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Por qué no hay elecciones en Venezuela

La diferencia con Nicaragua es que el FSLN sigue siendo electoralmente competitivo, pero el chavismo perdió la capacidad de ganar elecciones.

La diferencia con Nicaragua es que el FSLN sigue siendo electoralmente competitivo

Michael Penfold

25 de marzo 2017

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Hacer comparaciones internacionales en tiempos de una crisis política como la que vive Venezuela es siempre un ejercicio tentador. Pero algunos paralelismos pueden viajar tan rápido que se convierten en destellos: iluminan con tanta intensidad que nublan la visión.

Diversos analistas han esbozado algunas líneas comparativas entre la forma cómo el sandinismo, y en especial el presidente Daniel Ortega, han sido capaces de ganar elecciones reduciendo la competencia partidista a través de un férreo control sobre el sistema electoral y el poder judicial; y el esfuerzo del chavismo de hacer lo propio a través del proceso de validación de los partidos políticos y su capacidad de postergar elecciones a su antojo violando todo tipo de reglas constitucionales.


El problema inherente a este tipo de comparaciones es que en Nicaragua el sandinismo sigue siendo electoralmente competitivo, aún bajo un sistema en el que desde hace varios años dejaron de operar las garantías democráticas. En cambio, en Venezuela, durante la presidencia de Nicolás Maduro –debido fundamentalmente a un pésimo desempeño económico–, el chavismo perdió la capacidad de ganar cualquier tipo de comicios futuros, incluso aquellos en los que logre impedir la participación de varios de sus más enconados contrincantes.

Cuando se compara los procesos políticos de Nicaragua con los de Venezuela, lo que sorprende es la importancia de esta diferencia tan básica y no la similitud compartida que tienen en el uso arbitrario de los controles institucionales para reducir a su mayor conveniencia la competencia electoral.

El punto central es que el chavismo decidió suspender elecciones simplemente porque no las puede ganar aún si lograra reducir considerablemente la competitividad de sus rivales electorales, algo que puede hacer gracias al control institucional y el apoyo militar que mantiene sobre el sistema político venezolano. En Nicaragua, el control institucional que ejerce la presidencia sobre el sistema electoral, que se manifiesta a través de su control directo sobre el poder judicial, asegura que las fuerzas sandinistas puedan garantizar “en el margen” tanto su triunfo electoral, como la continuidad de su propia hegemonía, dado el nivel respetable de popularidad de Daniel Ortega.

Con unos niveles de aprobación que tan sólo sobrepasan el 21 por ciento, la única forma en que Nicolás Maduro podría ganar unas elecciones en Venezuela es reduciendo al máximo los niveles de competencia electoral, o lo que es lo mismo, que ilegalice a todos los partidos políticos relevantes de oposición y también inhabilite a todos sus candidatos presidenciales. Aunque esta decisión podría ser implementada, colocaría al chavismo internacionalmente en una situación más delicada que la que ya enfrenta en estos momentos.

Esta diferencia es lo que explica por qué en el fondo el chavismo prefiere postergar cualquier evento electoral, sea nacional, estadal o local, antes de convocar uno con bajos niveles de competencia. De ahí que en estos momentos el objetivo político más importante del chavismo –al menos durante el 2017- sea seguir ganando tiempo en espera de un milagro que les permita aumentar su popularidad antes de la finalización formal del período presidencial en enero de 2019. Un deseo que luce bastante improbable como consecuencia de la magnitud de una recesión económica que ha borrado más de un tercio del Producto Interno Bruto del país. Un colapso que ha llevado a la población a experimentar una crisis social que no sólo sorprende por haber logrado revertir todos los avances en la lucha contra la pobreza que trajo el boom petrolero de la primera década del milenio, sino que además alarma por la rapidez de su deterioro: en tres años retrocedieron todos los indicadores sociales a niveles incluso más bajos que los registrados a la llegada del chavismo al poder en 1999.

La elocuencia de las encuestas ayuda a ilustrar este dilema político. En prácticamente todos los sondeos, Maduro pierde la elección presidencial aún con una oposición dividida participando con sus tres principales candidatos: Leopoldo López, Henrique Capriles y Henri Falcón. Maduro terminaría de cuarto detrás de todos sus contrincantes. Este resultado es curioso pues si bien el mandatario pierde fácilmente ante cualquier opción opositora, el PSUV se mantiene en estas mismas encuestas como la principal minoría partidista del país seguido por Voluntad Popular, que tiene porcentajes de apoyo mayores a los de la MUD, que a su vez está seguido por otras agrupaciones como Primero Justicia y Acción Democrática. Estos datos revelan claramente que Maduro está en una posición de mayor debilidad que la de su propio partido político y que los simpatizantes de la oposición también viven a su vez un fuerte proceso de realineación en sus preferencias partidistas, incluyendo un aumento en el número de ciudadanos que se denominan independientes.

Esto quiere decir que la única forma que el chavismo tiene para aumentar su competitividad electoral es forzando internamente la sustitución de Maduro como candidato a la reelección. Pero en estos momentos no existe ninguna figura dentro del chavismo que tenga niveles de aceptación más altos que los del presidente y tampoco existe un ambiente interno dentro del PSUV para retar su liderazgo. De modo que el chavismo pareciera tener que confrontar dos problemas de cierta envergadura: uno que tiene que ver con la competitividad electoral del gobernante y otro relacionado con la necesidad de precipitar la alternabilidad en su liderazgo. Sin una resolución definitiva a ambos problemas, el control institucional que pueda utilizar el chavismo para reducir la competencia electoral será un poder irrelevante a la hora de ganar cualquier votación, pero servirá sin duda para posponer su realización, que es lo que ha ocurrido hasta ahora en Venezuela.

Esta realidad electoral contrasta mucho con la de Nicaragua. Ortega no ha tenido nunca una crisis de competitividad electoral desde que volvió al poder y mucho menos de liderazgo como el que enfrenta Maduro en la actualidad. Todo ello gracias a que la economía nicaragüense experimenta altas tasas de crecimiento y posee un sector empresarial que se mantiene al margen del conflicto político a cambio de continuar impulsando la inversión privada y la apertura comercial del país, que incluye un acuerdo de libre comercio con los Estados Unidos. Esta gran diferencia en el desempeño económico de Nicaragua y la convergencia en el apoyo financiero del sector privado con los intereses políticos de la nueva élite sandinista –así como la presencia de una oposición que permanece dividida y que carece de mecanismos de coordinación electoral como los que existen en Venezuela–, hace que la comparación sea un tanto espuria, por no decir superficial.

Esta realidad también contrasta con el autoritarismo competitivo del PRI durante buena parte del Siglo XX en México. Dos reglas le permitieron al Partido Revolucionario Institucional (PRI) lidiar con una problemática similar a la que enfrenta el PSUV en estos momentos: la prohibición de la reelección y el uso del “dedazo” como mecanismo institucional para resolver el problema de alternabilidad en la presidencia. La prohibición constitucional a la reelección presidencial en México obligaba al PRI a promover una alternabilidad “controlada” a través del uso de elecciones poco competitivas o cuando era necesario del fraude. Sin embargo, para disminuir el conflicto interno entre las distintas facciones que peleaban por controlar la sucesión a finales de cada sexenio, el PRI adoptó el “dedazo” como la regla que delegaba en el gobernante saliente el monopolio para la selección de su propio sucesor. Esta práctica fue lo que Vargas Llosa llamó el “autoritarismo perfecto” y que el gran economista político Daniel Cosío Villegas describió con tanta lucidez cuando documentó la dinámica del poder presidencial en México.

El chavismo en Venezuela no goza de estas mismas reglas de las que tanto disfrutó el PRI: la reelección es indefinida (así fue diseñado por Hugo Chávez) y nadie sabe si Maduro también quiera aprovecharla para mantenerse en el poder (todos los políticos son ambiciosos). El PSUV tampoco cuenta con un mecanismo institucional aceptado por todas las facciones internas para escoger un sustituto. Ciertamente, Chávez instauró el “dedazo” cuando designó a Maduro como su sucesor presidencial antes de su viaje final a La Habana en diciembre de 2012 –tenía la condición de padre fundador de la revolución para hacer semejante nombramiento–, pero aún es muy temprano para saber si Maduro tiene esa misma legitimidad y si las otras facciones internas le van a conferir el mismo poder. Las posibilidades reales que tiene el chavismo de resolver estos dilemas podrían llegar a ser muy limitados, pues cualquier intento de resolverlos podría generar fricciones de alto voltaje dentro del mismo partido de gobierno. Ante la intensidad de este potencial conflicto político interno, el chavismo probablemente prefiera continuar posponiendo, al menos en el corto plazo, la resolución a estos problemas, es decir, evitando cualquier evento electoral.

¿Pero habrá elecciones en un futuro cercano en Venezuela así sean poco competitivas? ¿Se atreverá el chavismo a convocarlas?

La respuesta es que el chavismo aceptará voluntariamente realizar cualquier tipo de elecciones tan sólo si dos condiciones políticas se cumplen. La primera condición es que el chavismo mejore sus niveles de competitividad electoral sea porque Maduro mejoró en las encuestas sustancialmente (o que el chavismo logró acordar un sustituto que le asegura un mejor desempeño en la opinión pública). Esta primera condición es necesaria más no suficiente para que el chavismo acepte fijar un nuevo calendario electoral.

La segunda condición es que el chavismo logre inducir a través de distintos mecanismos jurídicos o estratagemas políticas una división completa o parcial de la oposición. Hasta ahora esa condición no se ha materializado a pesar de las tensiones evidentes que se anidan dentro del mundo opositor. La oposición se ha mantenido firme en proteger su voluntad política en torno a la unidad y ha pactado acuerdos informales para mitigar cualquier esfuerzo del gobierno en esa dirección. En la medida en que las tensiones entre los diversos partidos opositores logren resquebrajar la unidad electoral, sea porque el chavismo decida aumentar los costos de coordinación a través de las inhabilitaciones políticas tanto de los partidos como de sus candidatos, el chavismo se verá más animado a lanzarse al ruedo electoral. Sin embargo, también es cierto que en la medida en que la unidad de la oposición se fortalezca, los incentivos del gobierno de convocar voluntariamente una elección se reducen significativamente, incluso aún si las mismas no fueran competitivas, pues con dificultad el chavismo en estos momentos podría hacerle frente a una oposición unificada.

Existe otra vía que también permitiría que apareciera una nueva salida electoral en el país. Esta alternativa no depende de una decisión unilateral del chavismo, sino que las elecciones surgirían como resultado de un proceso de negociación política. Este proceso de negociación, bajo la mediación y verificación de la comunidad internacional, le otorgaría garantías políticas y electorales tanto a los chavistas como a los opositores, introduciría profundas reformas institucionales y fijaría acuerdos mínimos para enfrentar los desequilibrios macroeconómicos, la emergencia social y la liberación de los presos políticos. Si bien esta negociación supone una mediación activa en el plano internacional del conflicto venezolano, también asume una sociedad movilizada, demandando el ejercicio de sus derechos políticos, económicos y sociales. Este es sin duda el mejor escenario en el largo plazo para el país; pero es una vía que asume algo que luce improbable: una oposición que negocia con unidad de criterios y un gobierno que reconoce abiertamente el tamaño de la crisis histórica que ha creado y que acepta abandonar sus pretensiones hegemónicas sobre el resto de la sociedad venezolana.

Es así como el ejercicio comparativo con la realidad política nicaragüense arroja algunas luces que nos permiten analizar el caso venezolano pero más por sus diferencias que por sus similitudes. Aquellos que insisten en que la salida en Venezuela son “elecciones ya” al parecer tendrán que esperar a que las condiciones del chavismo cambien radicalmente. Esto puede llegar a tomar algún tiempo. Es difícil pensar que el chavismo acepte ir voluntariamente (es decir sin presión externa) a una salida electoral sin antes haber mejorado su competitividad electoral y sin antes haber forzado una división de la oposición. La alternativa a esta posibilidad es acelerar una negociación política con apoyo internacional. Esto sólo se puede hacer si hay movilización ciudadana y voluntad política de ambas partes. Con todos sus problemas, este escenario de negociación es menos divisivo tanto para la oposición como para el gobierno. Es indudable que una negociación semejante podría dar como resultado mejores garantías para todos los actores políticos y sociales, pero no hay duda que el proceso puede ser mucho más lento y también mucho más incierto.

*Publicado en ProDavinci, Venezuela. Investigador Global del Woodrow Wilson Center, Profesor Titular del IESA en Caracas y Profesor Invitado de la Universidad de Los Andes en Bogotá. 


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