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La segunda etapa del somocismo

El derrocamiento de la dictadura de Somoza y el curso histórico a que dio lugar ilustra con nitidez la persistencia de estos ciclos

Enrique Sáenz

27 de febrero 2016

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Sin duda, el 25 de febrero de 1990 marcó uno de los hitos mayores en la historia de Nicaragua. Nada más y nada menos que, por primera vez en nuestra existencia como país, se abrió paso al proceso de construcción de una república.

Por esta razón, más allá de las emotividades de adhesión o de malestar que la fecha provoca, principalmente por querencias o por malquerencias políticas, debemos situar y valorar el hecho en perspectiva histórica. Así, más que una efeméride, la fecha y su significación deberían posibilitar una reflexión de fondo que nos permita visualizar nuestro presente y nuestro futuro, a la luz de las enseñanzas del pasado inmediato. Y actuar en consecuencia.


Hasta 1990 la historia de Nicaragua se caracterizó por ciclos recurrentes de dictadura, guerra y paz. Paz precaria porque sólo servía de preámbulo para el reinicio del ciclo. Y así la hemos pasado por casi dos siglos. Como pueblo pareciéramos llevar una marca de nacimiento: Como país independiente abrimos los ojos en medio de la anarquía y de la confrontación violenta. Y esa visión de nacimiento no la hemos podido cambiar.

El derrocamiento de la dictadura de Somoza y el curso histórico a que dio lugar ilustra con nitidez la persistencia de estos ciclos.

Repasemos un poco.

Un pacto de caudillos (Agüero y Somoza) congeló el escenario público y allanó la ruta para el afianzamiento de la dictadura dinástica que cerró todo espacio político hasta aislarse del conjunto de la sociedad. El aferramiento de la dictadura al poder desembocó en la legitimación de la lucha armada como único camino para alcanzar la libertad. Y llegó la guerra. Y la tragedia.

Se derrocó la dictadura e inició la revolución con la esperanza de una nueva Nicaragua. Sin embargo, se impuso una visión hegemónica, vanguardista y autoritaria que partió nuestra sociedad, otra vez, en dos bandos enfrentados; ahora con el agravante de que el escenario de la guerra fratricida se enmarcó en el teatro más amplio de la confrontación global entre las grandes potencias de aquel momento. Bando y bando como belicosos peones de la guerra fría. Nueva guerra y nueva tragedia.

Por fin, después de una pedregosa cuesta de negociación llegamos al 25 de febrero, primero, y al 27 de junio después. En la primera fecha se impusieron los votos a las balas y en la segunda culminó el proceso de desarme y desmovilización de la resistencia. Pero ni la democracia ni la paz fueron inmediatas. Y la república apenas comenzó a balbucear.

En realidad hace un cuarto de siglo se inauguró un complejo proceso de transición democrática cuyos signos más resaltantes son tres comicios electorales y tres sucesiones presidenciales pacíficas. Y un camino de pacificación que antes de consolidarse enfrentó alzamientos y realzamientos de recompas, recontras y revueltos.

Y así marcharon de la mano, en pantanoso camino, la democracia y la paz.

Pero los fantasmas reencarnaron. Se fraguó el pacto entre Alemán y Ortega cuyo propósito central era imponer el bipartidismo, clausurar espacios políticos y compartir el poder entre ambos caudillos, al margen del resto de la población. Esa repartición dejó al más lerdo a la orilla del camino mientras el otro se bailó con las apuestas, la mesa y hasta con los dados. Así se pavimentó el camino para el retorno de Ortega al poder.

Lo demás es historia contemporánea: fraudes electorales debidamente documentados, ruptura de la precaria institucionalidad republicana y aplastamiento de tres conquistas pagadas con sangre: respeto al voto popular, no reelección presidencial indefinida y carácter nacional de las fuerzas armadas.
Hay que repetir esto. A lo largo de nuestra historia las guerras se asocian a tres factores: irrespeto al voto, imposición de reelección y continuismo en el poder, y utilización de las fuerzas armadas como ejército faccioso. Ortega restauró esas taras trágicas de nuestra historia.

En este contexto de afianzamiento de una nueva dictadura, la violencia comienza a mostrar su horrible rostro: El 19 de julio del 2014, una caravana de buses que trasladaba a simpatizantes del gobierno fue acribillada por un grupo de armados con saldo de 5 fallecidos y 24 heridos. El 24 de diciembre un grupo de campesinos que protestaban por la amenaza de despojo de sus tierras a causa del proyecto de canal interoceánico fue violentamente reprimido por la policía. El 20 de enero del pasado, dos personas fueron destrozadas por un poderoso explosivo accionado a distancia y un campesino fue ejecutado después de sufrir torturas. Las organizaciones nacionales de derechos humanos no dudan en responsabilizar al ejército por estos últimos crímenes. De manera persistente se atestigua sobre brotes dispersos y aislados.

A ello se suma la proliferación de expresiones de protesta y resistencia social, sofocadas con violencia por el régimen (Chichigalpa, Mina El Limón, Bonanza, Siuna, Waspam).

Y aquí estamos, otra vez en el punto de partida de un nuevo ciclo. Como me comentaba un ciudadano nicaragüense de impecable trayectoria: ¨aquí no estamos en la segunda etapa de la revolución. Estamos en la segunda etapa del somocismo¨.

El futuro inmediato encierra oportunidades y amenazas. En un cuadro de progresivo deterioro de las condiciones económicas y sociales y de precarización de las fuentes externas de poder económico del régimen, se acercan las elecciones del 2016. Oportunidad y amenaza. Oportunidad para reemprender la transición democrática. Amenaza de que se clausuren los espacios políticos y nos quedemos frente a la dictadura, pura y dura. El camino que seguiría ya lo conocemos.

Es con esta perspectiva que deberíamos valorar el camino recorrido desde aquel 25 de febrero de 1990 en que se abrió el proceso de democratización de Nicaragua y emprender una seria reflexión que nos permita responder entre otras interrogantes:

• ¿Estamos condenados por la historia o podemos evitar la repetición de un nuevo ciclo de violencia?
• Si la persistencia de las condiciones presentes constituyen amenazas a la paz en el mediano plazo ¿Qué debemos hacer, ahora, como sociedad, para neutralizar esas amenazas y restaurar la ruta de la democracia y construir una sociedad con respeto a los derechos ciudadanos, oportunidades y prosperidad compartida?

Si estamos en capacidad de responder esas interrogantes, seguramente estaremos en capacidad de actuar en correspondencia con las mismas. Y no hay mucho tiempo.


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Enrique Sáenz

Enrique Sáenz

Economista y abogado nicaragüense. Aficionado a la historia. Bloguero y conductor de la plataforma de comunicación #VamosAlPunto

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