16 de noviembre 2018
Casi todo el mundo lleva dos años pensando que el presidente ruso Vladimir Putin tiene a su homólogo estadounidense, Donald Trump, bajo su control. Pero puede ser que sea Trump el que está llevando de las narices a Putin.
Trump ama a Putin, o al menos eso dice. En su hiperbólico estilo de reality‑show, Trump elogió el estilo de liderazgo autoritario de Putin y alardeó de que sería capaz de mejorar la relación de Estados Unidos con el Kremlin.
Durante la reunión bilateral que mantuvieron este año en Helsinki, Trump incluso tomó partido por Putin (un exagente de la KGB) contra funcionarios de seguridad estadounidenses, en la cuestión de la ya comprobada interferencia rusa en la elección presidencial de 2016 en Estados Unidos. Putin asegura que quería que ganara Trump (aunque por supuesto, no interfirió en su beneficio) porque los dos desean mejorar las relaciones bilaterales.
Ahora más que nunca, Putin necesita la amistad de Estados Unidos. Aunque en marzo obtuvo la reelección como presidente por amplia mayoría, su índice de aprobación desde entonces se derrumbó al 45%. Los rusos padecen la creciente inseguridad económica provocada por las sanciones que el predecesor de Trump, Barack Obama, inició tras la anexión rusa de Crimea en 2014 (una jugada que al principio reforzó la menguante aprobación a Putin).
El descontento popular en Rusia recibió otro impulso de una muy criticada reforma previsional que incluye un aumento de la edad de retiro. Y puede agravarlo todavía más cierta “fatiga” generalizada de los rusos respecto de la beligerante política exterior de Putin en Ucrania y Siria, y de su incesante propaganda antioccidental.
Para mal de Putin, Trump hizo poco por mejorar la relación bilateral, más allá de algunas movidas diplomáticas (incluidas varias invitaciones a Putin para que visite la Casa Blanca). Si bien el enfrentamiento de Trump con los aliados de Estados Unidos es funcional al aparente deseo de Putin de debilitar a Occidente, no es probable que Trump haya elegido esa política para beneficiar a Putin. Paralelamente, el gobierno de Trump implementó nuevas sanciones que Rusia misma denunció como “draconianas”.
En marzo, en respuesta al ataque con gas nervioso al ex doble agente ruso Sergei Skripal y su hija en el Reino Unido, el gobierno de Trump expulsó a sesenta diplomáticos rusos (la expulsión más numerosa desde la era soviética). Es posible que para Putin, el momento de la jugada (inmediatamente después de recibir una cálida felicitación de Trump por su victoria electoral) la haya vuelto todavía más irritante.
Al mes siguiente, el Tesoro de los Estados Unidos sancionó a más de veinte individuos y empresas rusos, incluidos los magnates del petróleo y del aluminio Oleg Deripaska y Alexey Miller; enseguida cayeron las acciones de las empresas afectadas. Y en agosto, el gobierno de Trump prohibió a las empresas estadounidenses la venta de turbinas de gas y equipamientos electrónicos a Rusia, por sus posibles aplicaciones militares.
Además, la decisión de Trump de imponer aranceles a las importaciones de acero y aluminio, pese a que no apuntan específicamente a Rusia, costará a la economía rusa más de 3000 millones de dólares el año entrante. Luego Trump anunció su intención de retirarse del Tratado sobre Fuerzas Nucleares de Alcance Intermedio, un acuerdo bilateral de control de armamentos de tiempos de la Guerra Fría. Si bien ambas partes se acusan hace mucho de haber violado este tratado, la idea de abandonarlo así como así siempre se consideró demasiado peligrosa, hasta Trump.
El Kremlin sigue dispuesto a creer que si Trump no cumplió la promesa de mejorar los vínculos es por la oposición en el Congreso, además de la demonización de Putin por parte de los demócratas y los medios en Estados Unidos. Según este argumento, estos impiden a Trump un acercamiento oficial a Rusia por la desconfianza que provoca cualquier acción que parezca beneficiar a Putin.
Pero en realidad ni los demócratas ni los medios han sido muy capaces de frenar a Trump. En cuanto a los republicanos, que hasta la elección intermedia controlaban ambas cámaras del congreso estadounidense, hasta quienes más se le oponían (como los senadores Lindsey Graham y Ted Cruz) ahora le lamen las botas. Ahora que Trump doblegó a su partido, parece improbable que su incumplimiento hacia Putin sea atribuible a otros.
La explicación más probable de la traición de Trump a Putin es que su retórica amigable obedeció (como todo lo que sale de su boca) a su deseo de popularidad, no a un interés real (menos aún compromiso) en relación con ayudar al Kremlin. Piénsese en cómo los primeros acercamientos de Trump a otro líder autoritario, el presidente chino Xi Jinping, cedieron paso a una guerra comercial declarada contra China, a la que ahora Trump describe como enemiga de Estados Unidos.
Es verdad que el mundo ya se acostumbró a los caprichos e incumplimientos de promesas de Trump. Lo sorprendente es que Putin haya interpretado la situación tan mal. ¿Cómo puede un observador tan agudo de Estados Unidos, un exespía entrenado para descifrar los motivos y las intenciones de la gente, no darse cuenta de que las promesas de Trump eran falsas?
Las acciones dicen más que las palabras, y nadie lo sabe tan bien como Putin, acostumbrado a la negación descarada de fechorías documentadas (desde la interferencia en la elección estadounidense hasta violaciones de tratados). Pero Putin sigue ignorando las acciones de Trump y pide tener más reuniones para “ponerse al día” con el lisonjero presidente estadounidense (por ejemplo, en el centenario este mes del final de la Primera Guerra Mundial en París o en la cumbre del G20 en Argentina).
Putin parece creer que estuvo usando al estratégicamente incompetente Trump en beneficio propio. Pero en realidad, Trump arrastró a todos a su mundo de reality‑show, donde la sensación, la exageración y la desinformación están puestas al servicio de su único objetivo real: ser el último “sobreviviente” en la isla. Para cuando Putin por fin se dé cuenta de que fue engañado, es probable que el mundo haya pagado un alto costo en términos de estabilidad política, seguridad estratégica y daño medioambiental. Y Putin también tendrá que pagarlo.
*Nina L. Khrushcheva es profesora de Asuntos Internacionales en The New School e investigadora superior en el World Policy Institute, ambos con sede en Nueva York. Copyright: Project Syndicate, 2018.