15 de octubre 2018
De las juntas militares que gobernaron Argentina y Chile en los setenta y ochenta al régimen represivo de Iosif Stalin en la Unión Soviética, las dictaduras tienen un largo historial de hacer que sus detractores “desaparezcan”. Hoy parece que esta práctica siniestra está de regreso.
Los regímenes militares en Chile y Argentina arrojaban a personas al mar desde helicópteros para que nunca más aparecieran, o las asesinaban, quemaban sus cadáveres hasta hacerlos irreconocibles o los tapaban con cal para acelerar la descomposición, y los enterraban en una tumba sin nombre.
En la Unión Soviética de Stalin, en cualquier momento a una persona la capturaban y la llevaban a la Lubianka (el cuartel de la KGB) o algún otro lugar de pesadilla. Durante las purgas de los años treinta y después, los miembros del Partido Comunista fueron particularmente vulnerables, y millones de ciudadanos soviéticos desaparecieron para siempre en prisiones o gulags.
Hoy, modernos autoritarios están reviviendo la conducta de llevarse de pronto y en forma encubierta a cualquier persona (incluidas figuras conocidas y funcionarios de alto rango) para su detención (o algo peor). En muchos casos, los que “se esfuman” luego reaparecen, pero con ideas aparentemente cambiadas en relación con sus actividades anteriores o con el gobierno que los detuvo. En esto se destacan China y Arabia Saudita (aunque no son los únicos), que han organizado una serie de raptos o desapariciones cada vez más osados de sus detractores.
China estuvo detrás de la desaparición, el mes pasado, del presidente de Interpol, Meng Hongwei, durante un viaje desde Francia (sede de la organización) a Beijing, donde también se desempeñó como viceministro de seguridad pública. El rapto de Meng fue particularmente chocante, porque cuando en 2016 fue designado en el cargo más alto de Interpol (siendo así el primer ciudadano chino nombrado para dirigir una institución internacional importante), muchos chinos festejaron el hecho como una señal de que por fin el país había llegado a los primeros niveles del orden internacional.
Pero el presidente Xi Jinping no tuvo ningún empacho en echar por la borda esa victoria de relaciones públicas. Al final, se anunció que Meng había sido detenido y que se lo investigaba por cobro de sobornos. La decisión, justificada como parte de la campaña anticorrupción que se desarrolla en China (y que según los críticos es una tapadera para eliminar a figuras políticas desleales a Xi) exhibió una total falta de consideración (incluso desprecio) hacia la opinión internacional.
De hecho, Xi es una especie de secuestrador serial. Desde su llegada al poder en 2012, toda clase de personas (desde pequeños editores de libros en Hong Kong –incluidos algunos con ciudadanía extranjera– hasta dirigentes empresariales chinos) fueron secuestrados encubiertamente y llevados a China. Tras un largo período de silencio y aislamiento, reaparecieron y repudiaron sus actividades pasadas.
Es lo que le sucedió a Fan Bingbing, la principal estrella del cine en China: en julio, la actriz desapareció, y su antes muy activa cuenta en la red social Sina Weibo (la respuesta de China a Twitter) quedó de pronto muda. Nadie sabía lo que había ocurrido, pero se suponía que el gobierno tenía algo que ver, y las empresas con las que Fan tenía contratos de imagen cortaron vínculos con ella.
Al final, a principios de este mes Fan reapareció, y formuló un humillante pedido de disculpas por haber evadido impuestos (por lo que ahora enfrenta enormes multas). Es interesante señalar que su declaración incluyó abundantes elogios al Partido Comunista de China, al que le atribuyó el éxito de su carrera actoral. Su declaración resultó tristemente familiar, al recordar las patéticas confesiones de Nikolai Bukharin (editor del diario del Partido Comunista Pravda) y otros durante las purgas de Stalin.
Arabia Saudita también ejecutó una serie de secuestros de alto perfil con motivaciones políticas. El año pasado, el príncipe heredero saudita, Mohammed bin Salman, ordenó la detención del primer ministro libanés Saad Hariri, que estaba de visita oficial a Riad. A Hariri lo aislaron hasta de sus guardaespaldas, y lo obligaron a renunciar. Tras unas semanas, y evidentemente instruido a gusto de sus captores, se le permitió regresar al Líbano y reasumir su función de gobernante electo.
Después, la semana pasada, el periodista saudita exiliado Jamal Khashoggi desapareció tras entrar al consulado de Arabia Saudita en Estambul, donde había ido a tramitar un certificado de divorcio para poder casarse con su novia turca al día siguiente. La mujer se quedó esperando en la entrada del consulado, pero él ya no salió.
La desaparición de Khashoggi es una prueba más del poco respeto de los autoritarios actuales hacia las fronteras nacionales cuando quieren silenciar a sus detractores. Todavía no se sabe exactamente qué le pasó a Khashoggi, pero el gobierno turco, al mando del presidente Recep Tayyip Erdoğan, insiste en que lo mataron dentro del consulado.
Según las autoridades turcas, dos equipos que en conjunto sumaban 15 personas volaron de Riad a Estambul el día de la cita de Khashoggi en el consulado, y se fueron horas después. Esto también es tristemente familiar para los rusos: Stalin también tenía escuadrones asesinos especiales, uno de los cuales ejecutó en México el asesinato de su archienemigo, León Trotsky. Obviamente, los sauditas negaron cualquier ilícito, y afirman que Khashoggi se fue del consulado por sus propios medios.
La experiencia rusa en materia de desapariciones organizadas por el gobierno no terminó en el pasado. Se sabe que el régimen del presidente Vladimir Putin señaló a detractores para su eliminación en suelo extranjero, como presuntamente fue el caso del ataque con un agente nervioso contra el exespía ruso Sergei Skripal y su hija Yulia, ocurrido en marzo en el Reino Unido.
La pregunta es si el costo para los autócratas del desprecio que muestran a las fronteras y a la soberanía con tal de silenciar a sus opositores se compensa. Para la mayor parte de Occidente, Putin es un paria, Xi está coqueteando con una similar pérdida de credibilidad, y la reputación reformista del príncipe Mohammed ha quedado seriamente dañada, tal vez más allá de toda recuperación. Es posible que pronto todos ellos aprendan lo mismo que entendió Joseph Fouché, jefe de policía de Napoleón, cuando refiriéndose a la captura del duque de Enghien y la posterior farsa judicial a la que se lo sometió dijo: “Fue peor que un crimen; fue un error”.
Nina L. Khrushcheva es profesora de Asuntos Internacionales en The New School e investigadora superior en el World Policy Institute, ambos con sede en Nueva York. Copyright: Project Syndicate, 2018.