25 de septiembre 2023
El duelo por los crímenes de las dictaduras es una constante en la cultura contemporánea de América Latina y el Caribe. El dolor de las víctimas tiene una enorme capacidad de reproducción, que se plasma lo mismo en demandas concretas de procesamiento judicial de culpables que en representaciones intelectuales del saldo criminal de los regímenes autoritarios.
El cine latinoamericano es especialmente profuso en ese tipo de representaciones. En Argentina han tenido una gran resonancia filmes como La historia oficial (1985) y La noche de los lápices (1986), o, más recientemente, Argentina, 1985 (2022), dirigida por Santiago Mitre y protagonizada por Ricardo Darín, que narran diversos aspectos de la violación de derechos humanos bajo el último gobierno militar.
En Chile, el director Pablo Larraín ya había tratado la terrible experiencia de la dictadura de Augusto Pinochet, en películas como Tony Manero (2008) y No (2013), con un enfoque desenfadado que se apartaba de la solemnidad que impone el tema. Pero el gesto de su nueva película, El Conde (2023), va más allá del discurso crítico tradicional sobre las dictaduras de la Guerra Fría.
El film de Larraín es una sátira en la que Augusto Pinochet es un vampiro nacido en los tiempos de la Revolución Francesa, hijo, a su vez, de Margaret Thatcher, otra vampira de la misma época. Ambos, la Thatcher y su hijo, son eternos y sus orígenes en la Francia de la guillotina y el terror intentan captar el ADN antimoderno de la derecha occidental.
El vampiro-dictador, admirablemente interpretado por Jaime Vadell, quiere acabar con su vida eterna y su mayordomo Fiodor, un ruso anticomunista que asesoró a los servicios represivos de la dictadura chilena, idea un plan para atizar un pleito por la herencia de la familia Pinochet y que los hijos maten al padre.
A la vez, en una bizarra subtrama, una joven monja parece verse involucrada en un complot de la Iglesia católica para revelar los manejos corruptos en las finanzas de Pinochet y su familia. La monja-contadora acaba siendo abducida y luego decapitada en la guillotina, disfrazada de María Antonieta.
Al final, los vampiros se matan entre sí y quedan Pinochet y la Thatcher solos, con los hijos del dictador, en señal de pervivencia y continuidad del clan. Los viejos vampiros sobrevuelan por la noche la ciudad de Santiago de Chile y se alimentan de corazones de jóvenes idealistas, que preservan congelados en una mansión destartalada y toman batidos en una licuadora.
La película de Larraín plantea el reto de parodiar el duelo. Hay antecedentes muy conocidos de ese gesto en la literatura y las artes visuales chilenas, especialmente en la obra de Nicanor Parra y Roberto Bolaño. A pesar de ello, las reacciones que genera El Conde, sobre todo en sectores de la izquierda intelectual latinoamericana, ilustran la dificultad de satirizar la tragedia.
La reacción de la crítica solemne obliga a recordar que en la propia tradición de la narrativa de dictadores latinoamericanos (Asturias, Roa Bastos, Carpentier, García Márquez, Vargas Llosa…) ya está presente el humor y la parodia. Hay escenas hilarantes en casi todas aquellas novelas y momentos en que el dictador puede resultar cómico, sin dejar de ser aborrecible.
En el mismo sentido podría argumentarse que no hay normalización alguna o vacíos en el relato sobre los crímenes de la dictadura de Pinochet en el film de Larraín. Lo que sí podría haber es un hartazgo con las instrumentaciones del duelo, que tan frecuentemente incurren en la demagogia y el maniqueísmo.
Larraín y su película se suman a los crecientes testimonios de una nueva generación que no vivió la experiencia de Salvador Allende y Unidad Popular, ni el golpe del 73, y cuyo vínculo con la dictadura se ha producido a través de las limitadas políticas de la memoria que promovió la democracia en décadas pasadas. La misma generación que, por fortuna, hoy gobierna Chile.
*Publicado originalmente en La Razón.