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Las memorias de Fernando Cardenal

¿De dónde nos vendrá la esperanza, si no de personas coherentes, honestas y solidarias que aún quedan en Nicaragua?

El sacerdote jesuita Fernando Cardenal.

José Argüello Lacayo

23 de febrero 2016

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Traté por primera vez a fondo a Fernando Cardenal en 1975, cuando coincidimos en la UNAN de Managua enseñando filosofía. Él irradiaba un entusiasmo contagioso, era tremendamente comunicativo y abierto; a su lado uno se sentía inspirado para las cosas más nobles. La represión del somocismo era ya omnipresente y pesaba como una losa sobre el corazón de Nicaragua. En ese contexto sombrío desconcertaba el irrefrenable optimismo de Fernando, fruto de su esperanza cristiana, para quien la caída de Somoza constituía desde entonces una certeza; él se encontraba por entero consagrado a los jóvenes e impartía además charlas y retiros espirituales por toda Nicaragua. Escucharlo era afrontar el reto imperioso de cambio que planteaba la situación del país y recibir una sacudida evangélica. Su voz era una voz nueva y potente en la Iglesia, capaz de provocar genuinas conversiones y compromisos de vida. Un capitán de la Guardia Nacional, tras un retiro suyo, acabó confesando: “Hasta ahora he sido un guardia de m..., pero de ahora en adelante seré soldado de Cristo”. Y cumplió. Más tarde, solicitado como médico militar para supervisar el estado de gravedad de David Tejada, torturado por el mayor del ejército que era jefe inmediato suyo, denunció los hechos y pagó con la vida su osadía. Su nombre era Fernando Cedeño. Otros más, bajo el influjo de Fernando, renunciaron a sus patrimonios y privilegios de clase y se solidarizaron con los pobres. Jóvenes estudiantes empuñaron las armas e inmolaron sus vidas, incitados por aquel sombrío panorama que enfrentaban. “Les insistía yo mucho en los retiros –cuenta Fernando- que había que hacer todo con amor, que estábamos en una lucha que debía hacerse siempre por amor y con amor”.

Volví a encontrarme con él en Alemania en 1981, donde le serví de intérprete durante un mes entero y juntos recorrimos aquel país. Ya la revolución había triunfado y él daba charlas ante miles de personas. Con la Campaña Nacional de Alfabetización su figura se había agigantado; era un personaje de fama internacional. Conservaba sin embargo intacta su sencillez: en Tubinga, donde las más altas personalidades le hacían la corte y fue recibido con honores en la alcaldía y la universidad, dos jóvenes estudiantes se acercaron a conversar con él y les dedicó a ellos toda la noche, poniendo gran interés en su conversación. Esa capacidad suya de interesarse por los demás, en particular por los jóvenes y los pequeños, ha sido uno de los rasgos más atractivos y distintivos de su personalidad y una de las causas del enorme impacto que ha tenido como educador.


Bajo el título de Sacerdote en la revolución, “Ediciones Anamá” publicó en agosto pasado los dos volúmenes de sus Memorias, relato torrencial que desde los primeros párrafos sumerge al lector en un acelerado torbellino de vivencias personales que fluyen como río caudaloso cada vez más ancho y agitado: historia personal y colectiva de Nicaragua durante las últimas tres décadas; autobiografía en la que se refracta la gesta de todo un pueblo; memoria personal y múltiple, condensación de nuestra historia más reciente; lectura insoslayable en un país desmemoriado como el nuestro, apta particularmente para quienes no vivieron aquellos años y deseen escuchar a un testigo veraz y convincente, en orden a entender mejor la etapa actual.

En estilo llano y coloquial, con lenguaje eficaz y directo, Fernando Cardenal relata sus experiencias a partir de su inserción en una barriada marginal de Medellín, donde convive con sus habitantes durante la etapa final de su formación jesuítica en 1969. La cercanía humana, el amor y la amistad hacia aquellas personas desempleadas, hambrientas y enfermas, abren su corazón al drama y la tragedia de los pobres, con una intensidad nunca antes experimentada en su vida. Hasta entonces había vivido encerrado en grandes casas de formación jesuíticas de México, Perú y Ecuador, sin tener siquiera la oportunidad de conversar con los indígenas, tan numerosos en aquellos países, a quienes veía como parte del paisaje, desconociendo por completo sus dramas y angustias. Su perspectiva cambia ahora radicalmente: “Yo era encargado de comprar el pan, ya que en nuestro barrio no había panadería. Había que bajar la loma e ir a comprarlo a otro barrio. Cuando yo subía por la calle, con el gran paquete de pan en las manos, los niños me pedían pan, niños con el hambre en los rostros. Yo no les podía decir: ´Miren, este pan es para los padres jesuitas que estamos haciendo aquí la Tercera Probación, una cosa muy importante´. Yo hacía lo obvio, iba dando trozos de pan a cada uno de los niños. Al llegar arriba a nuestra comunidad, por supuesto, ya no había pan. Les dije a mis compañeros: `Ustedes se deciden a no comer pan o nombran otro comprador, yo no puedo traer pan en medio del hambre de los niños´. Ya no volvimos a comer pan”.

Antes de retornar a Nicaragua, jura solemnemente ante los pobres de aquel barrio, que esté donde esté, trabajará en adelante siempre por la justicia y la construcción de una nueva sociedad, sin importar la tarea que le encarguen sus superiores religiosos. Ese juramento y su concreción a lo largo de toda una vida es la verdadera trama de fondo de estas Memorias, su columna vertebral, el aliento que infunde vigor a Fernando en medio de todas las pruebas y vicisitudes que atraviesa. El peligro y la muerte rondan continuamente su vida, estragando su salud y templando las debilidades de su temperamento, hasta esculpir en su carácter la solidez del acero. Así lo demuestra su valiente denuncia ante el congreso norteamericano de las violaciones de los derechos humanos cometidas por la Guardia Nacional de Somoza, en 1976.

Aparte de ser estas páginas una apasionante crónica política y social de los acontecimientos históricos dramáticos que desembocaron en el derrocamiento de Somoza, así como de los subsecuentes eventos que constituyeron la revolución sandinista y su epílogo, vistas en mayor profundidad, son también su autobiografía espiritual, cuyo vórtice es la búsqueda de la voluntad de Dios en la historia. Fernando es jesuita e hijo espiritual de Ignacio de Loyola y su espiritualidad se orienta a discernir la voluntad divina, para en todo amar y servir. Cuando el Comandante Marcos (el famoso Eduardo Contreras, que tan honda impresión dejó en quienes le conocieron) le planteó en una entrevista clandestina integrarse al Frente Sandinista en 1973, Fernando resolvió sus dudas e incertidumbres recurriendo a la parábola del buen samaritano: “Los del Frente Sandinista eran despreciados por gentes que se tenían por buenos cristianos y les llamaban despreciativamente subversivos, materialistas, ateos y comunistas; pero ellos no siguieron de largo ante la Nicaragua herida y postrada en el camino y ahora eran los buenos samaritanos que me estaban diciendo: Fernando, ¿venís con nosotros a ayudar a este herido, a este pueblo? En esos segundos yo reflexionaba: Jesús me enseña en el Evangelio que no quiere que le diga a Marcos, mirá, yo no puedo ayudar porque soy sacerdote, yo tengo unas obligaciones en el culto...En esos momentos pensaba: no puede haber otro Dios que el que nos presentó Jesús en el Evangelio y, en consecuencia, inspirado en el mensaje de su palabra, le dije a Marcos que aceptaba, que contaran conmigo”. Y Fernando se hace militante clandestino del Frente Sandinista, a partir de su fe cristiana. Situación que tras el triunfo de la revolución le llevaría a aceptar grandes responsabilidades: la conducción de la Campaña Nacional de Alfabetización, la Comisión de Formación de Juventud Sandinista y finalmente el Ministerio de Educación. Ello le acarrearía la incomprensión y el rechazo de la Conferencia Episcopal de Nicaragua y su consiguiente expulsión de la Compañía de Jesús por voluntad de Juan Pablo II en 1984. “Usted, querido Padre Fernando, es para muchos jesuitas un signo de credibilidad de la Compañía, en el campo de la promoción de la justicia, aunque también otros muchos jesuitas tratan de vivir integralmente esa vocación en plena armonía con la ley de la Iglesia”, admite benévolamente y pese a todo, su superior general, el Padre Peter Hans Kolvenbach, en el propio momento en que lo emplaza a abandonar su cargo de Ministro de Estado o dimitir de la Compañía. Las negociaciones se habían agotado: era la voluntad del Papa.

Fernando, ¿desobedeció entonces? Juzgando superficialmente, muchos así lo creen y proclaman, descalificando desde entonces, tanto su sacerdocio, como su adhesión eclesial; leyendo sus Memorias, podrán sin embargo penetrar finalmente con mayor hondura en su situación y sus razones. Lo que verdaderamente sucedió fue que, tanto él como los demás sacerdotes Ministros, en aquella penosa situación de agresión militar y bloqueo económico que mantenía a Nicaragua acosada, día y noche, por el gobierno imperial de Ronald Reagan, se vieron constreñidos a actuar de forma diferente a como les exigía Juan Pablo II, porque captaban con todo su ser que Dios les pedía a ellos personalmente otra cosa. Tal es el caso límite y paradójico de la objeción de conciencia, donde se desobedece a la autoridad –incluso religiosa- para obedecer a Dios (Hch 4, 19); no se trata por tanto de una desobediencia cualquiera, sino de oposición en obediencia. En un plano superior, la persona obedece directamente a Dios a través del llamado de su conciencia (Rm 14, 23).

El mismo Padre Kolvenbach reconoció doce años después la validez de la objeción de conciencia de Fernando Cardenal a la luz de su límpido testimonio de vida sacerdotal y lo reincorporó –caso único en cuatro siglos y medio de historia- a la Compañía de Jesús. Junto a sus amistades y familiares acompañé a Fernando aquel 14 de junio de 1997, cuando volvió a hacer sus primeros votos en la capilla de la UCA: “Hacer hoy nuevamente mis votos en la Compañía de Jesús –nos anunció ese día- es obra de Jesús resucitado. Un muerto no es capaz de llenar de gozo un corazón que se vacía para entregarse a una misión. Un muerto no da fuerzas, no apoya, no llama a seguir con entusiasmo sus huellas y su ejemplo. Pero Jesús resucitó y actúa en nuestros corazones. Es cercano, es un amigo maravilloso, es el Señor”.

Sus Memorias concluyen narrando las circunstancias por las que en enero de 1995 finalmente renunció a su militancia en el Frente Sandinista. La debacle se titula el capítulo donde presenta su visión crítica de los errores cometidos por el sandinismo: “Oír hablar de la piñata nos ponía entristecidos de sólo pensar que fuera posible, pero nos fuimos dando cuenta de que había sido cierta, de que fue un hecho real, terrible, pero real” ; “Hoy la corrupción de los grandes es tan extensa y profunda que ha permeado hasta abajo y se encuentra a todo nivel. Es difícil construir un nuevo país si para esa nueva casa la madera que tenés a mano en una buena parte está podrida”.

Si el campesinado de Nueva Guinea, Mulukukú, Waslala o los misquitos del Río Coco narraran también sus memorias, ¿qué aspectos aportarían a la visión personal presentada por Fernando Cardenal desde Managua? ¿Le darían testimonio de la represión sufrida por ambos bandos del conflicto bélico como una de las causas principales de la debacle?

Al escribir la historia de nuestro país, esas otras voces hoy sumidas en el silencio también tendrán que ser escuchadas.

Como el mito de Sísifo, sus Memorias paradójicamente concluyen en el mismo punto donde comenzaron: compartiendo esta vez la miseria de una barriada marginal de Managua. Ríos de sangre han sido derramados, sin que todavía exista esperanza para esta pobre gente. ¿Y entonces?

¿De dónde nos vendrá la esperanza, si no de personas coherentes, honestas y solidarias que aún quedan en Nicaragua? Para mí, semejan el pequeño resto de Israel, aquellos “siete mil cuyas rodillas no se doblaron ante Baal y cuyas bocas no le besaron” (1 Re 19,18), porque mantuvieron en alto su fidelidad a las promesas de Dios en tiempos del profeta Elías. Fernando Cardenal pertenece a ellas; en su vejez sigue dando frutos, mientras enarbola su viejo entusiasmo juvenil lleno de terca y tenaz esperanza. Leyendo su historia, comprenderemos mejor las palabras del poeta angoleño Agustín Neto: “No basta que sea pura y justa nuestra causa. Es necesario que la pureza y la justicia existan dentro de nosotros”.


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José Argüello Lacayo

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