1 de diciembre 2016
No son extrañas las elecciones en que la democracia se enloquece.
En 1924, si bien en un ambiente de miedo e intimidación, Mussolini y los fascistas (con unos cuantos aliados) alcanzaban casi el 65% de los votos en Italia. Cuando Matteotti denunció las intimidaciones y crímenes que desvirtuaban ese voto, los fascistas no dudaron en secuestrarlo y asesinarlo, y Mussolini asumió la responsabilidad “histórica, política y moral” de ese asesinato.
En marzo de 1933, el partido nazi de Hitler alcanzó la mayoría relativa del Reichstag alemán, con el 43,91% de los votos. Los socialdemócratas y los comunistas alcanzaron apenas el 30%, pero Hitler volvió ilegales a esos partidos y luego supo manipular el apoyo de nacionalistas y centristas. Para llegar al poder los nazis no dudaron en matar a decenas de candidatos que se oponían a ellos.
Mientras algunos comunistas pensaban que la elección de Hitler serviría para “agudizar las contradicciones” y precipitar la llegada de una insurrección popular (la extrema izquierda de hoy dice tonterías parecidas sobre Trump), escritores como Joseph Roth alcanzaron a ver lúcidamente que ese triunfo de los nazis sería la instauración de “la sucursal del infierno sobre la tierra”. Un infierno de 12 años.
Ya en épocas más remotas otros escritores habían advertido de qué modo a veces los países parecían propiciar su propio desastre voluntariamente. En una carta a Turguéniev, fechada en noviembre de 1872, Gustave Flaubert se quejaba de los acontecimientos de aquellos años en Francia: “Tengo la misma tristeza que los patricios romanos en el siglo IV. Siento que asciende desde el suelo una irremediable Barbarie. Confío en haber reventado antes de que ella arrase con todo. […] Siempre he intentado vivir en una torre de marfil, pero una marea de mierda golpea los muros hasta desplomarla. […] Si no trabajara, me tiraría de cabeza al río con una piedra al cuello; 1870 ha vuelto locos, imbéciles o violentos a mucha gente”. Hace 150 años Flaubert sentía que la vulgaridad, la grosería, el desprecio por la belleza y por los ideales más nobles, se estaban imponiendo. Y no se trataba solo de la política, aclaraba, sino de algo generalizado: un “estado mental de Francia”.
Lo ocurrido en Gran Bretaña con el triunfo populista del Brexit, en Colombia con el manipulado triunfo del No, en Estados Unidos con la derrota del establishment (o con el triunfo de la megalomanía, el racismo y la grosería absoluta de Trump), y los posibles escenarios nefastos que podrían verificarse en Austria y en Francia, me hacen pensar con tristeza en este moribundo año 2016. Las señales que leo en los acontecimientos recientes me hacen ser pesimista por primera vez sobre el futuro próximo. El triunfo del asco fascista o fascistoide me parece evidente, y no creo que podamos responder a él con la moderación, la cautela o la tibieza. El Zentrum alemán (al disolverse por miedo en el 33) también ayudó a la consolidación del poder nazi.
Colombia era, o parecía ser, una de las pocas buenas noticias del mundo. Ahora la renegociación del nuevo Acuerdo de Paz (no estoy seguro de si más o menos bueno que el primero: hay retrocesos en verdad y en temas de impuestos sobre la tierra), no se va a refrendar por la vía popular, sino por otra, legal, pero impopular: a través del Congreso. El 2016, parece decir el Gobierno, no es un año bueno para otra aventura electoral, y prefiere acudir a herramientas jurídicas existentes. Va a ganar la paz, pero sin entusiasmos de masas. Su refrendación definitiva serán las próximas elecciones, donde no se elegirá un gobierno de transición (como sugirió Timochenko), sino un gobierno que apoye o rechace este necesario, benéfico y frágil acuerdo de paz.
Parafraseando a Flaubert se podría decir que el 2016 ha vuelto locos, imbéciles o violentos a mucha gente. Yo mismo no veo cómo no volverme loco ante el cúmulo de brutalidades que me toca oír o leer a toda hora.
Publicado originalmente en ProDavinci.