31 de octubre 2016
Santiago.– En la reunión anual del Fondo Monetario Internacional efectuada a principios de octubre, se escuchó a muchos de sus participantes expresar algo así: "Si los republicanos hubieran nominado a alguien con las mismas opiniones anticomercio de Donald Trump, pero que no hubiera insultado ni acosado sexualmente... ahora un populista proteccionista iría camino a la Casa Blanca".
La visión subyacente es que el creciente populismo de izquierda y de derecha, tanto en Estados Unidos como en Europa, obedece directamente a la globalización y sus consecuencias indeseadas: la pérdida de puestos de trabajo y el estancamiento de los ingresos de la clase media. Esta es una conclusión abominable para los visitantes frecuentes de Davos, quienes, sin embargo, la han abrazado con el fervor de conversos recientes.
No obstante, existe una visión alternativa y más convincente: aunque el estancamiento económico contribuye a impulsar a los ciudadanos disgustados hacia el populismo, una economía deficiente no constituye una condición necesaria ni suficiente para que la política sea deficiente. Por el contrario, sostiene en su nuevo libro Jan-Werner Mueller, politólogo de la Universidad de Princeton, el populismo es una "sombra permanente" que oscurece la democracia representativa.
El populismo no se trata de los impuestos (ni del empleo, ni de la igualdad de ingresos). Se trata de la representación: quién llega hablar por la ciudadanía y cómo.
Los defensores de la democracia formulan elevadas aseveraciones en su nombre. Según lo expresado por Abraham Lincoln en Gettysburg, se trata del "gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo". Pero, inevitablemente, la democracia representativa moderna –o, de hecho, toda democracia– se queda corta frente a estas pretensiones. Acudir a las urnas cada cuatro años para votar por candidatos escogidos a por maquinarias partidistas, no es exactamente lo que evocan las nobles palabras de Lincoln.
De acuerdo a Mueller, los populistas ofrecen cumplir aquello que el teórico de la democracia Norberto Bobbio denomina las promesas rotas de la democracia. Los populistas hablan y actúan, en las palabras de Mueller, "como si el pueblo pudiera desarrollar un juicio único,... como si el pueblo fuera uno,... como si el pueblo, con solo poner en el poder a los representantes adecuados, pudiera llegar a tener pleno control de su destino".
El populismo se apoya en una tríada tóxica: la negación de la complejidad, el antipluralismo, y una versión torcida de la representación.
Casi todos pensamos que las decisiones colectivas (¿Construir más escuelas o más hospitales? ¿Estimular o desincentivar el comercio internacional? ¿Liberalizar o restringir el aborto?) son complejas, y que el hecho de que existan diversos puntos de vista sobre qué hacer, es algo natural y legítimo. Los populistas niegan esto. Según lo afirmara Ralf Dahrendorf, el populismo es simple, la democracia es compleja. En la opinión de los populistas, existe solamente un punto de vista correcto: el del pueblo.
Si es así, los complejos mecanismos de la democracia liberal, con su énfasis en delegar y representar, resultan innecesarios. Los interminables debates parlamentarios no cumplen ningún propósito: la voluntad unitaria del pueblo se puede expresar fácilmente a través de un solo voto. De ello se desprende el amor de los populistas por los plebiscitos y los referendos. ¿Algún parecido con el Brexit?
Y no cualquiera puede representar al pueblo. Lo que los populistas pretenden es la representación exclusiva. Recordemos el alarde de Trump en su discurso ante la Convención Nacional del Partido Republicano: "Yo soy el único que puede arreglar esto".
Según decía Aristóteles, la política siempre se trata de la moral. Según Mueller, el populismo constituye una interpretación moralista de la política. Quien sustenta una visión correcta del mundo es moral; los demás son inmorales, lacayos de una elite corrupta. Esta es exactamente la retórica que empleaba el ex presidente de Venezuela, Hugo Chávez. Cuando fracasó, y hundió la economía de su país, le echó la culpa al imperialismo estadounidense. El populismo es una variedad de la política que gira en torno a la identidad. Una y otra vez somos nosotros contra ellos.
Visto de esta forma, el populismo no constituye un correctivo útil de una democracia que está en manos de tecnócratas y elites, como quieren hacernos creer Marine Le Pen, Rafael Correa, Recep Tayyip Erdoğan, y varios intelectuales occidentales. Por el contrario, el populismo es profundamente antidemocrático y, por lo tanto, un peligro para la democracia en sí.
¿Qué podemos hacer? En mi opinión (la receta es mía, no de Mueller), los demócratas deben (y pueden) derrotar a los populistas empleando sus propias armas. Es decir, pueden convertir en saludable la tríada tóxica.
Primero, es imperativo aceptar la complejidad. Lo único que molesta a los ciudadanos tanto como las mentiras, es ser tratados como si fueran bebés. Las personas que llevan vidas difíciles saben que el mundo es complejo y no les importa escuchar esto. Valoran que se les dirija la palabra como a los adultos que son.
Segundo, no se debe tratar la diversidad de puntos de vista y de identidades como un problema que exige una solución tecnocrática. El respeto por dicha diversidad constituye una característica profundamente moral de la sociedad, y así hay que plantearlo. El hecho de que pese a no ser todos iguales podamos llevarnos bien, es un tremendo logro de la democracia. Defendámoslo. Y no nos dejemos tentar por el abusado cliché de que la razón es para los demócratas y la emoción para los populistas. Propugnemos la democracia pluralista de una forma que inspire y despierte emoción.
Tercero, debemos defender –y actualizar– la representación. Delegar solo en cuanto a asuntos técnicos complejos. Aprovechar la tecnología moderna para brindar opciones que los ciudadanos sientan como más cercanas, en especial en materias relacionadas con la vida cotidiana. Por añadidura, es imperativo reforzar la legislación sobre financiamiento de campañas electorales, regular mejor el lobby, y poner en efecto medidas antidiscriminatorias que aseguren que los representantes son del pueblo y trabajan para el pueblo.
Estas medidas solas no garantizarán el cumplimiento de todas las promesas rotas de la democracia. Pero no se puede esperar que un solo conjunto de acciones simples resuelva un problema complejo. Tampoco se puede creer que alguien solo es capaz de arreglarlo todo.
Si lo creyéramos, seríamos populistas. Por el bien de la democracia, ello es precisamente lo que no debemos ser.
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Traducido del inglés por Ana María Velasco
Andrés Velasco, ex Ministro de Hacienda de Chile, es Professor of Professional Practice in International Development en la Escuela de Asuntos Públicos e Internacionales de Columbia University, Estados Unidos.
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