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La muerte de Rubén Darío, príncipe de los poetas castellanos

¿Cuál fue la causa de la muerte del poeta más famoso del mundo de habla española? ¿Cuántos pasos hay de la cirrosis a la muerte?

El poeta nicaragüense Rubén Darío en su lecho de muerte, en 1916. // Foto: Archivo Histórico de Rubén Darío

Colaboración Confidencial

Dr. Enmanuel A. Leiva M* | I de III partes

6 de febrero 2023

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Domingo 6 de febrero, 1916. 10:15 p.m. León, Nicaragua. Rubén Darío, el foco luminoso de la patria, se apaga. La lira vibra tenue el canto de su agonía. Las campanas de la Catedral de León y el cañón rompen el silencio de la noche, anunciando su paso a la inmortalidad.  

Ha pasado más de un siglo desde entonces. Su vida, obra y genio han sacudido la mente de intelectuales y críticos. Su muerte, no exenta de misterio, ha suscitado la creación de varias teorías.  

La más aceptada al día de hoy, relaciona la muerte del poeta con el desarrollo de cirrosis atrófica, como establece su partida de defunción. Sin embargo, esta causa, aunque ampliamente aceptada, no está libre de la duda de algunos que proponen alternativas: ¿Cáncer? ¿Intoxicación? ¿Mala praxis? ¿Infección intestinal? ¿Tuberculosis? 

Volviendo la mirada al pasado, en las memorias de quienes vivieron ese momento histórico, nos preguntamos: ¿Cuál fue la causa de la muerte del poeta más famoso del mundo de habla española?

Los últimos años de Rubén Darío 


En mayo de 1914, Rubén vive en Barcelona. En un corto viaje a París expresa a su amigo, Santiago Arguello, la idea de retorno a Nicaragua en busca de su reposo final y un claro deseo: “Que mis despojos sean para Nicaragua. Ya que mi patria no me guardó vivo, que me conserve muerto”.  

El poeta olió pólvora y muerte. Se gestaba la Primera Guerra Mundial que devastaría Europa y pondría fin a la ¡belle époque! Sumido Rubén en profunda desesperación. Vuelve a su antiguo infierno. No consigue dormir sin beber. Sufre crisis alcohólicas, reprocha su destino, las traiciones de falsos amigos, piensa en la muerte. Lee La Biblia y reza. Postrado, delira y clama a Cristo.  

En julio, recibe la visita de Alejandro Bermúdez, quien alimenta con promesas la imaginación del poeta proponiéndole la gira americana por la paz. Francisca Sánchez, le suplica que permanezca con ella y su hijo. 

Sería la última vez que le vería.  

El 25 de octubre, el príncipe partía para siempre de la vieja Europa, desembarcando el 12 de noviembre en Nueva York.  

Él mismo se reconoce enfermo, había visto desaparecer aquellas delicadas facciones que constituían su orgullo. Las descripciones que hacen de él los amigos, al verle llegar a Nueva York, hacen eco de los evidentes cambios en su aspecto. Roberto Brenes Mesón, ministro de Costa Rica en Washington, le ve “la cara ancha, la piel flácida de los pómulos y las mejillas caen hacia la mandíbula inferior y los ojos apacibles”. Arturo Torres-Rioseco agregaría en sus textos, que para estos días el poeta estaba gordo, con el aspecto de un “Fraile Hidrópico” y dato clave… “rostro amarillento”. 

En febrero de 1915 y aún en Estados Unidos, es diagnosticado con Neumonía “doble” (es decir, “bilateral”, ambos pulmones). Es internado en el Hospital Francés por el joven médico nicaragüense, Aníbal Zelaya. 

Entre bemoles, la gira pacifista fracasaría. Darío está débil, en una inexplicable y dolorosa indigencia, sobrevive gracias a las ayudas de algunos fieles amigos. 

Se dirige a Guatemala, el barco se detendría antes en La Habana donde le encuentra el colombiano Juan Bautista Jaramillo Meza, quien recoge con su pluma la impresión al ver al poeta, destacando otra vez, la palidez de su fascie, una palidez “entre blanco y cobrizo”, el degastado aspecto de un hombre antes robusto y además de un hablar especialmente pausado, de voz asordinada y lenta. 

Desembarca en el país centroamericano el 20 de abril de 1915. Aquí, sería diagnosticado de una presunta Tuberculosis y además sufre “embates del hígado y los nervios”. Los médicos oficiales le prohíben el diabólico brebaje escocés que tanto daño le había hecho, el whisky.  

Durante su estancia, el joven poeta Rafael Arévalo Martínez, le visitaría en múltiples ocasiones, narrando un momento en el que el poeta, en un acto reflexivo, se confiesa:  

“Maestro, le dije, tembloroso en aquella penumbra de misterio, maestro; ¿Puedo encontrar ahora a Rubén Darío? 

Y el gran maestro, que comprendió que aludía, ay, a su whisky, que aludía a sus lagunas de conciencia, aquellas oleadas que ya muy enfermo, le mandara la muerte, para envolverlo en su océano terrible, me dijo:  Si, encuentras hoy a Rubén Darío, lo encuentras ahora o ya no lo encuentras nunca. 

…Hace diez años yo bebía una copa de whisky cada hora, y aquello era el término de una progresión creciente, pues el plazo se fue acortando cada vez más. Hoy en mis temporales de embriaguez, bebo una copa cada cinco minutos, pero habla por que me encuentro lúcido…” 

Enterada de la situación actual del poeta y por el consejo de algunos influyentes y religiosos de la época, Rosario Murillo, su aún esposa le visita. Rubén recibe la noticia, tal cual de una sentencia se tratase, pero acepta la condena, en su actual estado no puede solo contra la sublevación de su propio cuerpo cansado de excesos.   

Tras siete meses en Guatemala y acompañado de Rosario, parte a Nicaragua. Consciente de su gravedad, escribe a Enrique Gómez Carrillo: “Me alejo de Guatemala en busca del cementerio de mi pueblo natal”. 

Y así, el gran poeta de la América Española, que en 1907 volviera, vigoroso y triunfante a su patria entre flores y carrozas, llegaría ahora moribundo y abandonado.  

Los diarios de la época reparan en el delicado estado de salud de Darío, El Comercio advertía “… Hace un mes que padece calenturas…” 

Retorno a Nicaragua y agonía

Desembarca en Corinto a finales de noviembre, sin previo aviso. Dirigido directamente a León, intenta pasar desapercibido, aun así, es recibido por una multitud y como si de un mensaje de despedida se tratase, les diría: “Queridos leoneses; si la vez pasada os dije hasta luego, ahora os digo, para siempre… Siempre viviréis en mi corazón, si vivo aquí en la vida, y si no, en la inmortalidad”.  

Los médicos le esperan en junta hipocrática, a la cabeza su amigo el Dr. Luis H. Debayle, a quien el mismo Darío llamara “el sabio”, máximo exponente de la ciencia en el país y el Dr. Escolástico Lara como asistente principal, listos para luchar y devolver la salud al enfermo.  

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Rubén Darío con Luis H. Debayle
El poeta Rubén Darío junto al doctor Luis H. Debayle, su médico personal en Nicaragua.

El diagnóstico del Dr. Debayle es claro y contundente: “Cirrosis atrófica del hígado, derrame ascítico, vulgar, hidropesía”. El médico leonés, no oculta la gravedad de la condición e insiste en la necesidad de realizar una “operación”, a la que Darío se negaría en múltiples ocasiones.  

Tras dos semanas, la ciencia de los galenos no logra cambios sustanciales en el paciente. Enfermo, no deja el lecho, sufre fiebre constante y su alimentación es estrictamente líquida. Su humor se altera constantemente. Aún en estos momentos, en sus intervalos de lucidez se desespera amargamente por la situación de su patria, con una visión obsesionante por su “triste porvenir”. 

Rosario, quien habría viajado a Managua para gestionar ante el Gobierno el pago de los sueldos no cancelados a Rubén, con resultados no del todo satisfactorios, decide trasladarle a la capital el 15 de diciembre, a la casa de su hermano Andrés Murillo.  

En esta casa, el viejo compañero Francisco Huezo, describiría tal cual de alumno aventajado de medicina se tratase, con agudo ojo clínico, la evolución del poeta en su agonía, legándonos para la posteridad un testimonio de incalculable valor.  

Francisco observa inmediatamente al llegar con pena la expresión de agotamiento. “Está pálido, delgado, exangüe. Presenta el aspecto de un hombre de 60 años. Su abdomen está abultado, hinchado y contrasta con la flacura extrema de sus piernas. Respira de forma fatigosa. La mirada es dormida, el parpado caído, un párpado, grueso…”. Huezo nos describe incluso las pupilas del bardo, “sus pupilas, como siempre, se dilataban y contraían en una constante oscilación misteriosa”. 

El día 18 de diciembre, Darío tiene fatiga y fiebre, sus manos queman. El estómago hinchado, “ondula como una ola”. Pasa mala noche, ansiedad, retortijones, náuseas y hemorragia intestinal. Es valorado al día siguiente por tres médicos capitalinos, los que aconsejan administrarle “emetina” y “cholagogue”. El estómago ha crecido un centímetro más y su temperatura es de 38º centígrados.  

Y así pasa de mala noche, en mala noche. 21 de diciembre, 39º C, aqueja náuseas, paladar agrio, mucha fatiga y dolor punzante en el bajo vientre. Piensa en que tal vez sería conveniente a llamar a su amigo Debayle, después de todo, es uno de los pocos médicos en los que Darío confía, “que venga, que me vea y que me haga lo que dicen, quisiera que sólo el procediera, sin que me tocara otra persona”. 

Huezo, sin ser médico, le apunta de forma certera: “La fatiga que experimentas seguramente proviene de la cantidad de agua que tienes en el estómago”.  

Es 25 de diciembre, día de Navidad, ha pasado mejor noche. Durmió algo, a pesar de los ruidos de la nochebuena. Sin embargo… ¡El abdomen ha crecido otro centímetro! Ya se ha llamado a Debayle.   

Así pasan los días, entre ir y venir. Son pocas las veces en que Huezo observa mínima mejoría en Darío. El 4 de enero, ya 1916, le encuentra ardiendo en fiebre nuevamente, excitado… “me tiende la mano fina amarillenta”. El periodista y también amigo de infancia, observa los estragos de la enfermedad y es testigo de cómo aquella vida “que tantas almas había sacudido, se extingue bajo el peso de la hidropesía”. Y tras ya algunos días, es capaz de observar como la fiebre debilitaba rápidamente la razón del poeta y le hacía delirar y decir incoherencias a ratos.  

Mientras está en Managua, Debayle hace viajes desde León, le examina y receta. Las prescripciones se han cumplido, el paciente no mejora. Debayle le pide encarecidamente que se traslade a León, quiere atenderle con el cuidado que la enfermedad reclama y expresa el deseo de curarle. El día de Reyes, lo decide, se marcha a León a que lo vean los médicos y tal vez, para operarse, “He resuelto que me hagan lo que ustedes dicen: las inyecciones, puesto que no hay más remedio”.  

Vuelve a la ciudad metropolitana, el 7 de enero, del fatídico año, un humilde aposento le espera en el Barrio San Juan. Los médicos tienen ardua tarea, el caso es delicado, no quieren desacertar, después de muchos años han vuelto a los libros en busca de luces. 

Al día siguiente, sábado 8 de enero, está todo listo. “Primera operación”, Debayle aplica un trócar sobre el abdomen de Darío, ¡Extrae 14 litros de suero! Inmediatamente un Rubén tranquilo, se molesta, pues siente que le han engañado. Exclama: “¡Yo no he venido a ser sacrificado!” Pensaba que se trataría de una simple inyección, no de una “operación” como ésta.  

El galeno, explica la necesidad de tal procedimiento, mientras señala la cantidad de suero pálido y rubio que drenaba desde su abdomen. Procuramos salvarte de la muerte, le aclara.  

Sin embargo, Huezo observador como el que más, recoge los efectos posteriores a tal procedimiento.  “Tal operación no dió en seguida buenos resultados. La fiebre subió, la afección intestinal recrudeció y el pobre poeta, preso del delirio, es atormentado por visiones obsesionantes”. 

Visiones, en París con Verlaine, con su madre, visiones de escenarios dantescos. Personas invisibles entran y salen, Darío habla de ellas como si de personas reales se tratase. Se expresa a momentos en francés. Revive como en carne propia las pesadillas de su infancia.  

Luego de esta primera intervención, Huezo comenta: “Tuvo un colapso, permanece en continuo supor, habla poco… se ha recrudecido su afección hemorroidal, hace cámaras de sangre, abundantes, sangre negra…” Diría el poeta: “En la sangre que arrojo, se me va la vida”.  

La enfermedad sigue curso indeclinable, los diarios “Siempre grave Rubén Darío”, ronda un sentimiento de desesperanza, la sociedad nicaragüense está conmovida, el propio Rubén cree que morirá el mismo día de su cumpleaños, el 18 de enero.  

Han sido días de frecuentes episodios de furor, fiebre constante, alimentación líquida, su cerebro no encuentra equilibrio, flaquea y oscila entre estados de profunda atonía y accesos coléricos. En algunos de estos episodios increpa severamente a sus médicos, con frases sangrientas: “Yo no quiero que ustedes me asesinen”, le dice a Debayle, que solo quiere aumentar su número de víctimas con él.  

El diario “El Comercio” sentencia: “Rubén Darío peor, temperatura alta, delirio casi constante, empieza a llenarse nuevamente de agua. No hay esperanzas”. Desde el Gobierno empiezan preparativos para el desenlace que parece inevitable. Darío hubiese preferido cuidados en vida y no homenajes póstumos.

*Nicaragüense, dariano, médico y cirujano general.

II Parte | Los últimos días de Rubén Darío en León

III Parte | ¿Rubén Darío hoy, se habría salvado de la muerte?

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