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¿Deshumanización absoluta? Me resisto

También ellos, los carceleros y torturadores, son rehenes de su miedo y esclavos de sus insignificantes cuotas de poder

saqueo e incendio de recinto universitario

Nadine Lacayo

10 de mayo 2019

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Hannah Arendt, en su libro “Los orígenes del totalitarismo”, dice literalmente: “Que lo que hace que los hombres obedezcan o toleren, por una parte, el auténtico poder y que, por otra, odien a quienes tienen (yo digo, o no tienen), riqueza sin el poder, es el instinto racional de que el poder tiene una cierta función y es de uso general."

Comparto plenamente esa cita, con la salvedad de lo que ubiqué entre paréntesis, y además incluyo que, el poder cuando proviene de una tiranía en crisis, es particularmente cruel en todo su engranaje, desde arriba hasta abajo, y, es más poder/odio-, como dice Arendt, contra los más vulnerables (jóvenes, mujeres, campesinos) y contra los disidentes de ese poder. Solo a partir de lo que esta filósofa explica en su famoso libro “Un informe sobre la banalidad del mal” (por cierto,  controversial en su época por su análisis entre el mal, el hombre y el sistema) me he podido explicar la conducta apasionadamente violenta de los subordinados del poder central contra “los azul y blanco”, es decir de los que operan ese poder en el espacio de su propio “podercito” contra la gente. O, dicho llanamente, de los que ejercen directamente la represión como “castigo” ante la resistencia social contra el gobierno, quien asume la forma de venganza con altos niveles de crueldad, convirtiéndose en parte esencial del sistema en crisis.

Todos los que trabajan en función de éste (sostener al Gobierno), también gozan, vuelvo a decir, de medianas o minúsculas cuotas de poder. El uniforme, el grado oficial, el fusil al hombro o la cachiporra en la mano, ejercen poder frente y contra al otro o la otra, y saben (por instinto o conciencia, no importa) que lo tienen con toda complacencia. Aunque también pienso que, - como todos-, cuentan con una porción propiamente humana (de humanista). Y aquí traigo como referencia la película “El Pianista” de Román Polanski, en que el actor principal (Adrien Brody) representando al pianista judío Szpilman, es descubierto de su escondite por un capitán nazi (cuando Berlín está cayendo) y éste nazi le perdona la vida. Esa película está basada en hechos reales.

Digo todo esto para referirme en concreto, a las crueles condiciones de los presos políticos y explicarme la razón de tanto desprecio y opresión. Todos los santos días del mundo, desde hace un año escuchamos en el noticiero a sus madres, padres, y hermanos o a sus abogados defensores, denunciando, desesperados y afligidos, las brutales condiciones en que permanecen. Cada uno detalla y detalla sin cansarse, lo que diariamente viven y que todos conocemos y seguimos escuchando con rabia e impotencia: El cubículo ardiente en que permanecen hacinados, la ausencia absoluta de sol que los deprime, el aire denso que respiran mediante una grieta diminuta, enfermos la mayoría, con el agua de consumo limitada y contaminada, sin dormir y sin moverse en las tinieblas día y noche, y en plena insalubridad. Con todo tipo de musarañas y bichos que les comen la piel, sin recibir atención médica, la comida inmunda y descompuesta, privados de las medicinas que les llevan, de las cosas o alimentos que les llevan, y algunos ni siquiera ven a quienes los visitan como forma de castigo.


Ya no hablemos de la matanza, y del maltrato que también denuncian, así como del carácter ilegal de su encierro, ni de los tormentos a que fueron sometidos en las primeras semanas cuando fueron secuestrados (según lo que han registrado las redes de derechos humanos del mundo). Estoy convencida de que estas condiciones no son aceptables ni para los peores delincuentes ni para ningún animal de otra especie.

Y no se trata de que los/las policías carceleros se comporten como San Francisco de Asís o Santa Fátima, pero sí de que ejerzan empatía elemental por el otro y la otra. No sentir eso, la ausencia total de compasión, la indiferencia frente al dolor o, en el peor de los  casos, el placer en provocarlo, es una expresión, no solo de insalubridad mental originada en este poder vengativo que ejercen, sino de irrespeto a sí mismo, porque es una manera de extirparse la dignidad humana que nos diferencia de las alimañas rastreras. Digo “rastreras” como sinónimo de viles y miserables, porque hay animales, incluso reptiles que son más nobles. Esto que digo, lo extiendo a las filas de la Policía en general, donde seguramente habrá casos perdidos por los crímenes cometidos y la justicia es la que decidirá, pero tengo la expectativa que hay oficiales y policías que actúan agresiva e insensiblemente obligados por el poder y tienen miedo, no solo a perder su poder sino miedo al poder que está encima de ellos. Es el temor humano del subordinado a rebelarse a la autoridad, a las órdenes del poder-poder, y ese miedo, reconozcámoslo, es también parte de la esencia humana, igual que el temor que sienten los animales de granja frente al dueño, o miles de nicaragüenses antes del estallido de Abril.

No me olvido que una de las excarceladas, al salir a su casa contó, entre otras cosas, que había una mujer policía (carcelera) que en medio de las demás, era “buena gente”. Aparte de los cínicos, alienados, fanáticos y envenenados con el odio que les han inoculado los que exhiben el poder sobre ellos también, quiero pensar que hay muchos que no se han deshumanizado absolutamente y que solo tienen miedo. Creer que todos se han despojado por completo de la sensibilidad más elemental, es perder la confianza en su parte “humana”, en su contracara ética positiva, que ahí debe estar agazapada, escondida, reprimida por el miedo. Por eso me resisto a abandonar la esperanza en que, en algún momento saltaran del temor al abismo de su propia libertad humana, porque también ellos son rehenes de su miedo y esclavos de sus insignificantes cuotas de poder.


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Nadine Lacayo

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