20 de marzo 2020
CAMBRIDGE – Lo sucedido los últimos tres años despedazó el mito de que la Constitución de los Estados Unidos puede proteger a la democracia estadounidense contra un presidente narcisista, impredecible, polarizador y autoritario. Pero el peligroso ocupante de la Casa Blanca no es la única fuente de problemas del país. Todos los estadounidenses tenemos una cuota de responsabilidad por el estado actual de cosas, porque hemos descuidado instituciones cruciales e ignorado las crecientes debilidades estructurales que crearon las condiciones para que fuera posible la aparición de un demagogo como Trump.
Los problemas estructurales que hoy aquejan a Estados Unidos esconden al menos tres fuentes de tensión. La primera es económica. En las décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial, Estados Unidos consiguió no solamente crecer a gran velocidad, sino también en forma ampliamente compartida; el salario de la mayoría de los trabajadores aumentó a un ritmo cercano al 2% anual en promedio, a la par con el incremento de la productividad. A este crecimiento contribuyeron instituciones del mercado laboral como el salario mínimo y los sindicatos, y cambios tecnológicos que generaron puestos de trabajo de calidad (bien remunerados y seguros) para la mayoría de los trabajadores estadounidenses.
Pero estas estructuras institucionales comenzaron a desintegrarse en los ochenta. El empleo de calidad empezó a desaparecer, la desigualdad comenzó a ampliarse, la mediana del salario real (tras descontar la inflación) se estancó, y de hecho el salario real de los trabajadores poco cualificados comenzó a declinar. Este giro obedeció a una variedad de factores, entre ellos la pérdida de poder adquisitivo del salario mínimo federal, nuevas leyes y sentencias judiciales que debilitaron la negociación colectiva, cambios en las normas sobre fijación salarial, el comercio con China, la deslocalización y la automatización.
Al principio las importaciones baratas y la automatización redujeron el empleo en numerosos sectores de la industria liviana (por ejemplo la producción textil, de indumentaria y de muebles). Pero con la difusión de la robótica, pronto siguió la industria pesada. Históricamente, la decadencia de algunas industrias siempre había sido acompañada por la creación de otras que ofrecieran empleo de calidad a, por lo menos, una parte de los trabajadores desplazados. Pero ese proceso comenzó a fallar en los ochenta. A partir de entonces, y sobre todo desde el año 2000 más o menos, el peso del cambio económico en Estados Unidos comenzó a caer cada vez más sobre comunidades de clase media (a menudo, blancas).
La segunda fuente de tensión es política. El sistema democrático podía corregir las tendencias económicas mencionadas dando voz a los estadounidenses económicamente desfavorecidos. Pero eso no ocurrió, por una variedad de razones, en particular un proceso de redistribución del poder político en detrimento de los votantes de clase media que se dio en las últimas décadas.
Muchos atribuyen este cambio al peso creciente de la «política del dinero»: los aportes de campaña, el lobby tradicional y la eliminación de restricciones al gasto corporativo en política tras la famosa decisión de la Corte Suprema en el caso Citizens United (2010). Pero puede que un factor incluso más fundamental haya sido el surgimiento de la «política del estatus», que confiere una cuota desproporcionada de poder político a las élites pudientes y altamente educadas de las dos costas oceánicas de los Estados Unidos. Emprendedores tecnológicos, magnates de Wall Street y consultores en administración de empresas obtuvieron creciente influencia en Washington, no sólo porque sean ricos, sino porque parecen representantes de una clase competente e ilustrada.
Una tercera fuente de tensión tiene que ver con la pérdida de confianza en las instituciones. Las instituciones estadounidenses y las élites acomodadas no sólo no evitaron la crisis financiera de 2008 y la posterior recesión, sino que fueron sus cómplices. Cuando se produjo la debacle, millones de familias perdieron sus hogares y medios de subsistencia, mientras se rescataba a Wall Street.
Estas condiciones permitieron el ascenso de Trump, que todavía puede ganar la reelección en noviembre subido a una ola de desinformación, especialmente si la oposición sigue fragmentada. Pero incluso una derrota de Trump será sólo el comienzo de la tarea de reformar desde las bases las instituciones económicas y políticas de Estados Unidos.
¿Cómo sería una agenda reformista anti‑Trump eficaz? En primer lugar, debe incluir un plan para la creación de más empleo de calidad. Este objetivo es diferente al mero refuerzo de la red de seguridad social (necesario, pero insuficiente) y está a años luz de esquemas distractivos como el ingreso básico universal.
La creación de empleo de calidad demanda invertir más en tecnologías que aumenten la productividad de los trabajadores y generen nuevas oportunidades de empleo. También demanda fortalecer las instituciones del mercado laboral y los mecanismos de protección de los trabajadores, incluidos el salario mínimo y convenios colectivos que induzcan a las empresas a establecer relaciones duraderas con sus empleados, en vez de optar por la deslocalización o la robotización. Del mismo modo, una mejora de la regulación y del cumplimiento de las normas antitrust reducirá el poder de las grandes corporaciones en el mercado laboral y estimulará la competencia y la innovación; esto sentará las bases para una aceleración de la demanda de mano de obra.
La agenda también debe incluir reformas que devuelvan una voz en política a una mayoría de estadounidenses. En los sesenta, el politólogo Robert A. Dahl concluyó que en la política de nivel local, el poder no reside ante todo en élites acomodadas o en los partidos políticos sino en personas comunes activamente comprometidas en los asuntos locales. Tal vez esa conclusión no fuera del todo cierta (Dahl centró su estudio en New Haven, Connecticut); pero aun así, una política impulsada por la ciudadanía es un objetivo deseable.
En esto, la prioridad tiene que ser romper el estrecho vínculo entre los políticos y sus amigos ejecutivos, consultores y financistas, lo cual demandará cambios sistemáticos en la regulación del acceso a los políticos y altos funcionarios públicos, además de una mayor transparencia en todas las etapas del proceso de formulación de políticas. También sería útil crear nuevas agencias que representen los intereses de los trabajadores y de otras franjas olvidadas del electorado.
Finalmente, la agenda debe ampliar la independencia de la burocracia y de la justicia estadounidenses. Por ejemplo, reducir la discrecionalidad de los presidentes nuevos en la designación de funcionarios, para aumentar la continuidad del personal experto en todos los organismos públicos; o encomendar las designaciones judiciales a comités bipartidarios o extrapartidarios formados por jueces y juristas veteranos. Responder a la pérdida de confianza en las instituciones reforzando la autonomía burocrática y judicial puede parecer paradójico; pero el único modo de recuperar la confianza en las instituciones estadounidenses es que estas funcionen en forma correcta e imparcial, para lo cual deben tener personal con experiencia.
En la próxima elección hay mucho en juego. Pero derrotar a Trump no es suficiente. Los estadounidenses tienen que encarar las causas fundamentales de la pérdida de prosperidad, de participación democrática y de confianza en las instituciones. Eso no se logrará a través de la polarización, sino mediante la búsqueda de un nuevo pacto social más amplio y más inclusivo.
*Este artículo se publicó originalmente en Project Syndicate.