29 de abril 2016
Los modelos contemporáneos de democracia son más diversos que a mediados del siglo XX o que a fines del XIX, cuando comenzó a difundirse universalmente esa forma de gobierno. Tan diversos que, como ha recordado recientemente el estudioso Josep Colomer, no se sabe si son más comunes las fórmulas híbridas, de autoritarismo con democracia, que las propiamente democráticas.
Existen democracias de muchos o pocos partidos, de dos, tres o cuatro asociaciones hegemónicas, democracias presidencialistas o parlamentarias, federalistas o centralistas, abiertas o cerradas a los derechos de tercera o cuarta generación —derechos comunitarios, multiculturales, ecológicos, genéricos, sexuales, migratorios, raciales, suntuarios…—, más o menos dadas a los mecanismos de representación directa, menos o más proclives a la autonomía del poder judicial.
Tan evidente es la multiplicidad de formas democráticas de gobierno que nadie duda calificar como tales una monarquía constitucional como la británica, una república unitaria como la francesa o una federación cantonal como la suiza. Podría, incluso, sostenerse el argumento histórico de que el ascenso de la hibridez autoritaria que observamos en países como Rusia, Venezuela o Nicaragua es, en buena medida, resultado de esa heterogeneidad de regímenes políticos y estados de derecho en las sociedades cambiantes del siglo XXI.
A pesar de tan rotunda evidencia, el discurso del núcleo más tradicional de la izquierda latinoamericana, que leemos diariamente en medios como Granma, Cubadebate y sus ecos periodísticos en México, Argentina y Venezuela, parte de la premisa de que existe sólo un modelo de democracia en el mundo que es Estados Unidos. En contra de José Carlos Mariátegui y el marxismo latinoamericano más creativo, la izquierda chavista y fidelista piensa de manera maniquea la globalización y confunde la democracia con el sistema político del “imperialismo yanqui”.
En los últimos días hemos escuchado a Raúl Castro, Nicolás Maduro y Evo Morales protestar contra lo que llaman “imposición” del modelo bipartidista de la democracia norteamericana. ¿Por qué? ¿Acaso no existe más que un formato de democracia en el mundo? ¿A qué se debe esa mecánica asociación de la democracia con el modelo político de Estados Unidos? ¿Es que hablar de democratización o de tránsito a la democracia supone automáticamente la consagración del sistema político de Estados Unidos, que es, por demás, bastante singular y problemático?
Supuestamente, los autoritarismos de la izquierda latinoamericana defienden, como premisa fundamental, la soberanía de sus naciones. Pero lo hacen suscribiendo uno de los principios de la burda concepción de la hegemonía hemisférica de Washington, que es aquel, ya descontinuado por la propia estrategia diplomática de Estados Unidos, que entiende que un gobierno democrático en América es únicamente el que reproduce las instituciones políticas de la Constitución norteamericana de 1787.
La historia constitucional latinoamericana o europea es la más contundente negación de ese supuesto. Nunca se ha repetido el modelo norteamericano en América Latina y si alguna vez se acercaron los regímenes políticos del Sur al del Norte fue en la segunda mitad del siglo XIX, no hace medio siglo, durante la Guerra Fría, o, mucho menos, ahora. El discurso antimperialista nubla la visión de la política contemporánea de la izquierda latinoamericana autoritaria. Las soberanías merecen respeto, pero el “antimperialismo”, en vez de defenderlas democráticamente, las usa de pretexto para gobernar autoritariamente.
Publicado originalmente en Infolatam.