7 de junio 2019
No hay forma de saber a ciencia cierta cuál será el futuro del país con el nuevo gobierno. Sin embargo, las probabilidades de que la gestión de Nayib Bukele resulte ser la continuación de la corrupción sistémica, el nepotismo, la preferencia por el autoritarismo y la ineficiencia en las instituciones, son perturbadoramente altas. Esto por dos razones fundamentales. Primero, porque en virtud del inmenso apoyo popular del que goza, el presidente Bukele parece más orientado a conducirse como un líder populista que como un gobernante consciente de la división de poderes propia de un gobierno republicano. Y, segundo, porque las instituciones políticas y partidarias que podrían hacerle contrapeso están en una profunda crisis producto de sus propios fracasos y de la corrupción crónica. En estas circunstancias, este gobierno puede representar no solo el fin de los partidos políticos tradicionales, sino también el fin de la democracia electoral de la posguerra.
Casi 1.5 millones de salvadoreños votaron por un cambio en la conducción del país y para la gran mayoría ese cambio implica la promesa de resolver los problemas viejos del país: la pobreza y la inseguridad. Luego de casi tres décadas de paz política, los gobiernos no solo fueron incapaces de cumplir con la promesa de resolver esos problemas, sino que también hundieron en la desesperación a muchas personas. El Salvador no solo sigue siendo inseguro y excluyente, sino que además es más desesperanzador, porque las instituciones políticas destrozaron las ilusiones que la mayoría de los ciudadanos se habían hecho con respecto a la conducción política.
En las discusiones cotidianas en la calle y en las redes sociales, la mayoría de los ciudadanos y ciudadanas en realidad no saben qué esperar del nuevo gobierno. Las opiniones sobre la gestión entrante están llenas de prudencia, pero muchas están llenas de esperanza, porque el nuevo presidente les ha explicado que él es distinto. En buena parte porque no pertenece a los partidos tradicionales que han defraudado y estafado al país.
“Nadie se interpondrá entre Dios y su pueblo para cambiar a El Salvador”
Esta frase, con la cual el nuevo presidente concluyó su discurso de inauguración, resume muy bien el ethos populista de izquierdas y derechas que ha recorrido las Américas en las últimas dos décadas. Indica que, en la tarea de gobernar, el líder está investido de un propósito divino que le permite responder directamente a los deseos de su pueblo. Cualquier obstáculo y mediación a ese poder—“Nadie se interpondrá”— es inaceptable.
Uno podría desestimar esa frase como una expresión del entusiasmo que rodea la toma del poder. Pero expresiones como esa llenan la biografía política de Bukele en su ascenso a la silla presidencial. Más aún, como político y candidato, este nuevo presidente se ha dado a conocer por sus tuits efectistas, por mostrar muy poca tolerancia a la disensión pública y por mantenerse rodeado de personajes cuestionables de la política, a pesar de su discurso en contra de la corrupción. Todas esas son características de líder populista. Así como también lo es la ausencia de planes de gobierno concretos, originales, sostenibles y escrutables. El hecho de que aún después del discurso inaugural no sepamos cuáles serán los ejes de la política de seguridad pública, del combate a la pobreza y de la reconstrucción del capital humano es solo una señal más de que el cambio prometido puede resultar ser más de lo mismo.
La mayor amenaza
Pero la amenaza política más grande que enfrentará el país en los próximos cinco años no es el populismo de Bukele. Es, más bien, la ausencia de instituciones fuertes que le hagan contrapeso de forma efectiva. En un país asediado por corrupción en las instituciones públicas, en el que la independencia institucional es truncada para beneficiar los intereses particulares del grupo en el poder, es muy poco probable que las pocas instituciones que cumplen con su trabajo contralor resistan el embate de un líder populista.
Los recientes retrocesos institucionales en la Corte Suprema de Justicia y en la Fiscalía General de la República, el esfuerzo decidido de los partidos políticos por perpetuar la impunidad proveniente de la guerra civil, y el deterioro por el respeto de los derechos humanos en la Policía Nacional Civil son ejemplos de lo lejos que está el país de tener instituciones que garanticen el Estado de derecho y la transparencia.
Es cierto que el actual presidente se ha manifestado públicamente en contra de algunos de esos problemas. Pero es cierto también que cualquier acción consecuente con esa posición implicaría primero separar a personajes que forman parte de su círculo más cercano. Los signos hasta ahora apuntan a que el nuevo presidente tiende a no explicar lo que hace porque no necesariamente hace lo que dice.
Arena y el Fmln hicieron muy poco por fortalecer el entramado institucional del país y los problemas que siguen agobiando a los ciudadanos y ciudadanas son producto de gestiones gubernamentales que rayaron en la incapacidad y, muchas veces, en el delito. Pero a final de cuentas sostuvieron las instituciones básicas para asegurar la estabilidad nacional, porque su propia supervivencia dependía de ello. La razón por la cual el Tribunal Supremo Electoral hizo relativamente bien su trabajo en las últimas elecciones —a diferencia de lo sucedido en países vecinos— es porque los partidos dependían del mismo para seguir en el poder. Esos contrapesos son los que han permitido que, en otras áreas, algunas instituciones lleguen a funcionar eficiente y transparentemente, al menos por ciertos periodos.
En un sistema sin los equilibrios adecuados y sin la necesidad de rendir cuentas, como el que los líderes populistas promueven, las instituciones solo funcionan para cumplir las órdenes del líder máximo. Este presidente tendrá muy pocos incentivos para fortalecer las instituciones que pueden cuestionar su poder y, en el actual contexto, tendrá muchas razones y no pocos recursos para erosionarlas aún más. En la nueva configuración política, con los partidos tradicionales en busca de salvavidas, el nuevo gobierno tendrá incentivos para manipular o ignorar la institucionalidad.
¿El futuro?
El Salvador, sin duda, necesita reformas fundamentales, pero esos cambios deben llevar al fortalecimiento definitivo de las instituciones democráticas del país. El Salvador necesita reactivar su economía y, para ello, requiere de iniciativa privada, de inversión en innovación y de reforma en el sistema tributario. Pero sobre todo necesita que toda la gente esté debidamente protegida, reciba educación de calidad y se le garantice celosamente su salud. El país necesita resolver el problema de la violencia crónica, pero para ello requiere combatir la impunidad y establecer mecanismos de transparencia, supervisión y control de la policía, la fiscalía y los tribunales.
Todo lo anterior se logra con instituciones fuertes y responsables. Son estas instituciones las que producen planes estratégicos, metas claras y resultados sostenibles. Y son esas instituciones las que pueden y deben rendir cuentas a la población de forma habitual.
Nayib Bukele puede usar su capital político para dos cosas diametralmente opuestas. Puede usarlo para reformar las instituciones y convertirlas en entes responsivos a la población sobre la base del Estado de derecho y los procedimientos democráticos. O, bajo el pretexto de que el sistema heredado de la posguerra es inherentemente corrupto, puede usar su carisma para terminar de destruir los procedimientos institucionales que establecen contrapesos y limitan la acumulación del poder. A juzgar por su forma de actuar hasta ahora, parece más probable que se decidirá por lo segundo. Ojalá me equivoque.
*José Miguel Cruz fue director del IUDOP de la UCA entre 1994 y 2006. Actualmente es director de Investigaciones del Centro Green para Estudios Latinoamericanos y del Caribe de la Universidad Internacional de la Florida (FIU). También puede leer este artículo en El Faro, de El Salvador.