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El legado de nuestros indios

El mestizaje no es otra cosa que una salvaje contradicción histórica

William Grigsby Vergara

7 de octubre 2016

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Somos lo que queremos ser en la medida en que nuestro contexto nos permite ser lo que somos. ¿Y qué somos los nicaragüenses? ¿Una sopa entre indios chorotegas, piratas ingleses, afro-caribeños y españoles moriscos? Se piensa, banalmente, que Nicaragua es apenas Managua. Y se concentra la atención en los defectos, cada vez mayores, de nuestra capital. ¿Pero cuántas Managuas hay en Managua?

Sospecho que hay una Managua distinta para cada nicaragüense, lo cual provoca profundas fisuras en nuestras relaciones sociales. En primer lugar la vieja Managua no es otra cosa que la Managua de los nuevos pobres. Y la nueva Managua es una Managua cada vez más rural. Es la Managua forzada a ser ciudad cuando todavía no deja de ser feudo, hacienda y traspatio de los gobiernos. América Latina es una región marcada por sus contradicciones. El mestizaje no es otra cosa que una salvaje contradicción histórica. Y como parte de esta contradicción, Nicaragua, el botón geográfico que una el norte con el sur del continente americano, representa el segundo país más pobre después de Haití, lo cual es una gran contradicción también.

Una gran contradicción porque lo que más hay en Nicaragua es riqueza, una riqueza mal administrada, una riqueza que se desperdicia. ¿Cómo es posible que un país que ha visto nacer tantas lumbreras literarias (desde Rubén Darío hasta Ernesto Cardenal, pasando por Carlos Martínez Rivas) carezca de una educación de calidad, de una inversión real y sostenida en las escuelas públicas? Tratándose de educación y cultura, en Nicaragua no se invierte, se desperdicia. Otro de nuestros grandes problemas es la crisis de identidad que padecemos desde tiempos coloniales. Nicaragua tiene la catedral más grande de Centroamérica; esa catedral es el resultado de la explotación de tres generaciones de indígenas a lo largo de dos siglos. Es muy bella, sin duda, pero es un monumento al dolor. Sin duda nos sentimos orgullosos de que León, una ciudad colonial, sea la estrella que brilla por medio de la catedral de Santiago de los Caballeros, declarada Patrimonio de la Humanidad por la Unesco en 2011, pero se nos olvida que las ciudades coloniales guardan historias de dominación cuyas cicatrices se notan a lo largo y ancho de todas nuestras provincias.

Somos, aunque nos pese, un país provinciano. Y como país provinciano pensamos en términos conservadores. Temas como la equidad de género, el aborto terapéutico, la democracia, etcétera, son manejados en Nicaragua de manera hostil y patriarcal. Prevalece en nuestros pueblos un pensamiento excesivamente puritano, doblemoralista, feudal y católico-apostólico-romano. Managua tampoco escapa a este fenómeno. Managua es una provincia en ruinas, una ciudad fantasma que fue desolada por el terremoto de 1972 y que, desde entonces, no sólo perdió su identidad y su centro, sino también su ilusión de convertirse en ciudad. Con la llegada de la Revolución, en 1979, Managua creció, tuvo un pequeño respiro y luego se desmoronó otra vez, convirtiéndose en un campamento sucio, desigual, abandonado en la mayoría de sus partes.


Solemos decir, con cierta ligereza, que Nicaragua tiene bellas ciudades coloniales, como si la Colonia y sus reminiscencias fueran sinónimos de belleza. No es mentira que hay belleza en ciudades como León, Masaya y Granada, pero tampoco es mentira que Nicaragua, cuanto más se parece a la vieja España, más bella nos resulta. De hecho, el ego criollo está íntimamente ligado a las arquitecturas de aquellas ciudades barrocas. La nueva Managua, por su parte, la Managua neoliberal que es la que prevalece ahora mismo, entre más centros comerciales, residenciales, fuentes de colores, edificios de cristal, clubes y cines modernos tenga, más bella y “desarrollada” nos parece. Pero este aparente desarrollo está reservado para ciertos Managuas, no para la mayoría de capitalinos que se encuentran en la miseria.

Sólo Sandino supo, hace poco más de un siglo, cuestionar nuestra identidad en su lucha contra la intervención norteamericana. Una lucha que quedó truncada por su temprana muerte, una lucha que otros continuaron durante la Revolución y que hoy se volvió un espectro lleno de escombros. El legado más notable de nuestros indios es Sandino y Darío. En Sandino nos identificamos todos: su coraje, su mística, su pensamiento revolucionario son profundamente indigenistas. Y en Darío nos reconocemos herederos: su gran mérito, además de su fecunda obra literaria, es que nunca renegó de su sangre indígena ni de la patria que lo vio nacer. Sandino y Darío son parte de nuestro acervo cultural, un acervo cultural que ha sido saqueado por todos los gobiernos desde que el primero murió traicionado por Somoza en 1934.

Desafortunadamente no tenemos un museo que le haga justicia a la memoria de las sociedades chorotegas, nagrandanas, sutiabas, matagalpas, nahuas y mucho menos a la Costa Caribe nicaragüense y sus tesoros aborígenes. Los creoles, los miskitos, los mayangnas y los garífunas son indios e indias que marcan profundamente nuestra identidad nicaragüense, cuya esencia es una mezcla de razas y culturas que no dejan de sorprender a cualquier etnólogo. Esa historia no contada, la historia de nuestros indios e indias antes que vinieran las pestes, los caballos y las vacas de los colonizadores, es la historia que desconocen nuestros niños y niñas en todo el país. Es la historia que tampoco se cuenta en la mayoría de los colegios.

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William Grigsby Vergara

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