13 de febrero 2016
Ya tenía el texto casi terminado, con citas y todo, al estilo de un ensayo académico. Pero la realidad, como sucede comúnmente en nuestros parajes latinoamericanos, me atropelló. Alguien rompió el vidrio de mi auto y se robó una mochila que contenía la computadora de mi hermana. La que me había prestado para tomar notas en el seminario “¿Hacia dónde vamos?”
Era una pregunta bastante metafísica, pero había una ruta ya diagramada. Tres casos, tres países, tres sociedades. Un par de hilos conductores: las investigaciones penales y las movilizaciones ciudadanas. Las protestas entendidas como una erupción que empieza a enfriarse, a solidificarse, que si no se amolda adecuadamente, la lava seca pasaría a ser una piedra, dentro de millones olvidadas.
Contra el protocolo, hablaré primero de mi país. En Guatemala, en 1994 empezó a organizarse un ente que pudiera combatir los “cuerpos ilegales y aparatos clandestinos de seguridad”, definición obtenida de una resolución de la ONU sobre casos en donde opositores a los regímenes habían sido asesinados por las estructuras nacidas dentro de los conflictos armados internos, convirtiéndose después en las mafias dueñas de los países.
Se barajearon soluciones (como la constitución de un tribunal internacional, tipo Yugoslavia o Ruanda) ante el reconocimiento de la imposibilidad de los Estados de juzgar estas redes inmersas en los aparatos públicos, pues se sabe que su principal arma para mantener la impunidad ha sido controlar los órganos de justicia.
Al fin, brotó una variable inédita. Una suerte de fiscalía que implicaba trabajar con el sistema de justicia local para transferirle las capacidades y que pudiera proponer reformas legislativas.
Estas premisas estaban contenidas en el mandato trabajado desde la sociedad civil y apoyado por ciertos actores gubernamentales que en 2006 (más de diez años después de la idea inicial) firmarían el convenio. Así quedaría instaurada la Comisión Internacional Contra la Impunidad en Guatemala (CICIG).
El año pasado, las investigaciones de la CICIG develaron la corrupción generalizada en el país. Esto provocó que la población saliera a manifestar volcánicamente en más de diez ciudades. Las movilizaciones, han afirmado incluso los investigadores, permitieron que se profundizaran las pesquisas pues los políticos no pudieron oponerse ni siquiera al desafuero del mismo presidente, Otto Pérez, votando contra él los diputados de su propio partido.
En este contexto, el pueblo hondureño se identificó. Empezaron a marchar ya que su presidente Juan Orlando Hernández fue vinculado a un desfalco del seguro social para financiar su campaña política y el fiscal del caso fue enviado a Francia como represalia. La gente pedía el equivalente a la CICIG, que le llamaban en ese momento CICIH.
Después de meses de salir cientos de miles a las calles, viernes a viernes con antorchas (las protestas hondureñas fueron más acaudaladas que las guatemaltecas), lograron negociar la instauración de la Misión de Apoyo Contra la Corrupción y la Impunidad en Honduras (MACCIH), de la OEA, algo similar a la CICIG pero sin la facultad de hacer investigaciones propias. Los políticos –miedosos que son- intentaron quitarle a la Misión los dientes que fueran posibles. Sin embargo, se abrió la posibilidad de una nueva lógica para abrir casos penales.
Este es un embrión que hace un par de semanas empezó a funcionar y con muchas ganas los responsables, serios y comprometidos, intentarán limpiar el escenario.
El tercer país y no menos convulso es México. Tras el destape de la desaparición de los 43 normalistas en Ayotzinapa, se dejaron ver oleajes de protestas en donde la máxima “Fue el Estado” se repetía en la voz de los manifestantes.
Esto porque el gobierno mexicano había inculpado al narcotráfico del hecho, consiguió algunas capturas, pero creó una versión falsa que implicaba una quema de cadáveres, lavándose magistralmente las manos.
La presión popular fue tal que incluso “la dictadura perfecta” mexicana cedió. Luego de que los padres de los estudiantes obtuvieran medidas cautelares de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), surgió la petición de realizar una indagación imparcial.
Entonces se instauró el Grupo Interdisciplinario de Expertos Internacionales (GIEI) cuyos miembros revelaron un informe en donde desmienten científicamente la versión estatal y están investigando a militares ligados al narco que podrían estar involucrados.
Se ha dado un temblor en las tierras mexicanas a partir de los resultados, que también ha conllevado las consecuencias esperadas: el atrincheramiento de los actores responsables y las campañas negras contra miembros del GIEI, algo que ha sido común en Guatemala.
En los tres países se ha dado de forma natural una alianza complementaria entre las investigaciones y las protestas. La ciudadanía asumió su participación –su responsabilidad- en la depuración de las instituciones.
Pero lo será verdaderamente solo si se logra construir un entramado de organizaciones destinadas a edificar un nuevo orden político y cultural, porque de lo contrario estas redes criminales se regenerarán en diez, quince años.
Las puertas para hilvanar el tejido social están por fin abiertas y la cosa requiere mucha paciencia, afinar los grandes objetivos aglutinadores, porque este cáncer social solo así no va a desaparecer, pienso sentado en mi auto, contemplando la ventana quebrada y los pedacitos del vidrio regados como estrellas en el oscuro asiento trasero.
*Álvaro Montenegro es periodista. Es uno de los siete guatemaltecos que crearon el movimiento #RenunciaYa, después rebautizado como #JusticiaYa, central en las protestas que impulsaron la renuncia del presidente de Guatemala Otto Pérez Molina.