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París, ¡qué decepción más grande sos!

París en sí es un museo de lo que fue y nunca más será... en esta ciudad, dizque del amor, los sentimientos ni en minúsculas cuentan

París en sí es un museo de lo que fue y nunca más será... en esta ciudad

Natalia Cuadra Dumke

24 de enero 2023

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Había sido un viaje muy bien planificado con unas rutas igualmente bien planificadas. Solamente cuatro días. Consciente de lo costosa que es esta ciudad, ese había sido el tiempo que habíamos acordado en pasar aquí como parte de nuestro itinerario por el viejo continente— en donde en unas de mis otras vidas ya había vivido; porque si es cierto que los gatos tienen siete vidas, entonces nosotros tenemos veintiuna. Punto y aparte.

Sucia, con los escaparates de sus tiendas mostrando prendas de vestir con precios irrisorios (¿dónde se ha visto que un suéter cueste € 500?), que más bien causan carcajadas en los que todavía tenemos dos dedos de frente, con una torre Eiffel que se ve fuera de contexto en vísperas de 2023, como queriendo decir: “¿y yo qué hago aquí?”, mientras un mar de gente de todos los rincones del orbe hace cola para poder subirla rebautizándola involuntariamente como la Torre de Babel—.


París en sí es un museo de lo que fue y nunca más será, en donde cada interacción humana que tuvimos nos dejó, a mis compañeros de viaje y a mí, con la sensación de haber sido objetos de una transacción bancaria (i)lícita. Porque contrario a lo que evocasen los poemas de aquel muchacho con esa vida de relajo que tuvo y que llevó por nombre Arthur Rimbaud, en esta ciudad, dizque del amor, los sentimientos ni en minúsculas ni mucho menos en mayúsculas, cuentan. Esto lo pude comprobar en las afueras de los museos del Louvre, Museé de l’Orangerie y del Musée d'Orsay.

París

Galería de Artes de África, Asia, Oceanía y América. // Foto tomada por: Natalia Cuadra Dumke

Como todo museo, París es la ciudad de las filas. En ella, se hace fila hasta para entrar en las Boulangeries de moda y quienes las hacen, generalmente son gentes “chic”, uniformadas con lo que parece ser la orden del día: abrigos de lana oversize, zapatillas blancas y bolsos de lujo italianos, en el caso de las féminas y en el caso de los hombres, las zapatillas blancas, en la gran mayoría de los casos de la misma marca que calzan las mujeres, tampoco fallan.

Quienes componen las filas para entrar a los ya mencionados museos tampoco decepcionan. Pero lo que más me llamó la atención de esta gentuza—uniformada con abrigos, botas y carteras que muestran sus logotipos ostentosos y vulgares, fue la indiferencia que muestran con los pobres inmigrantes que huyendo de la miseria de sus países (creo que los nicaragüenses sabremos algo sobre esto) llegan a esta ciudad a vender por €1 paraguas, botellas de agua y pequeños ornamentos con temáticas parisenses en las entradas de estos edificios culturales que albergan obras universales de artistas que sólo pudieron crearlas siendo conscientes de la condición y del sufrimiento humano.

En medio de esos cuerpos sin alma jugando con sus celulares inteligentes de $1,000 mientras esperábamos nuestro turno para entrar al Louvre me acordé de la estancia de Vincent van Gogh en Arlés (sur de Francia) entre los años 1888 y1889 con el objetivo de establecer allí una colonia de artistas. Fue en esta ciudad en donde la salud mental del genio se volvería más precaria, llevándole a cortarse su propia oreja. A causa, los pobladores de Arlés que nunca entendieron su arte y más bien lo despreciaron, firmando una petición prohibiéndole a van Gogh regresar a la ciudad.

En la actualidad, Arlés— una ciudad sin industria vive en gran parte, de la originalidad con que manejó los pinceles el holandés errante. En ella, pintó sus grandes obras maestras que a pesar de sus terribles sufrimientos anímicos logró captar una contaminación lumínica en el mejor sentido de la palabra. Si no me creen, hagan una búsqueda en Google con los nombres del pintor y la ciudad.

Pero volviendo a la gentuza con que me encontré en las afueras de los museos cuyas galerías también albergan los lienzos de este pobre artista que sólo vendió un cuadro en vida, no pude evitar encontrar paralelismos entre los pobladores de Arlés, completamente ajenos al dolor y soledad de Vincent y los primeros, igualmente ajenos, por no decir complemente inconscientes de la presencia de esos pobres hombres buscándose el bocado del día vendiendo objetos por un €1.

Estoy convencida de que esta “gente de bien” haciendo filas para “culturizarse” pudieron bien ser esos mismos habitantes de Arlés que firmaron la mencionada petición con el fin de mantener lejos de sus narices ese dolor incómodo que suelen ser las dolencias mentales. Sobre esos inmigrantes yo me pregunté: ¿cómo vivirán? Pero a esos infiernos no entré. Me bastó con este que describo aquí que, aunque esté frente de las narices de todos, no deja de ser un infierno, y cuidado peor porque una vez más, sospecho que es la madre de todos los infiernos. La indiferencia, el consumismo. Porque fíjense ustedes, este trago amargo de ajenjo que tuve que tragarme a la fuerza en las afueras del Louvre, siguió corriéndose en mi garganta, allá dentro, enfrente de las estatuas de Afrodita, Atenea, Apolo, Zeus y compañía—y los flashes de toda esta gente, más bien preocupados con el filtro correcto que mejor captase sus “experiencias artísticas” para seguir alimentando a ese monstro insaciable que ya muchos llamamos las redes sociales.

Es entendible pues la ira de los activistas medioambientales que los ha llevado a tirar sopa de tomates sobre los cristales que protegen las grandes obras como protesta ante la emergencia climática. Fue una experiencia verdaderamente desagradable la de todos esos flashes porque en medio de esas miles de personas que sólo andan en busca de un selfie uno no puede apreciar, y ya ni digamos reflexionar, sobre ninguna de las obras allí presentes. Pero afortunadamente no toda esta experiencia estuvo perdida porque justo cuando esas ánimas en pena lograron sus objetivos: los selfies con la “Doña Lisa”, entre el principal, finalmente desaparecieron.

París

Un inmigrante vende adornos con temáticas parisenses en las afueras del museo Louvre. // Foto tomada por: Natalia Cuadra Dumke

Por su ausencia brillaron en las galerías de “Antigüedades Egipcias”, “Antigüedades Griegas, “Artes de África, Asia, Oceanía y América”, entre otras. ¡Qué placer fue poder contemplar en silencio tanta historia del ser humano a través del arte y herramientas de hace 6,000 años de la época paleolítica! Aparentemente a la chusma, esto no le parece relevante porque no lo consideran “instagrammable”. ¡Un gran alivio para mí y mis compañeros de viaje! Lo cual me hace pensar que si los museos no permitiesen cámaras dentro, no habría ese río de gente visitándolos todos los días del año porque “¿para qué?, no hay evidencias de que estuvimos allí”, seguro dirían.

Esto me ha llevado a la conclusión de que son los museos los verdaderos culpables de que los que no andamos en busca de una fotografía y más bien queremos apreciar el arte en paz no podamos hacerlo porque a ellos sólo les interesa más seguir haciendo dinero. En esto se parecen mucho a las chusmas de las filas de sus afueras y del Arlés de a finales del siglo XIX. Si algo me ha dejado bien claro París es lo siguiente: “mirame bien”, me ha dicho. “Vos y tu moneda devaluada, mírenme muy bien porque no volverán a verme. Este es el estado del mundo. ¿Piensan que pueden contra mí?”

*Natalia Cuadra Dumke es colaboradora de la revista Hispanorama.

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Natalia Cuadra Dumke

Natalia Cuadra Dumke

Profesora de Español en el Departamento de Lenguas y Literaturas Modernas de la Universidad de Mount Allison. Colaboradora con la revista alemana Hispanorama.

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