10 de marzo 2016
El título de este post es el mismo de uno de los relatos de Emila Persola (Martin Mulligan), que publicó en Blog to Rosario. En mi caso, lo escogí porque esta frase describe lo que pienso sobre la ciudad de Managua.
De todas las urbes de nuestro país, Managua es la que menos me gusta, pero no me deja de hechizar. Si analizamos la historia de la misma, descubrimos que ésta fue la respuesta ante las continuas disputas entre Granada y León por ser capitales del país.
Desde 1857, Managua es el centro económico y político de la nación. Tiene, además, el mercado popular más grande de Centroamérica, los edificios más altos y sofistiscados, las mejores tiendas de ropa, además de los concursos más importantes de belleza y de moda. Es también la ciudad más bulliciosa, contaminada y fea del nuestro territorio.
En su escrito, Martin Mulligan aborda de forma puntual las razones por las que considera que Managua es una ciudad fea. Su suciedad, pobreza y marginalidad no la hace diferente de las grandes metrópolis mundiales. En ella, un novato estudiante del Norte puede ser asaltado con facilidad y con todo el descaro posible, y puede observar cómo los expendios de licor y de drogas están a la vuelta de la esquina.
Managua no es una ciudad fácil, incluso cuando las autoridades la promueven como la más segura del mismo. En el Norte de Nicaragua, muchos le temen y la aman con la misma intensidad.
“Pobre Managua, mi amada ciudad fea, ciudad sin centro
Sin personalidad, despeinada y sin cartera;
Ciudad indocumentada, atrapada en un bestiario de testosteronas y
Caprichos. Inconclusa…”
Emila Persola.
Blog to Rosario.
Centro Nicaragüense de Escritores (2011)
Managua tuvo una época dorada que, curiosamente, se dio entre sismos. El terremoto de 1931 sacudió la ciudad y borró cualquier rastro colonial. Resurgió siguiendo el patrón de las grandes metrópolis que florecieron en la década de los cincuenta.
La mítica Avenida Roosevelt (así la describe mi madre, quien tuvo la dicha de recorrerla, era la arteria principal de la ciudad. Se trataba de una especie de “Quinta Avenida” (Nueva York) o Avenida Insurgentes (México), donde confluía el centro comercial y cultural de la capital, que estaba en manos de la dictadura de los Somoza. Luego vino el terremoto de 1972 y desde entonces hablamos de una ciudad que alguna vez existió y que los de mi generación jamás pudimos ver.
Hoy día, Managua no tiene centro. La vemos esparcirse hacia el sur, en un mar de barrios que distribuyen su movimiento entre la Carretera Norte, la Avenida Bolívar, Carretera a Masaya, Carretera Sur y la casi invisible Avenida Juan Pablo II. Es una capital con un complejo sistema de rutas interurbanas, direcciones imposibles y puntos cardinales singulares. Basta con recordar que describimos el Norte como “al Lago”, el Este como “arriba”, el Oeste como “abajo” y el Sur, a ese le llamamos “la montaña”.
Sus habitantes la aman, los extranjeros y habitantes de otros departamentos la adoptan como suya. El resto del país les parece miserable. Muchos otros capitalinos desean tener el confort de mi pueblo y aseguran que el Norte es hermoso, pero no pueden dejar su capital. Es Managua.
De Managua me gustan muchas cosas, entre ellas sus hermosos monumentos. Está el de Rubén Darío, el obelisco en la Plaza de la Fe, la antigua catedral, el Palacio de la Cultura, el Teatro Nacional Rubén Darío. Quizás Managua busca en esa obsesiva expansión hacia el sur un nuevo horizonte, dejando el norte, el lago sucio y un pasado del que parece avergonzada. Y, así como dice Mulligan, es una ciudad perdida entre un bestiario.