que las elecciones son el pilar de todo orden democrático, al convertirlas en pilar de una dictadura, devalúa el significado de la propia democracia. Por eso, el hecho de que algunos gobiernos democráticamente elegidos del espacio político occidental hayan reconocido como legítimas las elecciones en Rusia, no solo es una vergüenza moral sino un acto de autoagresión incomprensible a las democracias de sus propios países.

El derecho a la autodeterminación de los pueblos y naciones no puede convertirse nunca en el derecho a la autodeterminación de los tiranos, tal como lo entiende el dictador Xi, o presidentes como Orban y Lula. Las elecciones son prácticas esenciales de las democracias, pero lo son dentro y no fuera de las democracias. Sin elecciones no hay democracia, pero las elecciones, por si solas, no son la democracia. De ahí que el deber de todo demócrata, sobre todo bajo una dictadura o autocracia electoral —ya hay muchas como las de Putin, pensemos, entre otros, en Maduro y Ortega— es convertir a las elecciones en un medio de lucha democrático y no en un ornamento dictatorial. Para lograr ese objetivo hay que saber adaptarse al principio de realidad, aunque sea al precio, si se da el caso, de tener que votar por lo más posible y no por lo más deseado.

Ese, el uso del “voto inteligente”, fue el legado que nos dejó Navalni.

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Fernando Mires

Fernando Mires

Historiador y escritor chileno. Profesor emérito de la universidad de Oldenburg, Alemania. Se diplomó como profesor de Historia y tiene estudios de postgrado en Historia Moderna. En 1991 recibió el titulo de Privat Dozent, el más alto grado académico que confieren las universidades alemanas.

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