14 de noviembre 2016
La segunda reelección consecutiva de Daniel Ortega, ahora con su esposa Rosario Murillo como vicepresidenta, transcurrió como estaba previsto de acuerdo al guión oficial. En unas elecciones sin transparencia y sin competencia política, el Consejo Supremo Electoral registró un altísimo nivel de participación del 68%, con una abstención incluso menor que en las últimas elecciones de 2011, y le asignó al comandante Ortega el 72% de la votación. El restante 28% fue distribuido con generosidad entre los cinco partidos colaboracionistas, permitiéndole al PLC de Arnoldo Alemán reaparecer como la “segunda fuerza política”.
Prohibidos los observadores nacionales e internacionales independientes, el CSE exhibió a “nuestros observadores sinvergüenzas”, entre ellos varios expresidentes latinoamericanos que se jactaron en proclamar que habían observado una elección con“igualdad de oportunidades para todos los partidos y candidatos”, a pesar de que la opositora Coalición Nacional por la Democracia, agrupada en torno al PLI que representaba Eduardo Montealegre, fue ilegalizada el ocho de junio y sus candidatos impedidos de participar en los comicios.
El comandante Ortega le añadió una cuota adicional de descrédito a su propia reelección, al mantener intacto el Consejo Supremo Electoral señalado de fraude, irregularidades y control partidista, encabezado por el magistrado Roberto Rivas, uno de los máximos símbolos de la corrupción del régimen. En mayo 2014, al exponer ante Ortega una radiografía del colapso electoral, los obispos de Conferencia Episcopal le demandaron su palabra de honor para promover un diálogo y un cambio desde la raíz que devolviera la confianza ciudadana en el voto. Nicaragua entera esperaba algún gesto antes del seis de noviembre, pero la única respuesta fue la burla y el cierre del espacio político.
Ortega desafió al país y a la comunidad internacional imponiendo su modelo de votaciones sin democracia, en el ritual de un régimen de partido único, pero nunca previó la dimensión masiva del voto protesta que desataría la abstención. El 6/11 fracasó la maquinaria del FSLN, cuyos votantes también habían demandado observación electoral independiente, pero sobre todo triunfó la voluntad de resistencia del pueblo y su determinación de poner un límite definitivo al autoritarismo. Miles de votantes independientes, opositores, e incluso sandinistas que se oponen a un régimen familiar dinástico, le dieron la espalda a la reelección de Ortega en una auténtica protesta nacional. Nunca sabremos cuál fue el verdadero nivel de abstención --si el 31.8% que alega el CSE, o más del 60% como sostiene la oposición-- porque estamos ante un sistema inauditable. Las encuestas de Cid Gallup alertaron que habría una abstención mayor que en todas las elecciones anteriores, pero entre la burda manipulación del padrón electoral y la opacidad estructural, las estadísticas oficiales del CSE representan otro ¨agujero negro¨. Sin un sistema electoral confiable y sin observación electoral independiente, lo que prevalecerá del resultado del 6/11 son los datos políticos que todo mundo pudo constatar: las juntas receptoras de votos vacías, la ansiedad de los fiscales electorales del FSLN por acarrear a los votantes, las actas de votación mostrando una escuálida participación, y las cifras inverosímiles del magistrado Rivas, en fin, el fogonazo de la abstención a la vista de todos, alumbrando la salida del túnel.
¿Cómo transformar ese voto protesta en una fuerza política y social de cambio democrático?, representa el mayor desafío para la otrora Coalición Nacional por la Democracia, ahora dividida entre Ciudadanos por la Libertad y el Frente Amplio por la Democracia. No será tarea fácil, empezando porque el régimen cuenta con un manojo de cartas para mantener el estatus quo inalterado, sobre todo después de la incertidumbre y la amenaza que representa la nueva presidencia de Donald Trump en Estados Unidos. La principal es la oferta de más corporativismo sin democracia, en la alianza económica con los grandes empresarios que actúan como el principal actor político y contraparte del régimen. Ortega tiene la imperiosa necesidad de consolidar la estabilidad autoritaria sin oposición política, mientras que los empresarios podrían promover una agenda de cambio, si en realidad estuvieran dispuestos a correr el riesgo de convertirse en un actor democrático. Pero, además, tras resucitar al PLC y habilitar a los nuevos partidos “zancudos”, Ortega dispone de otras cartas a su favor, como es la promesa de restituir personerías jurídicas de forma separada, a fuerzas políticas que unidas le plantearon el mayor desafío de los últimos años.
Esa es la apuesta que Ortega pretende refrendar en el diálogo político con la OEA, a contrapelo de la Carta Democrática. Pero su aparente fortaleza se sostiene sobre pies de barro. La represión y la corrupción, consustanciales a la naturaleza centralista de un régimen personalista, agudizarán las inevitables tensiones económicas y sociales venideras. Ante un escenario futuro marcado por mayor conflictividad, la única esperanza de cambio radica en vincular el reclamo por la reforma electoral, con las luchas sociales y las demandas de los propios sandinistas que también se oponen a una dictadura familiar. Solo la presión de una nueva fuerza política auténticamente plural, como fue la protesta del 6/11, y no los factores externos o las gestiones de la OEA, permitirá despejar el camino hacia el cambio democrático.