28 de diciembre 2018
Este año he derramado muchas lágrimas de dos tipos: por conocidos y por desconocidos. Lloré a mediados de abril por el grupo inicial de jóvenes que fueron asesinados atrozmente por el régimen nicaragüense. Lloré al ver sus imágenes y el dolor de sus madres, familias y amigos. ¡Eran tan jovencitos! Muy cercanos a la edad de mi hijo. Lloré con la noticia de una familia entera calcinada en su casa ante la mirada impasible de sus verdugos y la impotencia de sus vecinos. Lloré después con las imágenes de otros muchachos soñadores y libertarios que fueron secuestrados y encarcelados injustamente por ese mismo régimen, pero que aun así tenían sonrisas puras y palabras de aliento para los que estábamos afuera. Lloré al escuchar dolorosas y hermosas canciones como “Héroes de abril” que buscan reflejar lo hasta ahora vivido y también lloré al ver y participar en manifestaciones multitudinarias en las que las consignas por justicia y libertad se fundían con un sentimiento de unidad y cercanía con totales desconocidos.
También lloré por conocidos. Y la verdad es que no sé distinguir cuáles de las lágrimas fueron más amargas. Lloré por familiares y amigas de larga data quienes decidieron creer y respaldar activamente la infame narrativa que esto era una lucha entre proyectos ideológicos y que negaron las muertes y destrucción con total desparpajo o que con su silencio se volvieron cómplices. Junto con esas lágrimas se fue un parte de mi, aquella que contenía mis afectos, memorias y recuerdos junto a esas personas y que me hizo madurar de golpe, reconociendo que los afectos y el respeto por otros no son eternos ni estáticos y se renuevan ante cada situación.
Este año también he constatado como Nicaragua parece importarle muy poco al resto del mundo, al tiempo que surgen manifestaciones de solidaridad en cienes de puntos del globo. Ha sido desconsolador ver a los viejos “amigos” de Nicaragua construidos al calor de la revolución, apoyando a Ortega solo porque grita sus credenciales de “izquierda”, o que en el mejor de los casos, titubean ante el informe de un grupo de expertos independientes que denuncia ¡crímenes de lesa humanidad!. Pero al mismo tiempo ha sido esperanzador ver a muchas personas desde el extranjero usar su ingenio, humor y creatividad para apoyarnos.
2018 también ha representado el exilio para miles de compatriotas. Un exilio forzado que deja familias partidas y al país sin parte de su capital social, pero que en muchos casos representará una oportunidad de crecimiento personal y profesional para tantos jóvenes que quizás nunca habían planeado ni soñado con vivir en el extranjero.
Este año ha sido también el del despertar de la consciencia de muchos quienes bajo el espejismo de las formalidades y las cifras de la macroeconomía, adormecidos por viejas lealtades o traumados por el pasado, no reconocían la naturaleza dictatorial del régimen y cuyos ojos abiertos ya son un paso en la dirección a un cambio.
Queda mucho camino por andar, seguro no exento de más dolor. Sin embargo en estas dicotomías y otras que cada uno encontrará, cierra un año que combina lo más terrible y lo más maravilloso de nuestra humanidad. Otro capítulo nos espera en 2019.