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¿Qué modelo de autoritarismo puede seguir Trump?

Donald Trump

Donald Trump. // Foto: EFE

Jeremy Adelman

5 de enero 2024

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Tras la victoria de Donald Trump en la elección presidencial de 2016 en los Estados Unidos, muchos analistas predijeron un colapso de la democracia en todo el mundo, y algunos vaticinaron guerras civiles. Pero dejando a un lado la región africana del Sahel, los golpes militares todavía son infrecuentes, y más aún las guerras civiles. Lo que sí hay es una tendencia a la interrupción del funcionamiento democrático por la vía del golpe cívico.

Desde que terminó la Guerra Fría, ha habido tres clases de golpes de esa naturaleza. Dos han tenido mucha cobertura en los medios; pero la forma que más debería preocuparnos (sobre todo frente al fantasma de que Donald Trump vuelva al poder a principios de 2025) ha pasado inadvertida.


El primer modelo de retroceso democrático lo ejemplifica el primer ministro húngaro Viktor Orbán. Tras volver al poder en 2010 y aprobar una ley de medios draconiana, Orbán y su partido (Fidesz) han usado las grandes organizaciones de prensa para manipular el temor a los inmigrantes y al activismo LGBT y presentar al primer ministro como salvador de la nación. Además, Orbán se aprovecha de las tensiones regionales (por ejemplo la guerra en Ucrania) para obligar a sus patrocinadores (tanto Rusia como la Unión Europea) a proveerle recursos con los que financiar generosos programas de gasto social.

Finalmente, Fidesz modificó las normas electorales de Hungría para asegurarse una mayoría parlamentaria inexpugnable. Este modelo no depende entonces de la fuerza, sino de la manipulación de la opinión pública y de la capacidad para desmantelar a través del proceso político el sistema de frenos y contrapesos al poder del partido gobernante.

Cuando el presentador estadounidense de derecha Tucker Carlson comenzó a elogiar abiertamente el modelo de Orbán, muchos temieron que el sistema húngaro atrajera a conservadores de todo el mundo. Pero eso no ocurrió, porque pocos émulos de Orbán fuera de Hungría han tenido a su disposición las tres herramientas, y en particular el poder de un partido de masas.

La segunda forma de retroceso democrático es más común, y puede verse en toda clase de países, grandes como Rusia bajo Vladimir Putin y pequeños como Nicaragua bajo Daniel Ortega. En este modelo, una grave crisis nacional lleva al surgimiento de un caudillo (no un movimiento) que liderará el país y creará una red de clientelismo centrada en su persona.

En Rusia y en Nicaragua, la oportunidad la dio una implosión económica. El caudillo no dejará de denunciar amenazas (sobre todo de Estados Unidos) y usará el aislamiento para consolidar el poder. Putin, por ejemplo, ha expropiado activos de empresas extranjeras para distribuirlos entre amigos a la manera de un botín de guerra feudal, y apela a la violencia para silenciar el disenso interno.

El resultado es una red de amigos del poder que dependen del caudillo, junto con elecciones de carácter ritualista y con escasa participación. En vez de apelar a un partido institucionalizado, como el de Orbán, estos mandamases convierten el Estado en un negocio para familiares y amigos (protegido cuando es necesario por matones motorizados).

Este segundo modelo también ha sido menos frecuente de lo que muchos temían. Cuando una estrategia de reparto de favores tiene éxito, es porque las instituciones democráticas y la oposición ya eran débiles. En estos casos, el sector privado depende del Estado, y este (sobre todo en su rama judicial) es vulnerable a la captura. La escasez de fuerzas políticas alternativas o bases de poder institucionales deja al caudillo amplio margen de maniobra.

Es verdad que los sistemas de frenos y contrapesos también están expuestos a que su deterioro gradual termine inclinando la balanza en favor de un caudillo. Pero lo más común es que resistan; una de las razones es que los intentos de caudillismo en un sistema con instituciones fuertes alientan la formación de coaliciones opositoras para frustrarlos, como le sucedió a Donald Trump en 2020.

Es de suponer que Trump y sus simpatizantes habrán aprendido la lección, y por eso tenemos que estar atentos a la tercera forma de avance de las autocracias. Esta no depende de partidos dominantes o cleptócratas autoritarios, pero también aprovecha una emergencia nacional (real o inventada). Un exponente actual de esta estrategia es el caudillo salvadoreño, Nayib Bukele, autor de un manual que debería preocupar a los demócratas. Tras años de dificultades, la economía de El Salvador hoy está en alza, con el consumo privado impulsado por las remesas y un generoso gasto público.

Además, las tristemente célebres guerras de pandillas salvadoreñas son cosa del pasado. Una combinación de sobornos a sus líderes y encarcelamiento masivo ha pacificado los barrios del país. En marzo de 2022, Bukele suspendió algunas libertades civiles, en particular el derecho al debido proceso para acusados de delitos. La policía ha arrestado a casi 70 000 personas (más que nada, hombres de entre 16 y 30 años de edad) por sospecha de pertenencia a pandillas.

Eso le ha valido a Bukele unos índices de aprobación que son la envidia de politicastros de todo el mundo. Anuló restricciones constitucionales que le impedirían postularse para un segundo mandato, y hoy las encuestas indican que en febrero obtendrá la reelección con un asombroso 68,4% de los votos.

Este modelo de régimen de excepción acepta formalmente la importancia de las reglas y de los frenos y contrapesos, e incluso tolera el disenso interno, hasta cierto punto (de hecho, los excepcionalistas señalan su existencia para justificar su régimen). El argumento es que si bien las restricciones son vitales para las repúblicas en tiempos normales, las emergencias demandan su suspensión. «¿Ven? El Congreso no funciona. ¿Ven? Nuestras fronteras son coladeros de indeseables. ¿Ven? La cultura woke ha destruido nuestras instituciones más queridas». Convirtiendo los poderes de emergencia en un modo de gobierno semipermanente, Bukele estableció un nuevo régimen que lo exime de respetar restricciones, en nombre de restaurar la república.

Este es el camino a la autocracia que debería preocuparnos ahora que la carrera de Donald Trump hacia la Casa Blanca se acelera. Si gana la elección, no podrá usar un manual de gobierno copiado de Hungría, porque el Partido Republicano está demasiado dividido, los demócratas son demasiado fuertes y los estados de la Unión tienen demasiada capacidad de resistencia. Tampoco tendrá la opción de convertir el Estado en un negocio para amigos y familiares, ya que el sector privado estadounidense es demasiado autónomo y complejo. Y los intentos anteriores de Trump de apelar a la violencia (el de Lafayette Square y el del 6 de enero) le salieron mal.

Pero la percepción de peligro en la frontera, la fragilidad normativa en las instituciones culturales, la fatiga de la guerra en Ucrania y la parálisis del Congreso pueden envalentonarlo y alentarlo a usar métodos más contundentes. Aprovecharse de un estado de excepción es un manual de gobierno útil para tiempos inciertos. Permite tomar medidas extremas sin poner fin a la democracia formal. Desvía la atención hacia la seguridad (sobre todo en la frontera) sin leyes marciales. Y sobre todo, se nutre del desencanto con la democracia sin negarla.

*Este artículo se publicó originalmente en Project Syndicate.

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Jeremy Adelman

Jeremy Adelman

Director del Laboratorio de Historia Global en la Universidad de Princeton.

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