8 de enero 2022
AUSTIN–Todavía hay muchas incógnitas en relación con lo que sucedió en Washington el 6 de enero de 2021. Pero casi desde el momento en que una turba asaltó el Capitolio, quedó claro que el orden constitucional del país resistió el intento de Donald Trump de subvertirlo.
La evidencia disponible indica que Trump apoyó un plan estrafalario por el cual el vicepresidente Mike Pence debía negarse a certificar el triunfo de Joe Biden en el Colegio Electoral. La idea era que en medio de la confusión creada por electores autodesignados no autorizados, los congresistas republicanos otorgarían a Trump un segundo mandato.
Pero el plan estaba condenado al fracaso, porque un grupo clave de republicanos se negó a seguir la corriente. Pence rehuyó del papel que tenía asignado, y lo mismo hicieron el procurador general William Barr y otros altos funcionarios del ejecutivo. Funcionarios republicanos de los estados de Georgia, Michigan, Wisconsin y Pensilvania y varios jueces federales (incluso algunos designados por Trump) tampoco dieron el brazo a torcer.
Además, la mayoría de los congresistas republicanos que cuestionaron los resultados electorales lo consideraron una mera formalidad sin efectos reales, que los protegería de represalias de los votantes de ultraderecha. Y seguían el ejemplo sentado por los demócratas que cuestionaron resultados electorales de los estados en las elecciones de 2001, 2005 y 2017.
Aunque la oposición dentro de las filas del gobierno y del partido de Trump hundió su plan sedicioso, muchos demócratas sostienen que una estratagema similar podría tener éxito en 2024. Pero cualquier nuevo intento de modificar los resultados del Colegio Electoral para favorecer a un republicano derrotado demandaría un grado improbable de colaboración por parte de decenas o cientos de congresistas republicanos, las legislaturas estatales y los tribunales federales. Y esta vez faltaría el factor sorpresa.
Los agoreros dirán que a diferencia de 2020, en 2024 puede haber funcionarios con respaldo de Trump en muchos puestos clave de la administración electoral. Sin embargo, estas legiones trumpistas tendrían que ser mucho más leales y disciplinadas que Pence, Barr y otros partidarios de Trump en el caso anterior. Y cada una de las personas implicadas tendría que estar dispuesta a apostar su futuro político al éxito de una complicada conspiración que básicamente beneficiaría a un individuo de comprobada deslealtad, habituado a usar y descartar colaboradores.
Además, Trump no tiene tanta influencia como se cree sobre las candidaturas del Partido Republicano. Tiende a apoyar a los precandidatos que de cualquier modo tienen buenas probabilidades de ganar las primarias o la elección general. Y en particular, el poder que tiene sobre su base no está claro, de lo que dan prueba sus muchos seguidores que lo abuchean en público cuando avala las vacunas contra la covid-19.
Por estos motivos, un escenario en el que la Cámara de Representantes designe como presidente a Trump (o alguno de sus aliados) después de la elección de 2024 pertenece más bien al ámbito de los thrillers políticos.
Consideremos ahora el improbable supuesto de que Trump obtuviera la candidatura y ganara por amplia mayoría en el Colegio Electoral o en la votación popular en 2024. En vez de crear la dictadura nacionalista blanca de las pesadillas progresistas, es de prever que en comparación con sus primeros cuatro años de gobierno, el Trump envejecido de la segunda presidencia sería un mascarón de proa incluso más débil en un partido dominado por figuras republicanas convencionales. Si la democracia italiana sobrevivió a tres gobiernos de Silvio Berlusconi, la de Estados Unidos puede sobrevivir a dos gobiernos de Trump.
No quiere decir esto que la democracia estadounidense no esté en peligro. Demagogos populistas como Trump son síntomas de que el organismo político está enfermo. La amenaza real contra la democracia estadounidense es la desconexión entre las promesas del aparato político bipartidario en Estados Unidos y los resultados. Este problema existía décadas antes de Trump y ayuda a explicar su ascenso.
Contra lo que se prometió, la globalización no produjo empleos mejores para la mayoría de los estadounidenses en la «economía del conocimiento». En vez de eso, Estados Unidos se ha vuelto dependiente de China y de otros países para la provisión de productos básicos, entre ellos medicamentos y equipos médicos. La mayor parte de la creación de empleo en Estados Unidos en las últimas tres décadas tuvo lugar en puestos mal remunerados con escasos o nulos beneficios.
Asimismo, a principios de este siglo, las élites financieras estadounidenses aseguraron que la «Gran Moderación» de la volatilidad macroeconómica global constituía una «nueva normalidad» permanente. Pero al final, se basaba en burbujas de activos cuyo estallido dio lugar a la crisis financiera global de 2008 y a la posterior Gran Recesión. Y las intervenciones estadounidenses en Afganistán, Irak, Siria y Libia no produjeron más que fracasos o conflictos interminables.
Muchos de los arquitectos de estos desastres colosales iniciaron carreras lucrativas como expertos de prestigio. Pocos han sufrido pérdidas financieras o reputacionales. Cuando un establishment nacional fracasa tan a menudo y con tanto costo, y cuando los medios de prensa tradicionales siguen siendo cómplices de esos fracasos, no debería sorprender a nadie que la ciudadanía busque fuentes de información alternativas (incluso descabelladas) y recurra a políticos antisistema, incluidos demagogos narcisistas como Trump.
Los estadounidenses deben mantenerse en guardia para evitar que políticos corruptos pongan en práctica intentos ilegales e inmorales de alterar los resultados electorales. Pero la amenaza real a largo plazo contra la democracia estadounidense es la falta de confianza popular en dirigentes convencionales cuyas políticas han fracasado una y otra vez. Y por esa falta de confianza pública, las élites estadounidenses no pueden culpar a nadie más que a sí mismas.
*Michael Lind, profesor en la Escuela Lyndon B. Johnson de Asuntos Públicos de la Universidad de Texas en Austin, es autor de The New Class War: Saving Democracy from the Managerial Elite (Portfolio, 2020).
*Este articulo se publicó originalmente en Project Syndicate